Descubrí que era la única visitante del sombrío cuarto piso, en la Sala de los Dinosaurios. Mis pasos retumbaban débilmente en el gastado piso de mármol. Un guardia del museo, de pelo blanco con una panza como la suya me miraba a través de sus párpados entrecerrados; estaba sentado en una silla de loneta, con las manos sobre las rodillas. Como un muñeco de cera. Como uno de esos maniquíes que engañan el ojo. Sabe a qué me refiero: esas extrañas figuras que parecen vivas y que se ven en las colecciones de arte contemporáneo, salvo que esa figura hundida en su silla no estaba cubierta de vendas blancas. En silencio pasé ante él como hubiera podido hacerlo un fantasma. Mi (enguantada) mano en la cartera, y mis dedos aferrando una hoja de afeitar que para entonces ya había aprendido a manejar con habilidad, y con coraje.
Sigilosamente recorrí toda la Sala de los Dinosaurios buscándolo a usted, pero en vano; sigilosamente me situé detrás del guardia que dormitaba, sintiendo que el errático latido de mi corazón se aceleraba con la excitación de la cacería… pero por supuesto dejé pasar el momento, la hoja de afeitar no estaba destinada a un guardia de museo sino al renombrado Dr. K__. (Aunque no tengo la menor duda de que podría haber blandido mi arma contra el viejo, simplemente por la frustración de no haberlo encontrado a usted, y por furia femenina debido a siglos de malos tratos y explotación; podría haberle abierto la arteria carótida y retirarme rápidamente sin que una sola gota de sangre salpicara mi ropa; mientras la vida del hombre se derramaba sobre el piso de mármol, hubiera descendido al casi desierto tercer piso del museo, y al segundo, para mezclarme, inadvertida, con los visitantes dominicales que se apiñaban en la nueva muestra de gráfica computada. ¿Tan fácil!) Me encontré a la deriva entre réplicas de caucho de dinosaurios, algunos enormes como el Tyrannosaurus rex, algunos del tamaño de bueyes, y otros bastante pequeños, de tamaño humano; admiré los reptiles voladores, con sus largos picos y alas con garras; en una superficie espejada sobre la que se alzaba una de esas criaturas prehistóricas admiré mi rostro pálido, de piel tibia y mi vaporosa cabellera cenicienta. Querida, susurraba usted, te adoraré siempre. ¡Esa sonrisa angelical!
¿Ve, Dr. K__? Todavía sigo sonriendo.
¡Dr. K__! ¿Por qué está de pie tan rígido, allí ante la ventana de la planta alta de su casa? ¿Por qué se encoge, arrasado por un miedo horrible? No le ocurrirá nada que no sea justo. Que usted no merezca.
Estas páginas que sostiene en su mano temblorosa… le gustaría romperlas, hacerlas pedazos… pero no se atreve. Su corazón late con fuerza, ¡aterrado de que lo arranquen de su pecho! Con desesperación considera la posibilidad -pero decidirá no hacer- de mostrarle mi carta a la policía. (¡Lo avergüenza lo que la carta revela sobre el renombrado Dr. K__!) Considera la posibilidad -pero decidirá no hacerlo- de mostrarle mi carta a su esposa, pero ya ha tenido agotadoras sesiones de sinceramiento, confesión, exoneración con ella, muchas veces; ya ha visto repugnancia en sus ojos. ¡No otra vez! Y no tiene estómago para mirarse en el espejo, porque ya ha tenido más que suficiente de su propia cara, de esos ojos acongojados y culposos. Mientras que yo, la venenosa cabeza de diamante, tejo con júbilo mi tela vaporosa entre las vigas de su sótano, o en el nicho entre su escritorio y la pared, o en la mal ventilada cueva debajo de su cama conyugal o, ¡encantadora perspectiva!, dentro del colchón mismo de la cama infantil en la que, cuando visita la casa de sus abuelos, en Richmond Street, duerme la pequeña y bella Lisie.
Invisible tanto de día como de noche, tejiendo mi tela con mis propias entrañas, incansable y fiel… “Feliz”.
Karma – Walter Mosley
Leonid McGill estaba sentado ante su escritorio, en el piso sesenta y siete del Empire State Building, limándose las uñas y contemplando Nueva Jersey. Eran las tres y cuarto. Leonid había jurado que haría ejercicio esa tarde, pero ahora que había llegado el momento se sentía letárgico.
