Seguin asintió con reticencia.
– Hice casi todo esto cuando estuvimos en huelga hace un par de años.
– ¿A qué se dedica?
– Hago escenografías para el cine. Oiga, ¿qué es eso de mi auto? No pueden entrar aquí por la fuerza. Tengo mis derechos.
– Mejor siéntese, señor Seguin, y le explicaré. Creemos que es posible que su auto se haya usado para cometer un delito grave.
Seguin se dejó caer en un sillón acomodado en el mejor ángulo para mirar televisión. Advertí que McCaleb se movía por los bordes de la habitación, escudriñando los libros de los anaqueles y los diversos adornos y chucherías exhibidos sobre la repisa de la chimenea y otras superficies. Sheehan se sentó en el sofá que estaba a la izquierda de Seguin. Él lo miró con frialdad, sin decir una palabra.
– ¿Qué delito?
– Un asesinato.
Dejé que mi respuesta hiciera su efecto. Pero me pareció que Seguin ya se había recobrado de su impresión inicial y se estaba acorazando. Era una reacción que ya había visto antes. Parecía no admitir nada.
– ¿Alguien más conduce su auto aparte de usted, señor Seguin?
– A veces. Si se lo presto a alguien.
– ¿Se lo prestó a alguien hace unas tres semanas, el 15 de agosto?
– No lo sé. Tendría que fijarme. Creo que no quiero contestar más preguntas y creo que quiero que ustedes se vayan ya mismo.
McCaleb se deslizó en el sillón que estaba a la derecha de Seguin. Yo permanecí de pie. Miré a McCaleb y él asintió levemente y sólo una vez. Pero entendí lo que me estaba diciendo: este es el hombre.
Miré a mi compañero. Sheehan no había visto el gesto de McCaleb porque en ningún momento le había sacado los ojos de encima a Seguin. Volví a mirar a McCaleb. Él me devolvió la mirada, con la expresión más intensa que hubiera visto.
Con un gesto le indiqué a Seguin que se pusiera de pie.
– Señor Seguin, póngase de pie. Lo estoy arrestando como sospechoso de asesinato.
Seguin se incorporó lentamente y luego hizo un repentino movimiento en dirección a la puerta. Pero Sheehan lo estaba esperando y se le fue encima y puso su cara contra la alfombra antes de que el hombre hubiera dado tres pasos. Entonces lo ayudé a poner de pie a Seguin y lo llevamos hasta el auto, dejando a McCaleb adentro.
Frankie se quedó con el sospechoso. En cuanto pude, volví a entrar. Encontré a McCaleb todavía sentado en su sillón.
– ¿Qué pasa?
McCaleb extendió una mano hasta el anaquel más próximo de la biblioteca.
– Este es su sillón de lectura -dijo.
Sacó un libro del anaquel.
– Y este es su libro favorito.
El libro estaba muy manoseado, con el lomo quebrado y las páginas marcadas por las repetidas lecturas. Mientras McCaleb lo hojeaba alcancé a ver palabras y oraciones enteras subrayadas a mano. Me acerqué y cerré el libro para poder ver la tapa. Se llamaba El coleccionista.
– ¿Lo leyó? -preguntó McCaleb.
– No. ¿Qué es?
– Es sobre un tipo que rapta mujeres. Las colecciona. Las tiene en su casa, en el sótano.
Asentí.
– Terry, necesitamos irnos de aquí y conseguir una orden de allanamiento. Quiero hacer esto bien.
– También yo.
Seguin estaba sentado en la cama de su celda mirando un tablero de ajedrez apoyado sobre el inodoro. No alzó la vista cuando me acerqué a la reja, aunque vi que mi sombra había caído sobre el tablero.
– ¿Con quién está jugando?
– Con alguien que murió hace sesenta y cinco años. Registraron su mejor momento -esta partida- en un libro. Y sigue viviendo. Es eterno.
Alzó la vista para mirarme, sus ojos exactamente iguales que antes -fríos y verdes ojos de asesino- en un cuerpo que se había vuelto pálido y débil por los doce años pasados en cuartos pequeños y sin ventanas.
– Detective Bosch. No lo esperaba hasta la semana que viene.
