Recuerdo muy bien el principio de la guerra y también el día que terminó, pero los sucesos intermedios se distorsionan, se difuminan. No recuerdo en qué momento cesaron de volar por nuestro cielo los aviones republicanos. Dudo si fue al principio o al final de la guerra cuando en los cines, al terminar la película, se saludaba con el saludo fascista mientras sonaba el himno nacional. Sí recuerdo que procurábamos escabullirnos para no tener que estar allí, con la mano extendida tímidamente, oscilando entre el temor y la vergüenza. Olvido y yo, Amelia y yo, la abuela y yo. O quizás eso empezó justo al terminar la guerra, cuando los años de triunfo exacerbaron las imposiciones de los vencedores. La guerra fue un paréntesis largo entre un antes que yo no recordaba y un después ceniciento y tristísimo.
Sin embargo conservo nítidos los recuerdos personales, los que tienen que ver con mis afectos y alegrías, los que me traen a la memoria disgustos o miedos concretos.
Aquella tarde de marzo llovió mucho. La chimenea estaba encendida y sobre la mesa había un ramo de lilas. «Las lilas huelen a primavera», dijo Amelia. «Y las violetas», dijo su madre. Y añadió: «Luego voy a darte un ramillete de violetas para tu madre, Juana. Las he cogido esta mañana, antes de que empezara a llover.» En esto se abrió la puerta del vestíbulo y entró el padre de Amelia charlando con un hombre que, aparentemente, acababa de llegar. La madre se dirigió hacia ellos.
El hombre se volvió y un sobresalto me estremeció.
El amigo del padre de Amelia era alto, esbelto, tenía el pelo negro, un bigote también negro y vestía un traje oscuro. Le faltaba el coche rojo y la niña y el sombrero, pero era el viudo de Olvido, estaba segura. Le faltaban también las gafas negras que siempre llevaba en el descapotable, por eso pude comprobar que sus ojos eran oscuros, brillantes como la sonrisa que nos dedicó. «Es un amigo nuestro», dijo el padre de Amelia. «Ésta es Juana, la amiga de Amelia», continuó a modo de presentación. El viudo nos hizo una pequeña reverencia y por primera vez le oí hablar. Tenía un acento suave, acariciante y empleaba fórmulas que no eran habituales entre la gente que yo conocía. Recordé la observación de Olvido: «Parece de América.» «Son ustedes muy lindas las dos», nos dijo. Y añadió: «Debía haber traído a mi muchachita para que jugara con ustedes.» Luego siguió hablando con el padre de Amelia y con la madre que había saludado al visitante con cordialidad. Amelia me miraba un poco intrigada por el asombro que debía de reflejar mi cara. «Vamos a merendar», me dijo. «¿Qué te pasa?» Con la merienda en un plato subimos a la buhardilla y allí le dije todo lo que sabía de aquel hombre. El atractivo que ejercía sobre las hermanas de Olvido y sus amigas y cómo al verle siempre solo con su niña y su automóvil habían supuesto que era viudo. Amelia me contó algunas cosas de él. Era viudo, sí. Y mexicano. Se había casado con la hija de unos indianos que habían regresado a España para instalarse en el pueblo donde habían nacido. Al morir su mujer, el mexicano, desesperado, decidió hacer un largo viaje a Europa y terminó en España para que la niña conociese a sus abuelos. «Les pilló aquí la guerra y decidieron esperar, porque dice él que se encuentra muy bien aquí y que a lo mejor los abuelos necesitan su ayuda, y al mismo tiempo le aterra tanto la idea de volver a su casa que prefiere esperar a ver qué pasa. No sé cuándo volverán a México. Lo que sé es que tiene allí mucho dinero…»
Amelia no parecía dar mucha importancia al personaje ni a su historia. «Es amigo de unos parientes de mi padre. Por eso le conocemos», terminó. Luego hablamos de otras cosas pero yo seguía pensando en el hombre que estaba abajo en el salón, y en la sorpresa que se iba a llevar Olvido cuando me la encontrara y le contase que había conocido al viudo y que sabía su historia y que me había hecho amiga de él en casa de Amelia y que un día iba a llevar a su niña para que jugara con nosotras y que…
«Es casi de noche», dijo Amelia. El tiempo había pasado sin sentir. Me lancé escaleras abajo pensando en el camino de vuelta y en mi madre, que me esperaría preocupada. Al despedirme, la madre de Amelia me dio las violetas y me dijo: «Dile a tu madre que venga contigo el domingo próximo o cualquier otro. Tenemos muchas ganas de conocerla.» El viudo nos dijo adiós con la mano. En la otra sostenía una copa de vino y sonreía. En la carretera, fuera de la verja, estaba estacionado el coche rojo. Tenía la capota puesta porque los días eran frescos todavía. Al llegar a casa le di las violetas a mi madre y le transmití la invitación que me habían hecho. Reaccionó como solía, con indiferencia y frialdad. «No me apetece ir a ninguna parte», dijo. Pero luego se ablandó: «Me alegro mucho de que tengas tan buenos amigos.» Y sonrió.
