– Sí, ya mismo.
La celda del carpintero era toda de cemento y acero. Había pasado una década desde la última vez que él posó sus dedos sobre las vetas de la madera. Me acerqué más a las rejas y lo miré.
– Se le está acabando el tiempo. Ya agotó sus apelaciones, le tocó un gobernador que necesita demostrar que es duro con el crimen. Así es la cosa, Víctor. En una semanita, la inyección.
Esperé su reacción, pero nada. Tan sólo me miró y esperó lo que sabía que yo diría a continuación.
– Llegó el momento de la verdad. Dígame quién era ella. Dígame de dónde la sacó.
Él se acercó a las rejas, lo suficiente como para que yo oliera la putrefacción en su aliento. No retrocedí.
– Todos estos años, Bosch. Todos estos años y usted todavía necesita saber. ¿Por qué?
– Lo necesito, simplemente.
– Usted y McCaleb.
– ¿Qué pasa con él?
– Oh, también él vino a verme.
Yo sabía que McCaleb ya estaba fuera de la fuerza. El trabajo le había arruinado el corazón. Le habían hecho un trasplante y se había mudado a Catalina. Tenía un barco para excursiones de pesca.
– ¿Cuándo vino?
– A ver, déjeme pensar. Aquí el tiempo no existe, es difícil calcular. Hace unos meses. Pasó para charlar un poco con su corazón nuevo, el pobre Terry. Dijo que andaba por el vecindario. No le gustó mi reseña del film. ¿A usted qué le pareció?
Hablaba del film en el que Clint Eastwood encarnó a McCaleb.
– No lo vi. ¿Para qué vino?
– Quería saber lo mismo. Quién era la chica, de dónde venía. Me dijo que usted le había puesto un nombre, en el momento del juicio. Cielo Azul. Es muy bonito, detective Bosch. Cielo Azul. ¿Por qué lo eligió?
– ¿Eso le dijo?
– Sí, de pie allí donde está usted. Eso es poco profesional, ¿no es cierto, detective Bosch? Acercarse tanto. Podría ser peligroso permitir que una mujer se acerque tanto. Viva o muerta.
Deseé irme, alejarme de él.
– Oiga, Seguin, ¿va a decírmelo o no? ¿O piensa llevárselo con usted?
Él sonrió y retrocedió alejándose de las rejas. Se acercó al tablero de ajedrez y lo observó como si estuviera pensando una jugada.
– Sabe, antes me permitían tener un gato aquí. Extraño a ese gato.
Levantó una de las piezas de ajedrez de plástico, pero después vaciló y volvió a apoyarla en el mismo lugar. Giró y me miró.
– ¿Sabe qué creo? Creo que ustedes dos no soportan la idea de que esa chica no tenga nombre, que no haya venido de un hogar con una mamá y un papá y un hermanito menor. La idea de que a nadie le importe y que nadie la eche de menos los deja vacíos, ¿no es cierto?
– Yo sólo quiero cerrar el caso.
– Pero si está cerrado. Usted no está aquí por ningún caso. Usted está aquí por su propia cuenta. Admítalo, detective. Igual que McCaleb vino por él mismo. La idea de que esa bonita chica -y, a propósito, si le pareció bonita cuando estaba muerta, tendría que haberla visto antes-, la idea de que esté allí, yaciendo en una tumba sin nombre durante todo este tiempo carcome todo lo que usted hace, ¿no es así?
– Es un cabo suelto. No me gustan los cabos sueltos.
– Es más que eso, detective. Yo lo sé.
No dije nada, con la esperanza de que si él seguía hablando podría cometer un error.
– Su rostro era el de un ángel -dijo-. Y ese largo cabello castaño… Siempre me encantó esa clase de cabello. Todavía recuerdo su olor. Me dijo que usaba un champú de frutilla y crema. Hombre, yo ni siquiera sabía que le pusieran esas cosas a un champú.
Se burlaba de mí, me provocaba. La sola idea de que pudiera lograr que me dijera el nombre parecía absurda ahora.
– Era una de esas mujeres, sabe.
– No, no sé. ¿Por qué no me cuenta?
– Bueno, tenía esa cosa, ese poder. Por eso la elegí.
– ¿Qué poder?
– Ya sabe, podía herirte con una mirada. Cara de ángel pero un cuerpo como… ¿Alguna vez advirtió que los autos rojos parecen ir muy rápido aunque estén detenidos? Ella era así. Era peligrosa. Tema que irse. Si yo no lo hubiera hecho, ella nos lo hubiera hecho a nosotros. A muchos de nosotros.
