El domingo contesté la carta y escribí seis carillas. Tenía mucho que contar. Se me atropellaban las noticias, los comentarios, las descripciones. La carta era para todos: «Queridos todos», para evitar las debilidades.
Me habían instalado es una casa cercana a la glorieta de Colón, donde estaba la Academia. Una señora viuda alojaba en su hermoso piso a seis muchachas estudiantes de distintas edades, desde alumnas de secundaria y preparatorio hasta universitarias. Era un pequeño internado con unas normas claras, horarios fijos para las comidas, horarios de regreso rígidamente controlados.
Las compañeras venían todas de fuera, de ciudades o pueblos más o menos lejanos. La confianza de sus padres en doña Luisa era total y ella ejercía con firmeza su función de representante de la familia. Cenábamos temprano y luego había un rato de charla y diversión en el salón, con la presencia cercana de nuestra tutora que entraba y salía con cualquier pretexto. Reíamos, nos contábamos historias, comentábamos sobre los profesores y los compañeros, nos prestábamos libros, trajes, revistas. Los domingos salíamos al cine o a pasear pero volviendo siempre pronto. «Prontito que mañana es lunes y hay que trabajar», advertía doña Luisa. Todas cumplíamos las normas. Sólo una vez llegó la noche y una de las chicas no apareció. Era una niña de quince años, estudiante de comercio, menuda, desgarbada, sin ningún atractivo especial. Doña Luisa estaba nerviosísima. «No puede ser, Carlota es una buena niña.» Me asustó comprobar que nadie conocía a Carlota, que no le importaba a nadie, que era posible vivir meses y meses cerca de una persona sin preguntarle por su vida, por sus preocupaciones y temores. La insignificancia de Carlota la convertía en un ser aislado, una figura borrosa, casi inexistente. A las once de la noche doña Luisa llamó a la policía. A las doce envió a los padres un mensaje telegráfico. A las tres de la mañana la policía informó a doña Luisa de que habían encontrado a Carlota en el hospital, aparentemente herida por un automóvil que la atropelló y se dio a la fuga. A los pocos días llegaron los padres y se la llevaron enseguida a su casa, una hacienda dedicada a la ganadería en Aguascalientes, en el altiplano.
La verdad es que nunca acabamos de creernos la versión del atropello y las suposiciones y fantasías entenebrecieron aún más el recuerdo del accidente.
Las clases no me parecieron difíciles. Tenía unos profesores excelentes. El trabajo era estimulante, muy bien programado y perfectamente desarrollado. Pero lo que más me impresionó, lo que me hizo sentirme turbada y me alteró por dentro fue el verme sumergida de pronto en un ambiente en el que se hablaba el español de mi infancia. Poco a poco había ido asimilando la suave tonalidad del acento mexicano; me había familiarizado con los giros expresivos, llenos de vida, con las viejas palabras castellanas que creía nuevas porque nosotros las habíamos arrinconado en el olvido. Mi madre nunca perdió su acento, pero su voz era tan mía que no podía detenerme a analizar la diferencia con otras voces que me rodeaban. Al llegar a la Academia regresé a España, a la abuela, a mis amigos. Los alumnos eran en buena parte hijos de españoles exiliados. Muchos hablaban ya con acento mexicano pero los mayores todavía conservaban el viejo tono. Aprendí a distinguir ecos distintos del castellano: catalán, andaluz, vasco, gallego. Al regresar al lenguaje, regresé al país y al deseo de conocerlo algún día. No sé si mi madre pensó en esta reacción mía. No sé si la buscó al enviarme a un centro español para seguir mis estudios. Quizás inconscientemente trataba de acercarme a la tierra abandonada. Por entonces un profesor de lengua nos dijo un día, después de leer un poema: «Esto es lo único que no pudieron quitarnos, la palabra.»
Profesores españoles, amigos españoles, casas españolas que se abrieron para mí con generosidad. Ciudad de México fue la oportunidad de acercarme a una patria que los exiliados evocaban una y mil veces para mantenerla nítida en el recuerdo. Una de mis compañeras de clase más queridas, Elvira, hija de un médico, me invitaba a comer muchos domingos. Solían hacer ese día comida española que yo apenas recordaba, porque mi madre jamás intentó introducir ningún plato nuestro en los menús de Remedios. La explicación la buscaba la misma Remedios y la encontraba enseguida: «Tu madre no quiere cocinar a la española porque no quiere recordar… Que los sabores traen los olores y los olores los lugares, y con esa carrerilla caemos en la pena más grande…»
Más importante que las comidas eran, en aquella casa, las conversaciones. Allí se hablaba de cosas que yo andaba buscando y que me habían faltado, sin saber lo, en los años de aislamiento en la hacienda. En un empeño por conseguir que me adaptara mejor, mi madre había evitado, salvo en lo estrictamente escolar, hacer referencias a España. Nunca añoraba ríos, paisajes, soles, calles, pequeños e inocentes sucesos que pudieran llenar mi necesidad de pasado. De modo que, detrás de mí, se abría una sima, un vacío familiar y social, apenas salpicado de chispazos de la memoria, mínimos recuerdos personales que flotaban en una nebulosa.
