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En ese momento se oyó la voz de doña Adela llamándonos: «Señoritas, vengan a merendar, que el chocolate se enfría.» Con el dedo en los labios Rosalía nos pidió silencio. Cuando entramos en el comedor había cambiado el tema de conversación. Ahora se trataba de la cena de Nochebuena. «Como queráis», decía doña Adela, «pero yo creo que debíais venir todos aquí.» Octavio movió la cabeza negando esa posibilidad. «Al contrario. Sois vosotros los que debéis acompañarnos.»

Al volver a la hacienda en el coche de Octavio, me asaltó la inquietud de una pregunta.

¿Por qué atacaba doña Adela a Soledad? Pero no me decidí a hacerla. En parte porque temía que eludieran la respuesta. Y, sobre todo, porque prefería no saber.

Así que nos reunimos todos, la familia de Octavio y nosotros cuatro y, por supuesto, Soledad. Nadie se planteó la remota posibilidad de que pensara irse a otro lugar en esos días. Y su presencia resultó al final un completo éxito. Belén, árbol, adornos, dulces en la cocina con Remedios y sus cacerolas de fondo, en todo intervenía Soledad. Por la tarde los niños de la escuela vinieron a cantar villancicos y a felicitarnos la Navidad, también a iniciativa suya. Había colocado globos por todas partes y en el techo de la escuela colgó una piñata llena de caramelos y dulces y pequeñas sorpresas. Aquella noche, al final de la cena hasta doña Adela sonreía y miraba a Soledad como diciendo: «¿Por qué, por qué he cogido yo manía a esta encantadora criatura?»

Tengo en mis manos una fotografía. Es una fotografía interesante. Marca el final de muchas cosas claramente retratadas y el comienzo de algo, oculto. La fotografía tiene dos planos. Casi podría cortarse en dos por una línea que dividiera de izquierda a derecha la cartulina. En el plano superior se ven tres imágenes, tres cuerpos, tres cabezas. A la izquierda Octavio, y a su lado mi madre, sentados en un sofá de respaldo bajo. Entre los dos, de pie, detrás, emerge la figura de Soledad. En un segundo plano, sentadas en el suelo, hay dos niñas, dos muchachas, Merceditas y yo. La distribución de los personajes es tal que en las sucesivas contemplaciones de la fotografía he llegado a imaginar un juego. Uniendo las cabezas entre sí puede resultar un pentágono. Ese pentágono va a durar muy poco. El punto más alto, la cabeza de Soledad se va a esfumar y la figura geométrica será sólo un cuadrado perfecto: la misma distancia entre las dos cabezas superiores, a la misma altura de las dos inferiores, también simétricas. Más adelante, el cuadro dará lugar a un triángulo rectángulo, cuando una de las dos cabezas, la que está debajo de mi madre, la mía, se mueva del retrato, salga, desaparezca. En ese orden, en el orden del juego imaginario, se produjeron de verdad las transformaciones futuras, las que iban a sucederse una tras otra después de aquella fecha, 1 de enero de 1947, que aparece en la fotografía.

Recuerdo muy bien ese día y también el origen del retrato. Fue Soledad la que propuso inmortalizar aquel momento. Era la mañana de Año Nuevo, antes del almuerzo que Remedios, ayudada por sus indias, preparaba en la cocina. Olía a pavo con mole, a tortilla de queso, a compota de peras. Entró Damián a felicitar el año y también a despedirse.

Bajaba a Puebla a celebrar la fiesta con unos parientes lejanos.

Soledad le abordó, le puso en las manos una máquina pequeña, un cajoncito apenas, y le dijo: «Vamos, Damián, háganos una fotografía familiar, ahora que estamos todos juntos.» Ella nos distribuyó: tú aquí, tú allí, tú arriba, tú abajo y al final se quedó ella de pie, triunfal y sonriente entre los dos adultos sentados. También he pensado muchas veces que, de algún modo, esa fotografía pretende marcar las diferencias. Ella está por encima de los demás, destaca, sobresale.

Pues bien, Damián hizo la foto y se marchó. La noche anterior, la Nochevieja la había pasado en la hacienda. Iba del comedor de los criados al de los señores. Quería compartir con todos la alegría de no estar solo. Damián, el solterón un poco huraño, tenía su lugar en la mesa en todas las fechas señaladas, siempre que no hubiera invitados. Aquella noche estábamos sólo los de casa, nosotros cuatro y Soledad, así que él se sentó a la mesa y comió y bebió, y al punto exacto de las doce, como todos los años, se le escapó una lágrima. Justo el momento en que sonaron las guitarras y las voces y abrimos las puertas para que entraran a la sala los cantantes felicitándonos el final de un año y el comienzo de otro.

Se les sirvieron copas y continuó un rato la música que fue a perderse luego por el pasillo de la cocina hasta la nave exterior detrás de la casa, en la que cocinaban y comían los peones. Al quedarnos vacíos de música, Soledad acudió, como solía, al gramófono. Sonaron boleros y corridos, tangos y pasodobles, y Soledad agarró a Damián para bailar con él, que se negaba y forcejeaba entre las risas de todos, para rendirse al fin ante la tenacidad de Soledad, que nos vencía siempre. Pensé en aquel momento, Damián y Soledad, por qué no. Pero era un pensamiento absurdo, ella tan joven y guapa, y él mayor y tan gris. La música corría por la sala, se arrastraba por los suelos o subía a los techos en su melodiosa resonancia. Soledad nos sacó a bailar, nos obligó a bailar a Merceditas y a mí y cogió de las manos a Octavio y a mi madre, les hizo levantarse, salir al centro de la improvisada pista. Octavio cedió sin resistencia pero mi madre, sonriente, se soltó la mano y dijo: «No. Yo nunca…», y se volvió a sentar mientras Octavio, en brazos de Soledad, giraba entre nosotros.

Nos fuimos retirando Merceditas y yo, y también Damián, que fue a sentarse al lado de mi madre. Todos mirábamos el baile embriagador de la pareja, que seguía al cambiar de discos, con idéntico ritmo y armonía. Miré a mi madre, busqué sus ojos para sonreírle admirada de la inesperada faceta de bailarín de Octavio. Pero mi madre hablaba con Damián y no prestaba atención a los giros y vueltas, al abrazo de Octavio y Soledad.

Por entonces andaba yo encandilada con las novelas de amor, las canciones de amor, las historias de amor. Desde aquel primer chico que en el baile de Rosalía había despertado en mí un fugaz espejismo, no había vuelto a pensar en novios. Ahora era distinto. Pronto cumpliría dieciséis años y no fue casual que conociera precisamente en casa de mi amiga Elvira a un muchacho, hijo de españoles, que enseguida se convirtió en mi compañía favorita.