Me sonrió y supe que seguía provocándome. No me estaba dando nada, sólo quería sacarme de quicio.
– Eh, Bosch.
– ¿Qué?
– Si un árbol se cae en el bosque y nadie lo escucha, ¿hace ruido?
Su sonrisa se hizo más pronunciada.
– Si una mujer es asesinada en la ciudad y a nadie le importa, ¿tiene alguna importancia?
– A mí me importa.
– Exactamente.
Se acercó otra vez a las rejas.
– Y usted necesita que yo lo alivie de ese peso dándole un nombre, una mamá y un papá a los que sí les importe.
Estaba a treinta centímetros de mí. Si quería, podía pasar los brazos entre las rejas y estrangularlo. Pero eso era lo que él quería.
– Bueno, no lo liberaré, detective. Usted me puso en esta jaula. Yo lo pongo a usted en otra.
Dio un paso atrás y me señaló. Bajé la vista y me di cuenta de que mis dos manos se cerraban con fuerza sobre las barras de acero de la celda. Mi celda.
Volví a mirarlo y otra vez sonreía, tan inocente como un bebé.
– Raro, ¿no? Recuerdo ese día, hace exactamente doce años. Sentado en la parte trasera del auto mientras ustedes, los polis, jugaban a ser héroes. Tan pagados de sí mismos por haberla salvado. Pero nunca pensaron que les saldría así, ¿no? Salvaron a una pero perdieron a la otra.
Bajé la cabeza, apoyándola en las rejas.
– Seguin, va a quemarse. Se irá al infierno.
– Sí, supongo que sí. Pero me han dicho que es un calor seco.
Soltó una carcajada, y yo lo miré.
– ¿No lo sabe, detective? Para creer en el infierno hay que creer en el cielo.
Abruptamente me alejé de las rejas y me dirigí de regreso hacia la puerta de acero. Hice un gesto con la mano para que me abrieran y aumenté la velocidad a medida que me acercaba. Necesitaba salir de allí.
Escuché la voz de Seguin que reverberaba contra las paredes a mis espaldas.
– ¡La tendré conmigo, Bosch! ¡La tendré aquí conmigo! ¡Eternamente juntos! ¡Eternamente mía!
Cuando llegué a la puerta de acero la golpeé con los puños hasta que escuché el chasquido del cerrojo electrónico y el guardia empezó a deslizaría, abriéndola.
– Está bien, hombre, está bien. ¿Qué apuro hay?
– Sólo sáqueme de aquí -dije mientras lo empujaba para abrirme paso.
Mientras cruzaba el patio todavía podía escuchar la voz de Seguin resonando desde la casa de la muerte.
Dame tu corazón – Joyce Carol Oates
Querido Dr. K__:
Ha pasado mucho tiempo, ¿no es verdad? Veintitrés años, nueve meses y once días.
Desde la última vez que nos vimos. Desde que usted me tuvo, “desnuda” sobre sus rodillas desnudas, a mí.
¡Dr. K__! El saludo formal no pretende ser un halago, menos aún una burla… compréndalo, por favor. No le escribo después de tantos años para pedirle ningún favor delirante (espero), ni para exigirle algo, sino tan sólo para preguntarle si, en su opinión, debería tomarme el trabajo de hacer el trámite requerido para postularme a ser la afortunada receptora de su órgano más preciado, el corazón. Si es que tengo alguna posibilidad de cobrar lo que se me debe, después de tantos años.
Me he enterado que usted, el renombrado Dr. K__, es uno de los que generosamente han firmado un “testamento de vida” por el que dona sus órganos a los que los necesiten. No era para el Dr. K__ algo tan anticuado y egoísta como un funeral y una sepultura en el cementerio, ni siquiera la cremación. ¡Bien por usted, Dr. K__! Pero yo sólo quiero su corazón, no sus riñones, su hígado o sus ojos. Los cederé para beneficio de otros más necesitados.
Por supuesto, pienso presentar mi solicitud tal como lo hacen otros que se encuentran en una situación médica semejante a la mía. No pretendo ningún favoritismo. La solicitud se hará por intermedio de mi cardiólogo. Mujer caucásica de mediana edad juvenil, atractiva, inteligente, optimista aunque con corazón disfuncional, fuera de eso en perfecto estado de salud. No se hará mención alguna a nuestra vieja relación, al menos de mi parte. Aunque usted, Dr. K__, como potencial donante del corazón, por cierto podría indicar alguna preferencia, ¿verdad?