Susan la miró.
– Creo que se nos fue -dijo.
– ¡Mierda! -dijo Jessica.
– ¿Qué estás haciendo?
– Tomándole el pulso.
Susan esperó.
– Nada -dijo Jessica, y dejó caer la muñeca de Will. Las hermanas siguieron mirándolo, ahí derrengado en el sillón, con la boca todavía abierta, los ojos desorbitados.
– Se lo ve más muerto que el demonio -dijo Jessica.
– Mejor que lo saquemos de aquí.
– Es un buen ejercicio -dijo Jessica-. Deshacerse del cuerpo.
– Diría que sí. Apuesto a que pesa unos noventa kilos.
– No digo esa clase de buen ejercicio, Sue. Hablo de un buen ejercicio. Un buen ejercicio de actuación.
– Ah, sí. Lo que se siente al deshacerse de un cadáver. Sí.
– Hagámoslo -dijo Jessica.
Empezaron a levantarlo del sillón. Era de veras muy pesado. Lo llevaron a medias alzado, a medias arrastrándolo, hasta la puerta de entrada.
– Dime -dijo Susan-. ¿Y ahora… sientes algo… o todavía no?
– Nada -dijo Jessica.
Cielo azul – Michael Connelly
En el camino, el aire acondicionado se descompuso poco después de Bakersfield. Viajaba por el medio del Estado, era septiembre y hacía calor. Muy pronto pude sentir que mi camisa empezaba a pegarse al asiento de vinilo. Me quité la corbata y me desabotoné el cuello de la camisa. Ni siquiera sabía por qué me había puesto corbata. No estaba trabajando y no iba a ninguna parte que requiriera corbata.
Traté de ignorar el calor y de concentrarme en cómo trataría a Seguin. Pero era como el calor. Sabía que no había manera de manejarlo. De algún modo, siempre había sido al revés. Seguin me había manejado a mí, había hecho que la camisa se me pegara a la espalda. De una manera o de otra, eso terminaría después de este viaje.
Giré la muñeca sobre el volante y miré la fecha en mi Timex. Habían pasado exactamente doce años desde el día que había conocido a Seguin. Desde que había mirado en los fríos ojos verdes de un asesino.
El caso empezó en Mulholland Drive, la calle que serpentea como una culebra siguiendo la columna vertebral de las montañas de Santa Mónica. Un grupo de estudiantes se había detenido al costado del camino para beber cerveza y contemplar la brumosa ciudad de los sueños que se extendía a sus pies. Uno de ellos vio el cuerpo. Semioculta entre las malezas de la montaña y las latas de cerveza y las botellas de tequila arrojadas por juerguistas anteriores, la mujer estaba desnuda, con brazos y piernas separados y extendidos en una suerte de grotesca exhibición de sexo y muerte.
El llamado nos tocó a mí y a mi compañero, Frankie Sheehan. En esa época trabajábamos en la División de Robos y Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles.
La escena del crimen era traicionera. El cuerpo estaba enganchado en una pendiente de más de sesenta grados de inclinación. Un resbalón y cualquiera podía caerse por la empinada ladera montaña abajo, terminando tal vez en el tibio baño de inmersión o en el patio de cemento de alguien. Usamos overoles y arneses de cuero y los bomberos del batallón 58 nos bajaron hasta el cadáver.
La escena estaba limpia. Ni ropas, ni documento de identidad, ni evidencias físicas, ninguna pista salvo la mujer muerta. Ni siquiera encontramos una fibra de tela que pudiera ser útil. Era algo inusual en un homicidio.
Estudié detalladamente a la víctima y advertí que no llegaba a ser una mujer… probablemente una adolescente. Mexicana, o de origen mexicano, tenía cabello castaño, ojos pardos y piel oscura. Me di cuenta de que en vida debía haber sido bella. En la muerte te partía el corazón. Mi compañero siempre dijo que las mujeres más peligrosas eran así. Bellas en vida, desgarradoras en la muerte. Podían obsesionarte, y permanecer aun cuando uno encontrara al monstruo que les había quitado todo.
