Выбрать главу

Lo que estaba claro es que nunca volveríamos a Los Valles. Mi madre no quería ni oír hablar de ello. Un día, eso fue al principio de vivir en la ciudad, debió de llegar la noticia oficial de su separación de la enseñanza. A mí no me dijeron nada pero las oí hablar a las dos dando por hecho que las cosas estaban definitivamente establecidas. La abuela resumió la situación diciendo: «Si tu padre levantara la cabeza…» Se lo decía a mi madre y se refería al abuelo. Yo no recordaba al abuelo. En realidad me resulta difícil separar lo recordado de lo imaginado. Confundo las fechas en la nebulosa de la infancia. Y así, quizás evoco instantes que viví demasiado niña y niego haber presenciado hechos de los que fui testigo con edad suficiente para dar testimonio de ellos. Al morirse el abuelo, poco antes de empezar la guerra, la abuela se había quedado sola y mi madre quiso que viviera con nosotras. Pero los veranos los pasábamos en el pueblo de la abuela, el pueblo en que mi madre había nacido y donde conservábamos la casa familiar. A mí me gustaba esa casa. Tenía una hermosa huerta alrededor, un emparrado cubriendo una de las fachadas, un riachuelo que atravesaba una pradera. La casa era grande y fresca. Olía a frutas y a cera. Las contraventanas siempre estaban entornadas y la luz se filtraba por las rendijas resaltando el encanto de los objetos. La sala no se usaba casi nunca. Pero me gustaba asomarme, contemplar los retratos y las figuras de porcelana sobre la mesa, los fruteros en el aparador, los sillones con cojines bordados por la abuela.

Por la mañana mi madre me hacía leer y escribir y hacer alguna cuenta sencilla. A la tarde me dejaba libre para ir al río a pescar cangrejos y a bañarme o de excursión a los montes cercanos con niñas que eran hijas de sus amigas. Allí se notaba menos la guerra. O al menos eso me parecía a mí. No obstante, sorprendía a veces a mi madre y a la abuela hablando agitadamente y, aunque no me explicaban qué ocurría, acababa atando cabos mediante la información que me daban mis amigas. Habían detenido a un hombre de aquellos pueblos o había muerto en el frente un chico hermano o hijo de algún conocido.

Mis amigas iban a misa todos los domingos. Yo no me atrevía a plantear en casa mi deseo de acompañarlas porque sabía que nuestra familia no tomaba parte en actos religiosos. Un día de Santiago había misa mayor con música y todo. La tentación fue tan fuerte que me armé de valor y pregunté a mi madre: «¿Puedo ir a misa con mis amigas?» Ella me miró como si estuviera ausente o regresara de un lugar muy lejano. Tardó unos momentos en reaccionar y al fin contestó: «Haz lo que quieras.» Pero no lo dijo enfadada ni como un reproche, sino como si de verdad no le importara.

Fui a la iglesia y en un momento dado mi compañera de banco, la que tenía más cerca, me dijo: «Ahora puedes pedir lo que quieras.» Todos estaban en silencio. Seguramente tenían muy pensado lo que iban a pedir. Me puse nerviosa y formulé entre dientes lo primero que se me ocurrió y que, sin yo saberlo, expresaba mi deseo más fuerte. «Pido que tengamos dinero para que mi madre no se preocupe tanto. Cuando acabe la guerra…», añadí.

Aquel año, al regresar a la ciudad en septiembre, mi madre perdió una de sus clases de la tarde, la que daba al niño enfermo. Cuando se presentó en la casa el día que debía reanudar su trabajo, salió a recibirla el padre y le dijo: «Mire usted, Gabriela. Lo siento mucho pero no podemos continuar así. Usted es buena maestra pero tiene un defecto para nosotros, que mezcla la política con la enseñanza y que, además, hace mofa de la religión delante del niño.» Mi madre se quedó anonadada. Por mucho que pensara, le dijo a la abuela, no podía recordar en qué momento había cometido los errores que le achacaban. «No te preocupes», le dijo la abuela. «Con su mente estrecha interpretan como quieren cualquier comentario que hayas hecho delante del niño. No olvides que ellos saben quién eres y cómo piensas.» Este incidente nos entristeció. Estábamos viviendo una guerra y esta guerra no sólo se desarrollaba en los frentes sino también en los corazones y en las cabezas de las personas de la retaguardia. La presencia de dos bandos se dibujaba nítidamente sobre el fondo sombrío de una situación cuyo final nadie se atrevía a pronosticar.

