Al sexto día Octavio regresó sin avisar. Apareció al mediodía con Merceditas a su lado, en el coche. Al verlos recordé la primera imagen de los dos en el descapotable rojo. La niña se abrazó a mí. Estaba radiante. Besó a mi madre, buscó a Remedios, subió corriendo a su cuarto. Algo había oído, algo había sabido porque miraba sin cesar a su padre y a mi madre y hablaba por los codos. Contaba cosas de sus días en Puebla, se reía con las historias de Rosalía y su noviazgo. Nos sentamos en la mesa y mi madre ordenó que pusieran dos cubiertos más. El almuerzo fue lento y fatigoso. Sólo Merceditas trataba de aligerar la pesadez del ambiente. Después de pasar al salón para tomar café, Octavio dijo a mi madre: «Tengo que hablar contigo.» Ella se levantó y se fueron los dos a encerrarse en sus habitaciones. Merceditas y yo permanecimos quietas, sentadas en el sofá, todavía humeaba el café de las tazas sin tocar de Octavio y de mi madre. Merceditas me miró de un modo diferente al de antes de marcharme a Ciudad de México, cuando aún jugaba a la hermana pequeña. Me miró con tristeza y dijo: «¿Tú crees que esto tiene arreglo?» Yo me encogí de hombros y musité: «Esperemos que sí.» Había crecido. Se había convertido en una muchacha esbelta y graciosa. La melena, más negra que nunca, le caía sobre los hombros. Los ojos le brillaban como a su padre. Las manos eran finas y largas. Se las llevó a la cabeza y jugó con los mechones de pelo. «Cuéntame cosas de Ciudad de México. ¿Tienes novio?» Me di cuenta de que tenía catorce años y que la cercanía de Rosalía había acelerado su proceso de crecimiento. Le conté de Manuel y de mi vida en la ciudad, de mis amigas y compañeras. De mis estudios y mis proyectos de futuro. Por primera vez desde mi llegada me sentí contenta. Había encontrado una confidente. Ya tenía a quién explicar mis dudas, mis problemas, mis preocupaciones. También por primera vez desde que mi madre me recogió en la residencia empecé a desear el regreso. Con Octavio en casa, yo podía volver a Ciudad de México. Con Octavio en casa, mi futuro no peligraba fuera cual fuese el rumbo que tomara la relación entre él y mi madre. Una oleada de optimismo me sacudió. «Yo creo que todo va a ir bien», le dije a Merceditas, «porque si no, ¿por qué ha vuelto tu padre y por qué están hablando los dos, encerrados, tanto tiempo?»
III. El regreso
«Así que mexicana», preguntó un chico bajito, de cara ratonil, que se mostraba especialmente ruidoso.
«Mexicana no, española», aclaró Luis. «Española trasplantada accidentalmente a México, pero española.»
«Ya… Oye, ¿y allí todo es como en las películas del Indio Fernández?»
Sonreí y le contesté: «Más o menos.»
Por la calle Mayor, a la izquierda bajando hacia Arenal, estaba nuestra taberna. La llamé «nuestra» desde ese primer día en que Luis me llevó a ella y me presentó a sus amigos, que me hicieron un sitio en el banco de madera pegado a la pared. Todos eran estudiantes, la mayoría de Derecho. Hablaban mucho. Se quitaban unos a otros la palabra y, mientras, me miraban con curiosidad. Luis se había sentado frente a mí y me sonreía como diciendo: «No te asustes que son inofensivos.» Me asombraba la energía de sus discusiones, su capacidad para elevar el tono de voz y agitar al mismo tiempo los brazos y dar en la mesa golpes que desencadenaban breves olas en el vino de los vasos.
Enseguida continuaron debatiendo la cuestión que les ocupaba a nuestra llegada: Qué periódico de la mañana era el mejor o el menos malo: ABC, Ya o Arriba.
«Depende», dijo uno. «Depende de lo que busques en él…»
«Buscar… Te puedes imaginar. Sólo busco lo que hay, porque lo que no hay me lo evito…», contestó misterioso el otro.
Sólo había una chica, Teresa, que estudiaba Arte Dramático. Intervenía en la discusión, que me pareció agotadora, pero nadie le hacía mucho caso.
Cuando salimos a la calle, Luis trató de darme explicaciones.
«Nos hemos acostumbrado a hablar de cosas aparentemente sin importancia, en público quiero decir, y les damos mil vueltas, pero debajo late la preocupación por una situación asfixiante… La charla se convierte en un arte de disimulo y en un análisis barroco de cualquier tema. En la discusión de hoy, por ejemplo, te asombrarías las deducciones que podemos sacar sobre lo que cada periódico dice u oculta entre líneas. Un filón de matices…»
Cuando llegué a Madrid me instalé en la pensión de la plaza de las Cortes que un amigo de Octavio había encontrado para mí -«Es una pensión estupenda, no de estudiantes sino de gente seria»-. Cuando él mismo arregló mis papeles académicos con una facilidad asombrosa que ya me había anunciado Octavio, empecé a pensar en la carta de Amelia. La había llevado conmigo en la cartera desde que la recibí unas semanas antes de abandonar la hacienda. Antes de despedirme de mi madre, silenciosa y seria, de llorar con Merceditas y Remedios abrazadas a mí, de seguir a Octavio al coche y emprender, los dos solos, el viaje a Veracruz. La carta había sido mi talismán, la garantía de que en Madrid habría alguien, un eslabón, un vínculo que me uniría a mi pasado. «Se llama Luis, es amigo de mi hermano. Se conocieron en Oviedo, pero luego él se fue a vivir con su familia a Madrid. Estudia, como Sebastián, tercero de Derecho. Es un chico estupendo. Ya lo verás…»
Me enviaba la dirección y el teléfono, y cuando me decidí a llamarle desde la escasa privacidad del pasillo de la pensión, se puso él, qué casualidad, pensé. Pero no, no era casualidad. «Es que», me explicó, «estoy solo en casa, todos han salido por ahí (era domingo) pero yo me quedo en casa para poner al día el trabajo que tengo que entregar…»
Habían transcurrido dos meses desde aquel primer día. Ahora Luis iba a mi lado y caminábamos los dos hacia nuestra taberna. Allí estaría ya algún amigo y si no pronto irían llegando todos, de uno en uno. Se sentarían y pedirían un vaso de vino a Pedro, el tabernero, que era de Valdepeñas y se mostraba paternal con ellos.
«Me debéis entre todos cien pesetas y no estoy yo dispuesto a fiaros más, ¿os enteráis?» Pero no se enteraban y él tampoco insistía y sólo se irritaba cuando alguno, excediéndose, le pedía prestado un duro, «que te lo voy a devolver, que ya sabes que te lo devuelvo».