«A mi tío el del bar», me contó en secreto Olvido, «le pusieron una multa por no alojar a un intérprete alemán. Bueno, le buscó una habitación en una fonda, pero a él no le gustó y le denunció. Lo de la multa lo pone el periódico, con su nombre y apellidos, y le llaman mal patriota. A él y a otros más, no creas…»
Los niños perseguían a los alemanes, les pedían las cajas vacías de sus cigarrillos rubios. «Alemán, caja finis.» Las cajas eran de latón dorado y plateado. En ellas se podían guardar muchas cosas: alfileres para jugar en la calle disparándolos con la uña para alcanzar los del amigo; botones sueltos, cromos de Nestlé, alguna moneda de cinco o diez céntimos…
«Escribe para recordar», dice mi madre cuando le hablo de estas cosas, «y para conjurar los fantasmas.» Escribo: cajas doradas, cajas plateadas, odiosas cajas alemanas, símbolo de un poderío ajeno y lejano.
Olvido me preguntó un día: «¿Tú has hecho la Primera Comunión?» Yo me puse colorada y mentí. «Sí.» «¿Cuándo?», insistió. «En el verano, en el pueblo de mi abuela…» «¡Ah!», murmuró. Me estaba enseñando unas fotos suyas, vestida con el traje blanco que ya habían usado sus hermanas, con un rosario de nácar y un libro de misa en la manos enguantadas. «Me hicieron muchos regalos», recordó con melancolía. «Fue hace cuatro años. Yo tenía siete. Como tú ahora…» Quizá por eso se le había ocurrido preguntarme, porque ésa era la edad que se suponía adecuada para cumplir con el rito. Y de pronto Olvido dijo: «¿Por qué no entramos a confesarnos para comulgar mañana?» Yo dije: «No sé si podré, no sé lo que piensa hacer mi madre…» Estaba aturdida, atrapada por mi propia mentira. Olvido insistió. «Y qué más da. Porque te confieses no quiere decir que sea obligatorio comulgar…» Incapaz de negarme, entré en el templo detrás de ella. Olía a incienso, a cera derretida, a flores un poco ajadas, flores que empezaban a descomponerse por sus tallos cortados. Después de santiguarse, Olvido meditó unos instantes y luego se dirigió hacia el confesionario, a la izquierda del altar mayor. Yo me quedé de rodillas en la penumbra, pensando en la manera de salir de todo aquello. Al cabo de unos pocos minutos apareció Olvido, con la cabeza baja, en estado de perfecta concentración. Se arrodilló a mi lado y dijo: «Ahora tú.»
Temblorosa, me dirigí al lugar de la prueba. Caí de rodillas sobre la madera, acerqué la cara a la celosía y oí el susurro del cura que me decía algo imposible de descifrar. Cuando dejó de murmurar yo recurrí a la fórmula que había oído a Olvido muchas veces. «Hace quince días que no me confieso», balbucí. Y a continuación enumeré como pude mis pecados.
Cuando quiero mirar dentro de mí, dentro de lo que queda de la niña que fui y pretendo analizar aquella cobardía que me llevó a mentir a Olvido, me encuentro con una verdad: yo hubiera querido pertenecer a aquel grupo de gente que permitía a sus hijos hacer la Primera Comunión. Yo también hubiera querido un traje y unos regalos y poder decir, de verdad, aquello de: «Hace un mes que no me confieso.» Y poder acusarme de las cosas mal hechas. Porque a la niña que yo era no le gustaba ser diferente. Tenían que pasar muchos años para que yo entendiera el valor de esa diferencia. Entonces sentía, como todos los niños, que mi puesto en el mundo dependía de una afinidad con los valores y tabúes de ese mundo. La singularidad como virtud no existía todavía para mí.
Estábamos en la plaza jugando al marro con otros niños. Olvido dijo: «Hay manifestación. ¿Por qué no vamos? Ha caído Málaga.» Por primera vez tuve un rechazo personal de ese tipo de acontecimientos a los que solía arrastrarme Olvido. «Yo no voy», dije. «¿Por qué?», preguntó ella. «Porque esos que gritan mataron a mi padre.» Era la primera vez que afrontaba el asunto abiertamente. «No serían los mismos», replicó Olvido, «lo mataron en ese pueblo minero, ¿no?» Me quedé un poco desconcertada, pero reaccioné enseguida. «Sí, son los mismos. Me ha dicho mi madre que son los mismos.» Olvido se quedó callada, buscando seguramente una réplica decisiva. Animada por su silencio, continué: «Además esos de la manifestación son los que sacan a la gente de noche de aquí al lado, de los sótanos de la iglesia, y los llevan para matarlos en las carreteras…» «No es verdad», dijo Olvido. «Sí es verdad. Yo los oigo por la noche; oigo los camiones cargados que pasan por nuestra calle y los gritos de las mujeres que van detrás llamando a sus maridos…» No era cierto que yo los hubiera oído pero sí los oían mi madre y la abuela y lo comentaban entre ellas con pesadumbre y temor. «A lo mejor un día vienen a buscar a mi madre y también la encierran en la iglesia. Los tienen en aquella cueva, apiñados unos encima de otros.» No fuimos a la manifestación y Olvido se quedó un poco apagada, vencida por primera vez.
