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Aunque ya no creía en los Reyes ni en su largo viaje desde Oriente, esa noche, como la Nochebuena, parecía imposible de clausurar. Mi madre dijo: «No olvides colocar los zapatos a la puerta de tu habitación.» Así lo hice porque me gustaban los ritos. Me daban seguridad y confianza en que todo iba bien a mi alrededor. Aquella noche tardé en dormirme. Y recordé otra noche de Reyes, la del último año en Los Valles. Tampoco entonces podía dormir y oí unos golpes fuertes que resonaron en toda la casa. Mi padre bajó las escaleras y gritó: «Juana, Juana.» Mi madre me bajó envuelta en un chal y allí, en el rellano, había una muñeca, la más grande que yo había visto en mi vida. La cara era de china y llevaba un traje de seda blanco con un lazo azul. Mi padre sonreía. Es el último recuerdo claro que conservo de él. La muñeca se cayó un día, tiempo después, y la cara se rompió en mil pedazos. «Ahora soy mayor», pensé desde la gravedad de mis ocho años. Dormí de un tirón y cuando desperté oí golpes en la puerta y mi madre dio un salto, se echó encima el abrigo y dijo: «No te muevas», mientras entornaba la puerta. Hablaba con alguien y enseguida oí sus pasos que se acercaban. Se abrió la puerta de nuestro cuarto y en el vano apareció una rueda y un manillar y luego otra rueda y después mi madre, que empujaba suavemente desde el sillín una bicicleta. Me quedé paralizada por la sorpresa y la emoción que acompañan a los deseos cumplidos. No me decidí a levantarme, a acercarme a la bici, a tocarla. Sin saber muy bien por qué, se me ocurrió decir: «Fue como aquella vez con la muñeca. Los golpes en la puerta y luego…»

Vi a mi madre cambiar de expresión. Pero sólo fue un instante: «Esta vez el Rey Mago soy yo», dijo, y volvió a sonreír. Yo acaricié el manillar cromado, luego me refugié en los brazos de mi madre y me eché a llorar silenciosamente.

A medida que pasaba el tiempo, notaba que la actitud de Olvido y su familia respecto a la guerra parecía ir cambiando. Sorprendí en varias ocasiones frases amargas referidas a los republicanos. «Debían dejarlo de una vez… No se dan cuenta de que no hay nada que hacer… Se ahorrarían muchas vidas si se rindieran…» El día que la radio anunció la toma de Barcelona oímos gritos arriba que eran de alegría por la nueva victoria. Me sorprendió el cambio de esta familia, porque antes muchas veces me había contado Olvido historias terribles de gente conocida. «Por no ir a misa le fusilaron… Por votar a las izquierdas le metieron en la cárcel… Dice mi padre que no hay derecho.» Cuando le hablé de estas cosas, mi madre comentó: «La sumisión es consecuencia de la ignorancia.»

La bicicleta había cambiado mi vida. La nieve, la lluvia y el hielo fueron los únicos obstáculos que mi madre me puso para usarla cuando quisiera. Iba y venía por las calles cercanas; daba vueltas a la plaza; enfilaba hasta la carretera del monte. Las visitas a Amelia se convirtieron en una breve carrera que podía emprender en cualquier momento, con el pretexto más insignificante. Cuando Olvido vio la bici me dijo: «No es nueva, te lo digo yo. Te la han pintado y ha quedado muy bien, pero nueva no es. Ahora es muy difícil conseguir bicis nuevas…»

A mí me daba igual que no fuera nueva, porque era una bici fuerte y grande que me serviría hasta que fuera mayor. Cuando los días fueron más largos, los paseos a la salida de la escuela se prolongaron. Al principio Amelia me acompañaba siempre con su bici, pero luego iba yo sola hasta el seminario y volvía y subía por las calles estrechas que tan bien conocía. Desde la altura de mi bici alcancé una nueva forma de ver. Las imágenes pasaban a mi lado a un ritmo más rápido: tiendas, portales, jardines, gente que yo evitaba o que me evitaban. Por la carretera iba más deprisa y el viento me daba en la cara. «Esta niña está cogiendo color de tanto ir en bici», dijo la abuela. Mi madre me miró como si no se hubiese dado cuenta, porque efectivamente me miraba sin verme en los últimos tiempos.

