Quiero decir que todo esto se revelaría tras su muerte, Dr. K__.
¡Por supuesto! Ni un minuto antes.
(¿Presumo que tal vez usted no sea consciente de que está destinado a morir pronto? ¿Este mismo año? ¿En un “trágico” o “extravagante” accidente, como seguramente lo llamarán? ¿Poniendo un fin “irónico”, “inexpresablemente horrible” a una “carrera brillante”? Lamento no poder ser más específica con respecto al momento, el lugar, los medios; ni siquiera acerca de si usted morirá solo o con uno o dos miembros de su familia. Pero esa es la naturaleza del accidente, Dr. K__. Es una sorpresa.)
Dr. K__, ¡no frunza el ceño de ese modo! Todavía es un hombre apuesto, y vanidoso, a pesar de su ralo cabello gris que, como otros hombres vanidosos que pierden el cabello, acostumbra peinar hacia un costado sobre la lustrosa cúpula de su cabeza, imaginando que, como usted no puede ver ese ardid en el espejo, los demás tampoco pueden verlo. Pero yo sí puedo.
Buscando a tientas, revuelve los papeles hasta llegar a la última página de esta carta y encontrar mi firma… “Ángel”… y de repente se ve obligado a recordar… Con un ramalazo de culpa.
¡Ella!¿Todavía está… viva?
¡Claro que sí, Dr. K__! Más viva que nunca.
Naturalmente, usted había llegado a imaginar que yo había desaparecido. Que había dejado de existir. Porque usted había dejado de pensar en mí tanto tiempo atrás.
Está asustado. Su corazón, ese órgano culpable, ha empezado a latir con violencia. En una ventana de la planta alta de su casa de Richmond Street (victoriana con una restauración costosa, tejas planas de color gris pálido con molduras azul oscuro, “pintoresca” -”señorial”- entre otras de su tipo en el exclusivo y antiguo vecindario al este del Seminario Teológico) usted mira ansiosamente hacia afuera a… ¿qué cosa?
No a mí, obviamente. Yo no estoy allí.
En cualquier caso, no estoy visible.
Sin embargo… ¡con qué intensidad siniestra parece latir la luz pálida que centellea en el cielo!
Dr. K__, ¡no le deseo ningún mal! De veras. Esta carta no es de ninguna manera una exigencia de su (póstumo) corazón, ni siquiera “una amenaza verbal”. Si usted decide, neciamente, mostrársela a la policía, seguramente le asegurarán que es algo inofensivo, no es ilegal, sino tan sólo un pedido de información: ¿podría yo, el “amor de su vida” al que usted no ha visto en veintitrés años, postularme para ser receptora de su corazón? ¿Qué posibilidades tiene Ángel?
Sólo deseo cobrarme lo que es mío. Lo que me fue prometido hace tanto tiempo. ¡Yo sí he sido fiel a nuestro amor, Dr. K__!
Usted se ríe, con esfuerzo. Incrédulamente. ¿Cómo hacer para responderle a “Ángel”, si “Ángel” no ha puesto su apellido, ni dirección alguna? Usted tendrá que buscarme. Para salvarse, búsqueme.
Usted hace un bollo con esta carta, la arroja al suelo.
¿Se aleja a los tropezones, pretende olvidar, obviamente no puede, las hojas arrugadas de mi carta manuscrita en el suelo -¿en su estudio?, ¿en la planta alta de la señorial casa victoriana del número 119 de Richmond Street?-, donde alguien podría encontrarla y alzarla para leer eso que usted no querría que leyera ninguna otra persona, menos aún alguien “cercano” a usted. (Como si nuestra familia, especialmente nuestros parientes de sangre, estuvieran “cercanos” a nosotros en la verdadera intimidad del amor erótico.) De manera que usted vuelve sobre sus pasos, con dedos temblorosos recoge las hojas dispersas, las alisa y sigue leyendo.
¡Querido Dr. K__! Comprenda, por favor: no estoy resentida, no albergo obsesiones. Esa no es mi naturaleza. Tengo mi propia vida, e incluso he tenido una (moderadamente exitosa) carrera. Soy una mujer normal de mi lugar y mi época. Soy como la exquisita araña negra y plata, de cabeza de diamante, la llamada araña “feliz”; la única subespecie de Araneida que, según se dice, tiene la libertad de tejer telas en parte improvisadas, tanto ovales como en forma de embudo, y de vagar por el mundo a su antojo, igualmente cómoda en el pasto húmedo como en los secos, oscuros y protegidos interiores de los lugares hechos por el hombre, regocijándose en su (relativamente) libre albedrío dentro de las inevitables restricciones del comportamiento de las Araneida; posee un agudo aguijón venenoso, a veces letal para los seres humanos, especialmente para los niños.