“Fue ese sandwich de pastrami -pensó-. Mañana comeré algo liviano como pescado y después puedo ir al gimnasio de Gordo a hacer un poco de ejercicio”.
Gordo tenía un gimnasio para boxeadores en un tercer piso de la calle 31. Cuando Leonid tenía treinta años menos y era treinta kilos más liviano, iba a lo de Gordo todos los días. Durante un tiempo Gordo había querido que el detective privado se convirtiera en boxeador profesional.
– Ganarás más dinero en el ring que siguiéndole el rastro a unas bombachas -le decía el entrenador, que parecía no tener edad definida. A McGill le gustaba la idea, pero también le encantaban sus Lucky Strike y su cerveza.
– No consigo correr si alguien no me persigue -le decía McGill a Gordo-. Y siempre que alguien me lastima quiero hacerle mucho daño. Sabes, si un tipo me noqueara en el ring, probablemente lo esperaría con una barreta de hierro en la puerta del Madison Square.
Los años pasaron y Leonid siguió entrenándose con la bolsa de arena dos o tres veces por semana. Pero ya no se hablaba de una carrera en el box. Gordo perdió interés en Leonid como boxeador, aunque siguieron siendo amigos.
– ¿Cómo es que un negro se consiguió un nombre como Leonid McGill? -le preguntó una vez Gordo al detective.
– Papá era comunista y el tatarabuelo había venido de Escocia y tema esclavos -respondió Leo con rapidez-. Ya sabes que el árbol genealógico de un negro es casi todo raíz. Lo que ves por encima de la tierra es sólo un vestigio de la verdadera historia.
Leo se incorporó de su silla e hizo el intento de tocarse los dedos de los pies sin doblar las rodillas. Sus dedos llegaron poco más arriba del tobillo y el estómago le bloqueó el camino.
– Mierda -dijo el detective. Después regresó a su silla y continuó limándose las uñas.
Lo hizo hasta que la gran esfera del reloj de pared marcó las 4.07. Entonces sonó el timbre. Un timbrazo agudo, prolongado. Leonid maldijo por no haber conectado la cámara para ver quién estaba ante su puerta. Con un timbrazo como ese, podía ser cualquiera. Les debía más de cuatro mil setecientos dólares a los hermanos Wyant. Había vendido las nueces y todavía no había hecho la cosecha. A los Wyant no les importarían sus problemas de efectivo.
Pero podría ser un cliente que llamaba a su puerta. Un cliente de verdad. Alguien a quien su empleado le robaba. O tal vez una hija que actuaba bajo la influencia de malas compañías. Y otra vez podía ser uno de los treinta o cuarenta maridos irritados que buscaban venganza por haber sido descubiertos en medio de sus pasatiempos extramatrimoniales. Y después, estaba Joe Haller… ese pobre idiota, aunque Leonid jamás se había cruzado con Joe Haller. Era imposible que ese perdedor hubiera encontrado su puerta.
El timbre volvió a sonar.
Leonid se incorporó de la silla y caminó por el largo pasillo que conducía a la recepción. Llegó hasta la puerta de entrada. El timbre atronó una vez más.
– ¿Quién es? -gritó McGill con el acento sureño que utilizaba algunas veces.
– ¿Señor McGill? -dijo una mujer.
– No está.
– Oh. ¿No volverá hoy?
– No -dijo Leonid-. No. Está ocupado con un caso. En Florida. Si me dice qué necesita le dejaré una nota.
– ¿Puedo entrar? -sonaba joven e inocente, pero Leonid no pensaba correr el riesgo de que lo engañaran.
– Sólo soy el encargado del edificio, cariño -dijo-. No estoy autorizado a dejar entrar a nadie en ninguna oficina de este edificio. Pero anotaré su nombre y su número de teléfono y le dejaré el papel sobre el escritorio si a usted le parece bien.
Leonid ya había usado ese recurso en otras oportunidades. Nadie podía rebatirlo. No se podía inculpar al encargado.
Hubo un silencio del otro lado de la puerta. Si la chica tenía un cómplice estarían susurrando maneras de salirse con la suya. Leonid apoyó la oreja en la pared pero no alcanzó a escuchar nada.