Meneé la cabeza.
– No vendré la semana que viene.
– ¿No quiere ver el espectáculo? ¿No quiere ver la gloria de los justos?
– No es para mí. Antes, cuando usaban el gas, tal vez hubiera valido la pena verlo. ¿Pero ver cómo le ponen la inyección a un cabrón echado sobre una camilla de masaje, y cómo se va después a la Tierra del Nunca Jamás? No, voy a ver a los Dodgers que juegan contra los Giants ese día. Ya compré mi entrada.
Seguin se puso de pie y se acercó a las rejas. Recordé las horas que habíamos pasado en la sala de interrogatorios, así de próximos. Su cuerpo se había deteriorado, pero no sus ojos. No habían cambiado. Esos ojos eran la rúbrica de todo el mal que había conocido en mi vida.
– ¿Entonces qué lo ha traído a verme hoy, detective?
Me sonrió mostrándome los dientes, que se habían vuelto amarillos, sus encías tan grises como los muros. En ese momento supe que mi viaje había sido un error. Supe que no me daría lo que deseaba, que no me dejaría en paz.
Dos horas después de que pusimos a Seguin en el auto llegaron dos detectives del juzgado con una orden de registro firmada para revisar la casa y el auto. Como estábamos en la ciudad de Burbank, cumpliendo con la rutina yo había notificado de nuestra presencia a las autoridades locales y un equipo de detectives de Burbank y dos patrulleros llegaron a la escena. Mientras los patrulleros mantenían vigilado a Seguin, el resto de nosotros empezamos el registro de la casa.
Nos separamos. La vivienda no tenía sótano. McCaleb y yo nos ocupamos del dormitorio principal y Terry advirtió de inmediato que le habían agregado ruedas a las patas de la cama. Se arrodilló, empujó la cama a un costado y ahí estaba: una puerta trampa en el piso de madera. Tenía un candado.
Mientras McCaleb buscaba la llave en el resto de la casa yo extraje mis pinzas del bolsillo y empecé a trabajar sobre el candado. Estaba solo en la habitación. Mientras manipulaba el candado lo golpeé contra el cierre metálico y me pareció oír un ruido que venía desde debajo de la puerta. Era distante y ahogado pero para mí fue un sonido de terror producido por la voz de alguien. Se me revolvieron las entrañas con mi propio terror y esperanza.
Apliqué toda mi habilidad al candado y en otros treinta segundos logré abrirlo.
– ¡Lo tengo! ¡McCaleb, lo tengo!
McCaleb regresó corriendo a la habitación y entre los dos levantamos la puerta, revelando debajo una placa de contrachapado con pestillos en las cuatro esquinas. La levantamos también y allí, debajo del piso, había una muchacha joven. Tenía los ojos vendados, estaba amordazada y con las manos atadas a la espalda. Estaba desnuda debajo de una sucia frazada rosada.
Pero estaba viva. Se revolcó y se hundió en el revestimiento a prueba de sonido que recubría la caja parecida a un ataúd. Entonces me di cuenta de que ella creía que, por el hecho de que la puerta se abriera, significaba que él volvía. Seguin.
– Está bien -dijo McCaleb-. Estamos aquí para ayudarte.
McCaleb extendió una mano y la tocó suavemente en el hombro. Ella se sobresaltó como un animal pero luego se calmó. Entonces McCaleb se tendió en el suelo y extendió una mano hacia la caja para quitarle la venda de los ojos y la mordaza.
– Harry, pida una ambulancia.
Me incorporé y me alejé unos pasos de la escena. Sentí una garra en el pecho, una idea clara que crecía en mí. Durante años había hablado por los muertos muchas veces. Los había vengado. Me sentía a gusto con los muertos. Pero nunca antes había contribuido tan claramente como ahora a arrancar a alguien de las manos de la muerte. Y en ese momento supe que eso era exactamente lo que acabábamos de hacer. Y supe que en todo lo que me ocurriera después, donde fuera que mi vida me llevara, siempre persistiría en mí ese momento, que sería una luz que me indicaría la salida del más oscuro de los túneles.
– Harry, ¿qué está haciendo? Llame una ambulancia.
Lo miré.