Con Elvira y su familia fui reconstruyendo el rompecabezas de mi país, el mosaico de la vida cotidiana. Los padres de Elvira eran madrileños. Me contaban cómo era Madrid antes de la guerra y cómo se había ido agotando con los bombardeos y la escasez, y cómo era la gente de Madrid, valiente y alegre; cómo aguantaban los ataques y luego salían a la calle para gritar: «No pasarán.» Me hablaban del Retiro y de la Puerta del Sol, de la Ciudad Universitaria al atardecer, cuando el sol refleja su último resplandor en el rosa de los edificios y en el verde de los árboles…
Se ponían un poco tristes al hablar de estas cosas. La ciudad lejana, la ciudad perdida despertaba en mí sentimientos nuevos. Sentí nostalgia de la ciudad desconocida. El conmovedor ejercicio de la memoria de mis nuevos amigos iba llenando los huecos del pasado que me faltaba.
Mientras España empezaba a tomar cuerpo en mis ensoñaciones, la presencia real de México continuaba afirmándose en mi experiencia diaria. México era la tierra maravillosa que había cambiado mi vida. Era la tierra fértil, la exuberante variedad de América; el sol, la piedra poderosa tallada por los indios, los volcanes, la plata, el océano, el águila. El esplendor policromado de las iglesias; el color explosivo de las frutas y las flores, el color inventado de los trajes, las cintas, los papeles trenzados. México era el amor profundo a la vida y la irónica aceptación de la muerte. Y era también lo que quedaba de la presencia de España, la arquitectura y las costumbres pero sobre todo el idioma, ese idioma capaz de hacernos vibrar al mismo tiempo con la misma palabra. El idioma, mi única, mi verdadera patria.
«Pero bueno, ¿esa Soledad no tiene familia? ¿No tiene padres para pasar con ellos la noche de Navidad?» Doña Adela se indignaba. Ella sola se preguntaba y se contestaba: «Claro que no tendrá. Te digo yo que por no tener no tiene ni vergüenza.» Mi madre sonreía y aceptaba el chaparrón de su cuñada sin darle importancia.
Octavio acabó irritándose: «Por favor, Adela, ¿a qué vienen esos insultos?» Don Ramón asentía, sumido como siempre en sus distracciones interiores. No pude oír el final del ataque a Soledad porque Rosalía nos llevó a su cuarto. Me pareció que había cambiado mucho. Era ya una chica mayor. Se pintaba discretamente. Se peinaba con el pelo largo ahuecado sobre la frente. Se derrumbó en la cama y nos invitó a imitarla. «Tengo noticias frescas. Buenas noticias», empezó. Pensé que iba a contarnos alguna historia de Soledad. Pero no. Se trataba de confidencias personales. «Tengo novio», declaró en tono bajo y profundo. «¿Quién es?», preguntó Merceditas. «No le conoces», contestó Rosalía un poco despectiva. «Tú sí, Juana. ¿Te acuerdas de aquel morenito que te gustaba, el de mi fiesta de quince? ¿El que estudiaba en Estados Unidos?» Claro que me acordaba. «Pero era muy joven para ti», repliqué. Ella se echó a reír a carcajadas. «No es él, hija mía, no es él. Es su hermano mayor…» Nos contó que salían por la tarde, a dar un paseo por el Zócalo, una media hora escapados, cuando ella salía de la clase de inglés, tres manzanas más allá. «Nos hicimos novios en la fiesta de cumpleaños de una amiga. ¡Qué baile! ¡Qué fiesta! Hasta las diez y media de la noche…» Yo no sabía qué decir. Rosalía tenía dieciocho años, había empezado a poner cimientos a lo que deseaba construir en la vida. Por decir algo, pregunté: «¿Y el hermano?» «Ése sigue estudiando con los yanquis. El mío no, el mío ya trabaja con su padre porque no le gusta estudiar. Y digo yo que al no tener que hacer carrera, no tenemos que esperar tanto tiempo y nos podemos casar antes. ¿No te parece?» Merceditas escuchaba un poco ajena a todo el asunto. Se levantó y fue a coger una muñeca empelucada y vestida de satén que adornaba el tocador de su prima.