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– ¿Por qué? -preguntó él.

– ¿Por qué no?

Will conocía a la mujer desde hacía apenas veinte minutos (como máximo). De hecho, ni siquiera sabía cómo se llamaba. Su sugerencia de que mataran a alguien había surgido como respuesta a una pregunta que él mismo había formulado y que muchas veces le había sido muy útil para levantar mujeres: “¿Qué podemos hacer para divertirnos un poco esta noche?”.

A lo que la rubia había respondido: “¿Por qué no matamos a alguien?”.

No había susurrado esas palabras, ni siquiera había bajado la voz. Solo sonrió por encima del borde de su copa de martini, y había dicho con voz absolutamente normaclass="underline" “¿Por qué no matamos a alguien?”.

La víctima al azar pero específica que la rubia tenía en mente era una mujer de aspecto anodino que usaba una anodina chaqueta marrón sobre una blusa de seda marrón y una falda marrón un poco más oscura. Todo en su apariencia delataba a una agobiada archivista o una secretaria de un puesto de baja jerarquía: el arratonado cabello castaño, los ojos que no parpadeaban detrás de lo que llamaríamos más bien lentes que anteojos, la boca de labios delgados que denunciaban unos dientes superiores un poco salientes. Una mujer absolutamente carente de interés. No era raro que estuviera sola con una copa de vino blanco en la mano.

– Digamos que verdaderamente la matamos -dijo Will-. ¿Qué hacemos para divertirnos un poco después?

La rubia sonrió.

Y cruzó las piernas.

– Me llamo Jessica -dijo.

Le tendió la mano.

El se la estrechó.

– Yo soy Will-dijo.

Supuso que ella tenía la palma fría debido a la copa helada que había estado sosteniendo.

En esa helada noche de diciembre, tres días antes de Navidad, Will no tenía la menor intención de matar a la ratonil archivista del otro extremo del bar, ni a ninguna otra persona. Había matado una buena cantidad de gente mucho tiempo atrás, todas ellas víctimas al azar pero específicas porque llevaban puesto el uniforme del ejército iraquí, hecho que las convertía en el enemigo. Suponía que eso era lo más específico que uno podía encontrar en época de guerra. Eso era lo que justificaba hacerlos pedazos en sus trincheras. Eso era lo que justificaba asesinarlos, a pesar de la refinada distinción que Jessica hacía ahora entre el asesinato y el combate.

De todos modos, Will sabía que era tan solo un juego, una variación del ritual de apareamiento que ocurría en todos los bares de solos y solas de Manhattan cualquier noche del año. Uno abordaba con algún comentario ingenioso, obtenía una respuesta que indicaba interés, y así empezaba la cosa. De hecho, se preguntó cuántas veces y en cuántos bares antes de esa noche Jessica había usado su “¿Por qué no matamos a alguien?” como modo de inducir al juego. Era un enfoque por cierto aventurado, incluso posiblemente peligroso… ¿y si exhibía esas espléndidas piernas ante alguien que resultaba ser Jack el Destripador? ¿Y si levantaba a un tipo que realmente creía que podría ser divertido matar a la muchacha que estaba sentada sola en el otro extremo del bar? ¡Qué gran idea, Jess, hagámoslo! Y en realidad, eso era lo que él había dado a entender tácitamente, pero por supuesto que ella sabía que solo estaban jugando un juego, ¿verdad? Seguramente se daba cuenta de que no estaban planeando un asesinato de verdad.

– ¿Quién la aborda? -preguntó ella.

– Supongo que debería hacerlo yo -respondió Will.

– Por favor, no uses tu fórmula de “¿Qué podemos hacer para divertirnos un poco esta noche?”.

– Pensé que te había gustado.

– Sí, la primera vez que la escuché. Hace cinco o seis años.

– Pensé que estaba siendo absolutamente original.

– Trata de ser un poquito más original con la pequeña Alicia, ¿de acuerdo?

– ¿Crees que ese es su nombre?

– ¿Y tú cómo crees que se llama?

– Patricia.

– Muy bien, yo seré Patricia -dijo ella-. A ver qué me dices.

– Discúlpeme, señorita -dijo Will.