Había sido estrangulada; las marcas de los dedos de su asesino se veían claramente en el cuello, la hemorragia petequial rodeaba sus ojos con un rouge criminal. El rigor mortis la había invadido y la había abandonado. Estaba laxa. Eso nos dijo que había estado muerta más de veinticuatro horas.
Supusimos que la habían arrojado allí la noche anterior, bajo la protección de la oscuridad. Eso significaba que había yacido muerta en algún otro sitio durante doce horas o más. Aquel otro sitio era la verdadera escena del crimen. Era el lugar que debíamos encontrar.
Cuando giré el auto hacia la bahía el aire finalmente empezó a refrescar. Bordeé el lado este de la bahía hasta Oakland y después crucé el puente hasta San Francisco. Antes de cruzar el Golden Gate me detuve a comer una hamburguesa en el Bar & Grill Balboa. Voy a San Francisco dos o tres veces al año, por mis casos. Siempre como en el Balboa. Esta vez comí en el mostrador, echando un vistazo ocasional al televisor para ver a los Giants que jugaban en Chicago. Iban perdiendo.
Pero lo que más hice fue pensar y repensar el caso. Ahora era un caso cerrado y Seguin nunca más volvería a hacerle daño a nadie. Salvo a sí mismo. Su última víctima sería él mismo. Sin embargo, el caso no me abandonaba. El asesino había sido atrapado, juzgado y condenado, y ahora sería ejecutado por sus crímenes. Aunque todavía quedaba una pregunta sin respuesta que me perseguía. Eso era lo que me había puesto en camino a San Quintín en mi día libre.
No conocíamos su nombre. Las huellas digitales del cadáver no coincidían con ninguna de los registros informáticos. Su descripción no coincidía con ninguna de las descripciones de personas desaparecidas del condado de Los Ángeles ni de los registros criminales del sistema nacional. El retrato que hizo un dibujante de su rostro y que se difundió por televisión y en los periódicos no produjo ningún llamado de un ser querido o un conocido. Los bocetos enviados por fax a quinientas dependencias policiales del sudoeste y a la policía judicial estatal de México no tuvieron respuesta. La víctima no fue reclamada y permaneció sin identificación: su cuerpo quedó descansando en el refrigerador de la oficina del forense mientras Sheehan y yo trabajábamos en el caso.
Fue difícil. Casi todos los casos empiezan por la víctima. Quién era esa persona y dónde vivía se convierten en el centro de la rueda, el punto de partida. Todo lo demás surge del centro. Pero desconocíamos esos datos y también la verdadera escena del crimen. No teníamos nada ni íbamos a ninguna parte.
Todo cambió con Teresa Corazón. Era la forense adjunta asignada al caso oficialmente conocido como Jane Doe #90-91. Mientras preparaba el cuerpo para la autopsia encontró la pista que nos llevaría primero a McCaleb y después a Seguin.
Corazón descubrió que el cuerpo de la víctima había sido lavado aparentemente con un limpiador industrial antes de ser arrojado a la ladera de la montaña. Era un intento del asesino de destruir rastros que pudieran servir como evidencia. No obstante, en sí mismo, ese dato era una pista sólida y una evidencia. El producto limpiador podía ayudar a develar la identidad del asesino o a relacionarlo con el crimen.
Sin embargo, fue otro descubrimiento de Corazón el que nos aclaró el caso. Mientras fotografiaba el cadáver, la forense advirtió una impresión en la parte posterior de la cadera izquierda. La lividez post-mortem indicaba que la sangre del cuerpo se había depositado sobre la mitad izquierda, lo que significaba que el cuerpo había yacido sobre el lado izquierdo en el lapso transcurrido desde que su corazón se detuvo hasta el momento en que arrojaron el cuerpo por la ladera junto a Mulholland. Tal evidencia indicaba que durante el tiempo en que la sangre se depositó, el cuerpo había yacido sobre el objeto que había dejado su marca en la cadera.
Usando luz angular para estudiar la marca, Corazón descubrió que podía ver con claridad el número 1, la letra J y parte de una tercera letra que podría ser el trazo superior izquierdo de una H, una K o una L.