«He conocido al viudo», me dijo alborozada Olvido, poco antes de empezar el curso. «Lo he conocido cuando estaba yo comprando los cuadernos para el instituto; en eso que entró él y dijo a la dependienta: "Dígame, para esta niña ¿qué cuentos tienen? Con muchos dibujos, claro, porque todavía no sabe leer…" La dependienta, que es medio tonta, no sabía qué ofrecerle y allí intervine yo y le dije: "Mire, éste y éste le van a gustar, que los tengo yo en casa de cuando era pequeña…" Él se quedó muy agradecido y muy encantado y me dijo: "Gracias señorita", fíjate señorita a mí, "me ha ayudado usted mucho." Yo me puse colorada y le dije adiós y salí corriendo; no sabes cómo me latía el corazón… Yo creo que si le veo en algún sitio me reconocerá y me hablará, ya lo verás.»

Es extraño vivir una guerra. Aunque el campo de batalla no esté encima y no se sufran las consecuencias inmediatas todo lo que ocurre a nuestro alrededor viene determinado por la existencia de esa guerra. Nos llegaban noticias del hambre que se pasaba en la zona republicana y nosotros no teníamos escasez de comida. Sin embargo no había telas ni zapatos ni otros productos manufacturados de primera necesidad. «Claro, ellos tienen las fábricas, nosotros la agricultura», decía la gente. Se teñía la ropa, se daba la vuelta a los abrigos, se remendaba, se cosía, se deshacían prendas viejas para convertirlas en nuevas. Y todo quedaba aplazado hasta que terminara la guerra. «Cuando acabe la guerra», se convirtió en una frase clave de mi infancia. Cuando acabe la guerra iremos, volveremos, compraremos, venderemos, viviremos… Un futuro incierto frenaba toda actividad, todo proyecto. La guerra no terminaba y cada día llegaban noticias de nuevos desastres para los republicanos.

Mientras la guerra continuaba, las adolescentes paseaban en grupos por la calle Principal. Vuelta arriba, vuelta abajo, codazos, risas, empujones. Cuando pasaban los chicos también en grupos, lanzaban hacia ellas ataques fervorosos.

Siempre había alguna que fingía salir corriendo porque «él» estaba allí y no quería verle, desde luego prefería marcharse a su casa, no creyera «él» que «ella» estaba esperando que apareciera con su banda de brutos con los que no se podía ni hablar…

Torpes, tímidos, sensibles y violentos, se entregaban todos al juego antiguo y siempre nuevo de los primeros enamoramientos. El otro sexo estaba allí y los estudiantes de bachillerato comprobaban confusos su presencia.

Olvido escuchaba a sus hermanas, yo escuchaba a Olvido. Mi madre apenas salía de un mundo neblinoso, impenetrable para mí. Y la abuela me veía crecer y suspiraba moviendo la cabeza: «No sé, no sé esta niña, demasiado precoz la veo yo…»

La memoria no actúa como un fichero organizado a partir de datos objetivos. Aunque en cada momento escribiéramos lo que acabamos de ver o sentir, estaría contaminado por las consecuencias de lo vivido… Por ejemplo, si trato de recordar qué tiempo hacía el día que llegaron los alemanes a la ciudad de mi infancia, yo aseguraría que hacía frío. Quizá no fue así. Podría consultar libros o periódicos para comprobar la veracidad del dato. Pero yo sé que en mi memoria hacía frío. Es un recuerdo duro, enemigo. Por eso escribo: los alemanes llegaron en invierno. Recuerdo muy bien el día que los vi desfilar. Una banda militar les precedía entre una nube de banderas. Tocaban marchas brillantes y enérgicas. Los niños corríamos de una calle a otra para verlos. Nos colocábamos entre la gente para llegar al borde de la acera, a primera fila. «Son educados, fuertes, guapos», dijeron unos. Pero eran odiosos para otros, odiosos para mi madre porque su presencia significaba una ayuda a los rebeldes y un obstáculo grave para los defensores de la República.