«Después será peor», dijo un día el padre de Amelia. «Cuando esto acabe será mucho peor. Porque ahora les queda una última duda, una última precaución: nada está ganado mientras no está todo ganado. Pero vencerán y entonces sacarán las uñas y las irán clavando con delectación en los derrotados. Será poco a poco y le darán forma legal. Después de la guerra vendrá la persecución a los vencidos…»

Las palabras del padre de Amelia me recordaron las persecuciones de los cristianos de las que hablaba un libro que nos estaban leyendo en la escuela. Nos lo leían durante las clases de la tarde, mientras aprendíamos a coser en un trapo arrugado.

Por otra parte, empezaba a entender el significado de la palabra vencidos. Nosotros éramos los vencidos, los perdedores, los que sufrían persecuciones. El padre de Amelia también era un vencido pero él tenía amigos, parientes, dinero, un puesto claro e inofensivo entre los tarros de su farmacia. Mi madre y yo y muchos otros éramos los verdaderos perdedores aunque nunca habíamos tenido mucho que perder. Dejaba fuera a la abuela porque la veía desfallecida y lejana de toda amenaza que no fuera su propia enfermedad.

Desde que la abuela estaba enferma yo iba menos a casa de mi amiga. Mi madre no decía nada pero yo sabia que prefería tenerme cerca, así que los domingos subía un rato a casa de Olvido a ver si tenía algo divertido que contarme. Eso sucedía a primeras horas de la tarde, porque luego ella salía con sus amigas a dar una vuelta o al cine de las siete. Un día me contó que su hermana mayor tenía un ahijado de guerra. Pero era un ahijado especial, ya eran medio novios y hablaban de casarse cuando acabara la guerra, porque él iba a trabajar con su padre en el almacén de trigo que éste tenía. «Yo también voy a ser madrina de guerra», me dijo Olvido para darse importancia. «¿Pero de quién?», le pregunté yo. Y ella muy ufana me contestó: «Del dependiente que teníamos en la tienda, que es tan soldado como otro cualquiera…»

La abuela se alejaba de nosotras. Mi madre dijo un día: «Ya no podemos contar con ella.» Y era verdad. La enfermedad nos había arrebatado a la abuela, que ya no era más que una sombra inquietante. Nuestra vida cotidiana había cambiado su orden al faltar la responsable de las pequeñas rutinas. Nos acostumbramos a estar solas, a ayudarnos la una a la otra, a repartirnos las tareas entre las cuales la más importante era el cuidado de la abuela.

Lo que sucedía a nuestro alrededor nos llegaba amortiguado.

Apenas teníamos tiempo para otra cosa que no fuera el trabajo. Así que cuando un día entró la madre de Olvido y dijo: «Ha caído Madrid, esto se ha acabado», la miramos con extrañeza. Era el 28 de marzo de 1939. Cinco días después murió la abuela. La madre de Olvido me hizo subir a su casa y ella se quedó acompañando a mi madre. Yo pensaba en la abuela y quería recordarla como era antes de su enfermedad, tan cariñosa, fuerte y enérgica. Quería recordar los platos que cocinaba y los cuentos que me contaba. Y los refranes que utilizaba y que me explicaba con todo detalle. Pero sólo me vino a la memoria una frase que repetía con frecuencia y que nunca me quiso explicar: «Tanto penar para morirse luego…» «Es un verso», decía, «y no tiene explicación.»

El verano se acercaba y la ciudad se recuperaba de la excitación de la victoria. «Cautivo y desarmado el ejército rojo…» La derrota del ejército había traído consigo la derrota de miles de civiles entristecidos y silenciosos. La derrota había instaurado un nuevo temor para los que hasta el último momento esperaron el milagro.

Mi madre cambió sus lutos anteriores que ya había empezado a aliviar con detalles blancos, por un negro absoluto en memoria de la abuela. Yo la veía más delgada dentro del vestido de percal, como una sombra oscura, pálida y ausente.

El verano se acercaba y mi madre no hablaba de lo que íbamos a hacer. Yo no me atrevía a preguntarle si volveríamos al pueblo de la abuela o si ése era un lugar abandonado para siempre. En cualquier caso veía rara a mi madre. Salía a veces sola y cuando volvía yo le preguntaba: «¿Qué has hecho?», y me contestaba con evasivas: «Papeleos, documentos, cosas que arreglar…»