Hay que entregar el oro. Para ayudar a los salvadores de la patria. Se necesita el oro. Todo el oro. Cualquier oro. La consigna se extendió por la ciudad en algún momento de la guerra. La gente buscó en sus joyeros de piel, en sus cajas de cartón, en las bolsitas de tela donde tenían envueltas en papel de seda la medalla, el rosario, la cruz. Muchos entregaron sus alianzas. Hay que entregar el oro para que la guerra pueda continuar. Unos por convencimiento y por un sentimiento exaltado de estar contribuyendo personalmente a la causa, otros por miedo, el oro fue saliendo de las casas.
Muchos años después, los matrimonios llevaban en sus dedos aros de plata y decían mostrándolos: «Es de cuando la guerra, cuando entregamos el oro y dijo Pedro o Juan o Alberto, "Te compraré una alianza de plata"…»
Mi madre no tenía oro y la abuela tampoco. Mi madre sólo tenía un anillo con una piedra azul, el anillo de su boda. El aro estaba un poco desgastado. Bajo el baño de oro salía a la superficie un metal apagado y sucio. A mí me gustaba probármelo. Tiraba de él por debajo para que pareciera de mi tamaño y levantaba la mano para contemplarlo. Mi madre me reñía. No porque lo cogiera y lo tocara, no por miedo a perderlo, sino porque no le gustaba mi admiración por ese tipo de cosas. Para mi madre la austeridad era una mística; una actitud ante la vida, una forma de conducta. Por eso se preocupaba un poco cada vez que veía en mí un rasgo de frivolidad. Un día oí a la abuela hablar a mi madre en la cocina. Le decía: «Juana no es como tú. Se le van los ojos tras de las cosas bonitas.» Era verdad. A mí me gustaban los vestidos, las pulseras, los lazos, el brillo de las baratijas en los bazares del «Todo a 95».
Mi madre no se preocupaba mucho de su aspecto. Era joven y guapa pero no se notaba a primera vista. Había que conocerla mucho, observarla mucho para descubrir su belleza. Cuando, rara vez, se reía, cuando se quedaba pensativa y melancólica dejando vagar su mirada hacia un punto impreciso, entonces sus facciones se dulcificaban, suavizadas por alguna evocación misteriosa.
Un día al llegar a casa, era un anochecer de primavera, me abrió la abuela demudada. «¿Qué ocurre?», pregunté. «¿Qué le ocurre a mamá?», insistí. La abuela me hizo una señal de silencio con el dedo en los labios y luego, bajito, me dijo: «No le ocurre nada. Es que tiene visita. Ven a mi cuarto…»
El cuarto de la abuela olía de un modo muy singular. Una mezcla de manzanas que traíamos del pueblo en septiembre y de romero y tomillo seco que ella guardaba en bolsitas de tela colocadas entre la ropa. La habitación de la abuela olía como ella, a campo seco, a monte, a verano, a las hogueras de San Juan… Por un momento respiré hondo aquella fragancia y enseguida retornó la inquietud. «Una visita ¿de quién?» No conseguí sacarle una palabra. Suspiró y me tendió una madeja de lana que me coloqué entre las muñecas. El tiempo iba pasando y no sucedía nada. Cambiamos de madeja y me puse a pensar que quedaba menos de un mes para mi cumpleaños y se me había ocurrido que me regalaran un collar de cristal amarillo que había visto en el bazar. Eran cuentas redondas del tamaño de un garbanzo y entre unas y otras tenía chispitas de cristal verde. Había pensado hablar de ello a la abuela para que convenciera a mi madre. Aunque ya sabía lo que me iba a decir: «Tu madre piensa regalarte cuentos o lapiceros de color…» De pronto se oyó el golpe de la puerta al cerrarse y la abuela se abalanzó al pasillo. Todavía encerrada en mi egoísmo, pensé: «Otro día que no voy a poder hablar del collar.» Entonces recordé la visita y la preocupación de la abuela. Salí del cuarto y vi la puerta de la cocina cerrada pero oí a mi madre que decía: «No se te ocurra hablar de esto con nadie», con una voz alterada, un poco chillona a pesar del tono bajo en que pretendía hablar.