– Pero no lo niegas.
– Les digo: “Crean lo que se les antoje, ya que no puedo hacerlos cambiar de idea”. Pero me pregunto: ¿usted cree que Charley habrá leído sobre lo ocurrido y habrá visto mi foto?
– Seguro que sí -dijo Carl-. Me imagino que incluso le gustará volverte a ver en persona.
– ¡Guau! -dijo Louly, como si la idea no se le hubiera ocurrido nunca antes-. No me diga. ¿De veras lo cree?
Mala de nacimiento – Jeffery Deaver
Duérmete mi niña, que la paz te espera…
Las palabras de la canción de cuna giraban incesantes en su mente, tan persistentes como el tableteo de la lluvia de Oregon sobre su tejado y contra su ventana.
Los ecos de la canción que le había cantado a Beth Anne cuando la muchacha tenía tres o cuatro años no se detenían dentro de su cabeza. Veinticinco años atrás, las dos juntas: madre e hija, en la cocina de la casa familiar de las afueras de Detroit. Liz Polemus, inclinada sobre la mesa de fórmica, la frugal y joven madre y esposa, trabajando duro para estirar los dólares.
Cantándole a su hija, sentada frente a ella, fascinada por sus manos hábiles.
Me quedaré a tu lado hoy la noche entera.
Las horas que pasan amparan tu sueño.
Montañas y valles duermen en silencio.
Liz sintió un calambre en el brazo derecho -que nunca se le había curado bien- y se dio cuenta de que todavía aferraba con fuerza el teléfono, tras haber recibido la noticia. Su hija estaba en camino hacia su casa.
La hija con la que no había hablado durante más de tres años.
Yo velaré tu sueño esta noche entera.
Finalmente, Liz colgó el teléfono y sintió que la sangre invadía su brazo derecho, con una picazón ardiente. Se sentó en el diván bordado que había sido de su familia durante muchos años y se masajeó el dolorido brazo. Se sentía aturdida, confundida, como si no estuviera segura de que el llamado telefónico hubiera sido real o una tenue escena salida de algún sueño.
Sólo que la mujer no estaba sumida en la paz del sueño. No, Beth Anne estaba en camino. Media hora más y estaría llamando a la puerta de Liz.
Afuera, la lluvia seguía cayendo con firmeza sobre los pinos que colmaban el jardín de Liz. La mujer había vivido en esa casa durante casi un año, un lugar pequeño a kilómetros de distancia del suburbio más próximo. A la mayoría de la gente le hubiera resultado demasiado pequeña, demasiado remota. La esbelta viuda, de poco más de cincuenta años, tenía una vida atareada y poco tiempo para ocuparse de las tareas domésticas. Podía limpiar rápidamente la casa y volver a su trabajo. Y aunque no era una reclusa, prefería que la barrera del bosque la separara de sus vecinos. El minúsculo tamaño de la casa también desalentaba cualquier insinuación de sus amigos del tipo: he, tuve una idea, ¿qué te parece que viva contigo? La mujer simplemente miraría a su alrededor, señalando la casa de un solo dormitorio y le explicaría que dos personas se enloquecerían en un espacio tan reducido; después de la muerte de su esposo había decidido que no volvería a casarse ni a vivir con otro hombre.
Ahora sus pensamientos se concentraron en Jim. Su hija había abandonado el hogar y había cortado todo contacto con la familia antes de que él muriera. Siempre le había dolido que la joven ni siquiera hubiera llamado después de la muerte del padre, por no hablar de haber asistido al funeral. La furia ante tamaño grado de indiferencia por parte de la hija hizo que Liz se estremeciera, pero trató de evitar esas ideas, recordando que, cualquiera fuera el propósito de la visita nocturna de su hija, no habría tiempo de exhumar ni siquiera una parte de los recuerdos dolorosos que se interponían entre madre e hija como las ruinas de un avión que se había estrellado.