– Un gran comienzo -comentó Jessica.

– Mi amiga y yo la vimos aquí sentada, sola, y pensamos que tal vez le agradaría unirse a nosotros.

Jessica miró a su alrededor como si tratara de localizar a la amiga que él le había mencionado.

– ¿A quién se refiere? -preguntó, con los ojos muy abiertos y perpleja.

– La bella rubia que está sentada allá -dijo Will-. Se llama Jessica.

Jessica sonrió.

– Así que la bella rubia, ¿eh? -dijo.

– Preciosa -enfatizó él.

– Adulador -respondió ella, y le acarició la mano sobre el mostrador-. Entonces digamos que la pequeña Patty Pastel decide unirse a nosotros. ¿Y después qué?

– La llenamos de halagos y de alcohol.

– ¿Y después qué?

– La llevamos a algún callejón oscuro y la matamos a golpes.

– Tengo una botellita de veneno en mi bolso -dijo Jessica-. ¿No sería mejor?

Will entrecerró los ojos como un gángster.

– Perfecto -dijo-. La llevamos a algún callejón oscuro y la matamos con veneno.

– ¿Un departamento no sería un sitio mejor? -preguntó Jessica.

Y de repente a Will se le ocurrió que tal vez no estuvieran hablando para nada de asesinato, ni en broma ni en serio. ¿Sería posible que Jessica tuviera en mente una cama de tres?

– Ve a hablar con la dama -le dijo ella-. Después, improvisaremos.

Will no era muy bueno para abordar muchachas en los bares.

De hecho, aparte de su “¿Qué podemos hacer para divertirnos un poco esta noche?”, no tenía un repertorio de abordaje demasiado nutrido. Se sintió un poco más estimulado por el alentador gesto de Jessica, que lo miraba desde el otro extremo del bar, pero lo mismo se sentó con timidez en el taburete vacío junto a Alicia o Patricia o como se llamara.

Sabía por experiencia que las muchachas insignificantes eran menos receptivas a los halagos que las verdaderamente bellas. Suponía que se debía a que esperaban que les mintieran y a que no querían que las engañaran y las desilusionaran una vez más. Alicia o Patricia o como se llamara demostró no ser una excepción a esa regla de las Juanitas Insignificantes. Will se sentó en el taburete a su lado, se volvió hacia ella y le dijo “Disculpe, señorita”, exactamente como lo había ensayado con Jessica, pero antes de que pudiera pronunciar otra palabra, ella dio un salto como si él la hubiera abofeteado. Con los ojos muy grandes, con aspecto evidentemente sorprendido, dijo:

– ¿Qué? ¿Qué pasa?

– Lamento haberla asustado…

– No, no es nada -dijo ella-. ¿Qué pasa?

Tenía una voz aguda y quejosa, con un acento que él no pudo identificar. Detrás de los gruesos lentes redondos, sus ojos se veían de un marrón oscuro, y todavía muy abiertos por el miedo o la sospecha, o por ambos sentimientos. Mirándolo sin parpadear, esperó.

– No quiero molestarla -dijo él-, pero…

– No, no es nada, en serio -respondió-. ¿Qué pasa?

– Mi amiga y yo no pudimos evitar advertir…

– ¿Su amiga?

– La dama que está sentada allá. La rubia, en el otro extremo del bar, ¿la ve? -dijo Will, señalando a Jessica, quien amablemente alzó una mano para saludar.

– Oh, sí -dijo-. La veo.

– No pudimos evitar advertir que usted estaba aquí, bebiendo sola -continuó-. Pensamos que tal vez le agradaría unirse a nosotros.

– Oh -dijo ella.

– ¿Le parece que le agradaría? ¿Acompañarnos?

Hubo un momento de vacilación. Los ojos pardos parpadearon, se suavizaron. Una levísima sonrisa se insinuó en la boca de delgados labios.

– Sí, creo que me gustaría -dijo ella-. Me gustaría.

Se sentaron ante una pequeña mesa, en un rincón penumbroso del bar. Susan -ni Patricia ni Alicia, según se reveló- pidió otro Chardonnay. Jessica siguió con sus martinis. Will pidió otro bourbon con hielo.