Como la araña cabeza de diamante, tengo muchos ojos. Como la cabeza de diamante, se me puede considerar “feliz”, “dichosa”, “jubilosa” a los ojos de los demás. Porque ese es mi rol, mi actuación.
Es cierto que durante años me reconcilié estoicamente con mi pérdida, con mis pérdidas. (No es que lo culpe a usted de esas pérdidas, Dr. K__. Aunque un observador neutral podría concluir que mi sistema inmunitario quedó dañado como consecuencia del colapso físico y mental que sufrí después de que usted me expulsara súbitamente de su vida.) Pero después, el mes de marzo pasado, cuando vi su foto en el periódico -distinguido teólogo K__ nombrado director del seminario- y, unas semanas más tarde, cuando fue designado presidente de la Comisión de Religión y Bioética, reconsideré mi situación. La época del anonimato y el silencio terminó, pensé. Por qué no hacerlo, por qué no intentar cobrarle lo que te debe.
¿Recuerda ahora el nombre de Ángel? Ese nombre que, durante veintitrés años, nueve meses y once días usted no ha querido pronunciar.
Busque mi nombre en cualquier guía telefónica, no lo encontrará. Porque tal vez mi número no está consignado, o tal vez no tengo teléfono. Posiblemente mi nombre haya cambiado. (Legalmente.) Tal vez vivo en una ciudad lejana de una lejana región del continente, o tal vez, como la araña cabeza de diamante (cuando es adulta, tiene un tamaño aproximado a la uña de su pulgar derecho, Dr. K__), vivo calladamente bajo su techo, tejiendo mis exquisitas telas entre las sombrías vigas de su sótano, o en un nicho entre su imponente escritorio de caoba y la pared o, encantadora idea, en la mal ventilada cueva debajo de la antigua cama con dosel que usted y la segunda señora K__ comparten en la decadencia de la última etapa de la madurez.
¡Estoy tan cerca, aunque invisible!
¡Querido Dr. K__! Usted supo maravillarse ante mi piel “perfecta, digna de un Vermeer” y de mi cabellera de “rizos dorados” que caía en cascada sobre mi espalda, que usted acariciaba y tomaba entre sus dedos. Yo era su “ángel”… su “adorada”. Me regodeaba en su amor, porque no lo cuestionaba. Era joven, era virginal, en cuerpo y en espíritu, y no se me hubiera ocurrido cuestionar la palabra de un adulto distinguido. Y en el paroxismo de la relación amorosa, cuando usted se entregó por completo a mí, o al menos eso parecía, ¿cómo pudo… engañarme?
El Dr. K__ del Seminario Teológico, autoridad y erudito bíblico, protegé de Reinhold Niebuhr y autor de “brillantes”, “revolucionarias” exégesis de los Rollos del Mar Muerto, entre otros temas esotéricos.
Pero no tenía idea, protesta usted ahora. No le había dado motivos para creer, para esperar…
(¿Que creyera sus declaraciones de amor? ¿Que “le tomara la palabra”?)
Querida mía, mi corazón te pertenece. Siempre, para siempre. ¡Esa fue su promesa!
Ahora, Dr. K__, mi piel ya no es “perfecta”. Se ha convertido en la piel sincera y con defectos de una mujer de mediana edad que no hace ningún esfuerzo por ocultar sus años. Mi cabello, que era antes de un reluciente rubio rojizo, está ahora desteñido, seco y quebradizo como la paja de una escoba; lo mantengo muy corto, como el de un hombre, gracias a mis tijeras, y apenas me miro en el espejo mientras lo recorto con un chic-chac. Mi cara, aunque supongo que razonablemente atractiva, es de hecho apenas un manchón indistinto para la mayoría de los observadores, incluyendo especialmente a los hombres estadounidenses de mediana edad; usted mismo me ha mirado y no me ha visto, querido Dr. K__, en más de una ocasión recientemente, reconociendo a su Ángel tanto como hubiera podido reconocer un plato lleno de comida devorado veintitrés años atrás con vigoroso apetito, o una vieja fantasía sexual adolescente, gastada y descartada mucho tiempo atrás.