La enfermedad de la abuela se presentó de golpe, a primeros de un octubre seco y claro. Al amanecer oímos un golpe fuerte en su cuarto. Saltamos de la cama y salimos corriendo para encontrarla en el suelo inconsciente y blanquísima. Mi madre empezó a darle golpes en la cara y a tratar de incorporarla. Yo me había quedado en la puerta sin atreverme a entrar. Se me ocurrió decir: «Aviso a Olvido.» Y mi madre asintió. «Llama a su madre y dile que baje.» Cuando llegó el médico de la familia de Olvido, la abuela ya estaba sentada en su cama, incorporada con ayuda de unos almohadones porque decía que no podía respirar. El médico tranquilizó a mi madre y recetó un montón de cosas. La presencia del médico animó a la abuela. «Ya sé que son los años», dijo tristemente. Pero no eran sólo los años. En sucesivas pruebas resultó que la abuela tenía una lesión de corazón y había que cuidarla seriamente.
La enfermedad de la abuela cambió nuestra forma de vida y transformó la actitud de mi madre hacia mí. Muchos días no me miraba los deberes ni me preguntaba qué tal en la escuela ni se interesaba como antes por Amelia y su familia.
El otoño de pronto se volvió gris y empezó a llover. Recuerdo aquellos días mirando caer la lluvia tras los cristales de la cocina. La lluvia me entristecía. A ratos me acercaba al cuarto de la abuela. Entraba sigilosamente y la miraba. Unas veces estaba con los ojos abiertos y me sonreía y me hablaba. Otras parecía dormida y una angustia dolorosa me desgarraba. «Se va a morir», pensaba, y me acercaba a ella un poco más hasta comprobar que respiraba.
Estaban muy cerca las Navidades, que iban a ser tristes para nosotras con la abuela enferma y la incertidumbre diaria de su temido empeoramiento. «No sé si este año tendremos Nochebuena», le dije a Amelia el día que nos dieron las vacaciones. Me pareció que ella se entristecía pero no pude evitar continuar. «De todos modos las Navidades siempre son tristes.» La víspera de Nochebuena, Amelia vino a verme y me trajo un paquete de parte de su madre. Era un jersey que había tejido para mi, parecido a uno que llevaba Amelia que me gustaba mucho. «En casa nos ponemos los regalos en Navidad, como en Francia», me dijo. «Como mi padre ha vivido tanto tiempo en Francia… Tenemos un árbol iluminado. Tienes que venir a verlo.» Olvido bajó a visitarnos el día de Nochebuena y le conté lo del árbol. «En España no es costumbre», me dijo. «Además mi padre ha leído en el periódico que lo nuestro es el Nacimiento y que lo del árbol es de malos españoles…»
Sentí miedo y me arrepentí de habérselo dicho. Había temas peligrosos que no debían tratarse y que, decía mi madre, podían acabar en un disgusto. No obstante traté de tranquilizarme y olvidé pronto el incidente.
Mi madre hizo la misma cena de Nochebuena que tomábamos siempre. Asó el pollo, cocinó la sopa de almendras y cenamos las dos en la cocina después de obligar a la abuela a comer un poco de todo. Fue una noche triste y no teníamos ganas de probar el turrón. Nos fuimos a la cama enseguida, sin atrevernos siquiera a hablar de la salud de la abuela.