Echó un vistazo al reloj. Ya habían pasado casi diez minutos desde el llamado, advirtió Liz con un sobresalto. Ansiosa, fue al cuarto de costura. Era el más grande de la casa, y estaba decorado con bordados de ella misma y de su madre y con una docena de estantes de carretes de hilo… algunos de ellos de las décadas de 1950 y 1960. Cada matiz de la paleta de Dios estaba representado en esos carretes de hilos. También había cajas llenas de ejemplares de Vogue y muchos moldes de costura. La pieza central de la habitación era una vieja máquina de coser eléctrica Singer. No tenía ninguno de los sofisticados accesorios de las máquinas nuevas, ni luces ni palancas complejas. La máquina era un caballo de trabajo de cuarenta años de edad, con esmaltado negro, idéntica a la que había usado su madre.
Liz había cosido desde los doce años, y en épocas difíciles su habilidad la había sustentado. Amaba cada parte del proceso: comprar la tela… escuchar el tud-tud-tud cuando el vendedor hacía girar los planos rollos de tela una y otra vez, desenrollando el metraje (Liz podía decirles con absoluta precisión qué cantidad tenían en determinado momento sobre el mostrador). Prender con alfileres el quebradizo y translúcido papel de molde sobre la tela. Cortar con las pesadas tijeras dentadas, que dejaban un borde de diente de dragón sobre la tela. Aprestar la máquina, cargar la bobina, enhebrar la aguja…
Había algo tan completamente balsámico en el acto de coser: tomar esas sustancias -el algodón de la tierra, la lana de los animales- y combinarlas para crear algo totalmente nuevo. El peor aspecto de la herida que había sufrido varios años atrás había sido el daño en su brazo derecho, que la mantuvo lejos de su Singer durante tres insoportables meses.
Coser era terapéutico para Liz, claro, pero, más aún, era una parte de su profesión y la había ayudado a convertirse en una mujer de buen pasar; a su alrededor había percheros llenos de vestidos de firma que esperaban su hábil intervención.
Alzó los ojos para mirar el reloj. Quince minutos. Otro estremecimiento de pánico que la dejó sin aliento.
Su imaginación reconstruía claramente aquel día, veinticinco años atrás: Beth Anne en pijama, sentada ante la desvencijada mesa de la cocina, observando los rápidos dedos de su madre con fascinación, mientras Liz le cantaba.
Duérmete mi niña, que la paz te espera
Ese recuerdo dio paso a muchos más, y la agitación subió en el corazón de Liz como el nivel de agua del arroyo que corría detrás de su casa, con su corriente hinchada por la lluvia. Bien, se dijo con firmeza, no te quedes ahí sentada… haz algo. Mantente ocupada. Encontró una chaqueta azul marino en su ropero, fue hasta la mesa de costura y escarbó en un canasto hasta encontrar un trozo de tela que combinaba. Lo usaría para hacerle un bolsillo a la prenda. Liz se abocó al trabajo, alisando la tela, marcándola con tiza, buscando las tijeras, cortando cuidadosamente. Se concentró en su trabajo pero esa distracción no fue suficiente para alejar su mente de la inminente visita… y de los recuerdos de muchos años.
El incidente del robo en la tienda, por ejemplo. Cuando la chica tenía doce años.
Liz recordó el llamado telefónico, y que ella respondió. El jefe de seguridad de una tienda departamental cercana informaba -para gran consternación de Liz y de Jim- que habían atrapado a Beth Anne con casi mil dólares de alhajas escondidas en una bolsa de papel.
Los padres le habían rogado al hombre que no presentara cargos. Dijeron que seguramente había algún error.
– Bien -dijo el jefe de seguridad con escepticismo-, la encontramos con cinco relojes. Y también con un collar. Todo envuelto en esa bolsa de papel marrón. Quiero decir, a mí no me suena que haya habido algún error.
Finalmente, tras asegurarle repetidamente que se trataba de una coincidencia y que la chica no volvería nunca a la tienda, el gerente accedió a mantener a la policía fuera del asunto.
Y fuera de la tienda, cuando la familia estuvo a solas, Liz se dirigió con furia a Beth Anne: