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Guinea era una palabra que yo asociaba a una caja de madera olorosa en la que mi madre guardaba pulseras de pelo de elefante; una familia de elefantitos de marfil y una fotografía en la que ella aparecía vestida de blanco y rodeada de niños negros bajo un tejadillo de ramas entretejidas.

Recordaba muy bien la bandera de la República. La recordaba sobre todo porque mi madre conservaba el programa de unos actos en Los Valles en los que había tomado parte mi padre. El programa era un papel grueso doblado por la mitad como las pastas de un libro. Por fuera estaba la bandera y decía algo del Partido Socialista y por dentro estaban los nombres de los que iban a hablar en el acto. Uno de ellos era mi padre, el camarada Ezequiel García. Mi madre tenía muy guardado este programa. Estaba metido dentro del forro de un libro de ciencias colocado con los otros en su estantería. Parecía un libro más, forrado con un papel pardo, papel de estraza del que se usaba para envolver, pero yo sabia que aquel libro no se tocaba. Su única misión era conservar en lugar seguro pero a la vista, para no levantar sospechas, aquel tesoro familiar que encerraba dos peligros: la bandera y el nombre de mi padre unido al símbolo tricolor. Yo recordaba esa bandera y sabía que no tenía que hablar de ella, porque había sido condenada a desaparecer en la zona del país en que nos tocaba vivir. Los militares sublevados habían recuperado la bandera anterior, «la bandera de la monarquía», me explicó la abuela, «la bandera roja y gualda». Había momentos en que la nueva bandera se veía por todas partes. Cuando caía una ciudad o se rompía un frente importante, los balcones y ventanas se cubrían con colgaduras amarillas y rojas. Era una forma de preparar las calles para la manifestación de alegría por el triunfo.

Desde el primer día observé que en la casa en que vivíamos, sólo dos pisos, el tercero izquierda y el nuestro, que era el primero derecha, no tenían colgaduras. «Si no tenéis colgaduras dice mi madre que podríais colgar un mantón de Manila, algunos lo hacen», me dijo Olvido cuando observó nuestras ventanas vacías.

Pero yo no me atreví a hablar de ello a mi madre. En cuanto al mantón de Manila, ni siquiera me molesté en hablar de él porque, aun sin saber muy bien qué clase de mantón era, estaba segura de que no lo teníamos. Pasaron meses y nadie volvió a hablar del asunto hasta que un día mi madre se encontró en la escalera con una vecina que vivía frente a Olvido, en el segundo piso. Era una mujer enjuta siempre vestida de negro «que se tragaba los santos», según la abuela, y a la que sólo conocíamos de encuentros casuales. Abordó a mi madre y le dijo: «Tiene que poner colgaduras cuando las pongamos los demás. Si no las tiene yo se las busco…» La sorpresa dejó a mi madre muda. «No es cosa mía», continuó la vecina, «pero hágame caso. Le va a traer un disgusto si no lo hace.» Al poco tiempo hubo una nueva ocasión de engalanar los balcones y al mirar hacia arriba vi que los vecinos del tercero izquierda habían decidido cumplir la consigna. La abuela trató de convencer a mi madre, pero no lo consiguió. «De ninguna manera», dijo, «de ninguna manera.» Nadie volvió a molestarnos, pero yo sentía un regusto de miedo y amenaza cada vez que la radio anunciaba una heroica victoria sobre el enemigo y en nuestra calle y en nuestra casa todas las ventanas, menos la nuestra, se cubrían de rojo y amarillo o, como decía la abuela, «rojo y gualda, ésa ha sido la bandera de toda la vida»

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A cada nuevo lugar conquistado venía más gente a vivir a nuestra ciudad. Parientes o amigos dispuestos a reponerse que contaban desastres del otro lado. «Son todos unos traidores», decía mi madre, «si hubieran apoyado a la República nunca hubiéramos llegado a esta situación.» Pero ella se hundía a cada nuevo avance rebelde. Las manifestaciones de júbilo se multiplicaban. Ha caído… Ha caído… Ha caído… La calle era un jolgorio permanente. Aumentaban los gritos, las banderas, los uniformes. Los vencidos callaban. «Mis padres están tristes», me decía Amelia, y yo en el mismo tono le contestaba: «Mi madre también.» Y ante la proximidad de alguna compañera que pertenecía al otro bando, cambiábamos de conversación. Pero pronto olvidábamos la guerra. Nuestras vidas estaban llenas de pequeños acontecimientos compartidos, de aventuras que casi siempre ocurrían en el territorio de Amelia, en su prado o en el soto del río. La costumbre de ir a su casa los jueves y domingos por la tarde se extendió con el buen tiempo a muchos otros días de la semana al terminar las clases…

Un día me encontré con Olvido en la escalera y se paró a hablar conmigo. «No se te ve el pelo, ¿qué haces?» Ella había cambiado, era ya una chica mayor. Yo no sabía qué decirle y por ser amable le pregunté: «¿Qué tal el viudo?» «Ah, no sé… pero a mí qué me importa el viudo, mujer. Yo tengo otros que me interesan más.» Hablaba como sus hermanas, con un deje despectivo para impresionar. Me metí en casa preguntándome cómo había podido ser amiga de una niña tan poco simpática, tan poco lista, tan poco graciosa…

Las nevadas del invierno eran mi gran enemigo. Yo odiaba el invierno porque significaba enclaustramiento y oscuridad. Aquellos de la guerra fueron años de mucha nieve. «Con este frío, qué harán los pobres del frente…», se comentaba. Pero nadie aclaraba qué lado del frente, reservando esa definición más precisa para la intimidad de cada uno.

En el encierro obligado leía mucho. Mi madre conservaba la colección completa de los cuentos de Calleja que el abuelo le había regalado cuando era pequeña. Era una edición de portadas barrocas y minuciosas ilustraciones. También leía otros libros que mi madre me compraba. Cuentos de Antoniorrobles, de Celia, de Andersen y de Grimm.

Hacía frío y escaseaba el dinero. Las clases nos proporcionaban lo justo para cubrir las necesidades fundamentales. Luego estaba la pensión del abuelo, que no era mucho pero que la abuela aportaba integra a la economía familiar. Comíamos bien. La abuela cocinaba platos sencillos y sabrosos. Cada vez que íbamos al pueblo veníamos cargadas de patatas, alubias, harinas. Regalos de amigos que nos ayudaban a evitar algunos gastos. Los de vestir no existían. Del baúl de la abuela salían trajes antiguos y sábanas de hilo grueso que se transformaban en vestidos. Con sacos de azúcar de Cuba también se hacían trajes. Lo primero era borrar las letras, desteñirlas con lejía que blanqueaba el color sucio de los sacos.

En mis recuerdos los tres años de la guerra se confunden. Tengo muy claro el principio, el viaje larguísimo desde la casa de la abuela a Los Valles, los cambios del tren al autobús traqueteante y mi madre tapándome los ojos para que no mirara a la carretera. Años más tarde supe que había muertos en las cunetas, fusilados la noche anterior y abandonados hasta ser localizados por sus familiares.

Recuerdo la llegada a Los Valles, el encuentro con Eloísa y su llanto, y la palidez de mi madre, que se mantenía serena, sin hablar, sin contestar apenas a las palabras de la amiga. Luego la visita a nuestra casa para organizar el traslado de los muebles. Y la tarde que pasé con Marcelina, nuestra vecina que suspiraba y lloraba y me daba dulces hechos por ella, frutas, vasos de leche, mientras murmuraba sin cesar: «Maldita mina, maldita guerra, tanto hijo sin padre, tanta ruina…» Al anochecer apareció mi madre. Dio las gracias a Marcelina y yo le pregunté dónde había estado tanto tiempo. «En el cementerio», contestó, «y arreglando papeles de tu padre.» Aquella noche dormimos en casa de Eloísa. Mi madre no quería pero Eloísa se empeñó. Me acostaron temprano y ellas se quedaron tomando café. Me llegaba el tintineo de las cucharillas en las tazas y sus voces que reconocía, pero no entendía lo que decían. Hablaban en un tono bajo y monótono que acabó por dormirme. Al día siguiente regresamos al pueblo de la abuela. El taxi, el coche de línea, el tren. Un viaje largo, y por todas partes gente que se movía de un lado a otro entre la confusión y el silencio, el aturdimiento y el miedo.