– ¿Por qué diablos hiciste eso?
– ¿Por qué no? -respondió la joven con voz cantarina y una sonrisa insidiosa en los labios.
– Fue algo muy tonto.
– Como si me importara.
– Beth Anne… ¿por qué actúas de este modo?
– ¿De qué modo? -preguntó la chica, burlándose.
Su madre trató de hablar con ella -como decían los psicólogos y los programas de la tele que uno debía hablar con sus hijos-, pero Beth Anne siguió sin prestarle ninguna atención, aburrida. Liz le había endilgado una vaga advertencia, obviamente fútil, y luego había abandonado.
Ahora pensaba: una invierte cierta cantidad de esfuerzo en coser una chaqueta o un vestido y termina consiguiendo la prenda que esperaba. Pero una pone mil veces más esfuerzo en criar a su hija y el resultado es exactamente el opuesto al que una espera y sueña lograr. Eso parecía absolutamente injusto.
Los agudos ojos grises de Liz examinaron la chaqueta de lana, asegurándose de que el bolsillo había quedado plano y fijo en la posición correcta. Hizo una pausa, alzando los ojos; por la ventana, en dirección a las negras ramas de los pinos, todo lo que veía eran otras imágenes, muy duras, de Beth Anne. ¡Qué boca tenía esa niña! Beth Anne miraba a su padre o a su madre a los ojos y decía: “No hay ninguna maldita manera de que puedan obligarme a ir con ustedes”, o: “¿No te das cuenta de un carajo, ¿no es cierto?”.
Tal vez deberían haber sido más severos con ella, más estrictos. En la familia de Liz, a una la azotaban por maldecir o contestarles a los adultos o por no hacer lo que tus padres te decían. Ella y Jim nunca le habían dado una zurra a Beth Anne; tal vez deberían haberle dado una buena bofetada en un par de oportunidades.
Una vez, alguien había llegado enfermo a la empresa familiar -un depósito mayorista que Jim había heredado-, y él había necesitado que Anne Beth ayudara. Ella le había espetado: “Preferiría estar muerta antes que entrar en ese agujero de mierda tuyo”.
Su padre se había retirado dócilmente, pero Liz había reprendido duramente a su hija:
– No le hables a tu padre de ese modo -le había dicho.
– ¿No? -dijo ella con tono sarcástico-. ¿Y cómo tendría que hablarle? ¿Como una hijita obediente que hace todo lo que él le dice? Tal vez eso era lo que él quería, pero no es lo que consiguió.
Y había agarrado su bolso y se había encaminado hacia la puerta.
– ¿Adónde vas?
– A ver a unos amigos.
– No irás. ¡Vuelve aquí inmediatamente!
Su única respuesta fue irse con un portazo. Jim salió tras ella, pero la chica había desaparecido en un instante, corriendo sobre la nieve vieja de Michigan.
¿Y esos “amigos”?
Trish y Eric y Sean… Chicos de familias con valores absolutamente distintos de los de Liz y Jim. Trataron de prohibirle que los viera. Pero, por supuesto, sin ningún resultado.
– No me digas con quién debo andar -le había dicho Beth Anne con furia. La muchacha tenía dieciocho años y era tan alta como su madre. Cuando avanzó hacia ella, con el ceño fruncido, Liz había retrocedido, como asustada-. ¿Y además, qué sabes de ellos?
– Sé que tu padre y yo no les gustamos… y eso es todo lo que necesito saber. ¿Qué tienen de malo los hijos de Todd y Joan? ¿O los de Brad? Tu padre y yo los conocemos desde hace años.
– ¿Que qué tienen de malo? -masculló la chica, sarcásticamente-. Imagínate, son verdaderos perdedores.
Y esa vez sí agarró su cartera y los cigarrillos que ya había empezado a fumar, e hizo otra salida dramática.
Con el pie derecho Liz presionó el pedal de la Singer y el motor emitió su chirrido familiar, seguido de un clata, clata, clata cuando la aguja empezó a moverse cada vez con mayor velocidad, de arriba abajo, desapareciendo dentro de la tela, dejando tras ella una prolija hilera de puntos alrededor del bolsillo.
Clata, clata, clata…
En la escuela intermedia la muchacha no volvía a casa hasta las siete o las ocho de la tarde, y cuando estaba en la escuela superior solía volver mucho más tarde. A veces ni regresaba a dormir. También desaparecía los fines de semana y no quería saber nada con la familia.
Clata, clata, clata…
El rítmico traqueteo de la Singer tranquilizó un poco a Liz, pero la mujer no pudo evitar sentir pánico otra vez cuando echó otro vistazo al reloj. Su hija podía llegar en cualquier momento ahora.
Su niña, su pequeña bebé…
Duérmete, mi niña…
Y la pregunta que había perseguido a Liz durante años volvió a acosarla una vez más: ¿qué había hecho mal? Durante horas y horas revisaba los primeros años de la niña, tratando de ver qué había hecho ella para que Beth Anne la rechazara de manera tan rotunda. Había sido una madre atenta y cariñosa, había sido coherente y justa, había preparado la comida de la familia todos los días, había lavado y planchado la ropa de la niña, le había comprado todo lo que necesitaba. Lo único que se le ocurría era que había mostrado demasiada resolución, que había sido demasiado inflexible en su manera de criarla, y a veces también demasiado estricta.
Pero eso no le parecía un gran crimen. Además, Beth Anne había estado igualmente furiosa con su padre… el más complaciente de los dos. Amable, cariñoso hasta el punto de malcriar a la niña, Jim era el padre perfecto. Ayudaba a Beth Anne y a sus amigos en sus tareas escolares, los llevaba a todos en auto a la escuela cuando Liz estaba trabajando, le leía cuentos a su hija y la arropaba cada noche. Inventaba “juegos especiales” para jugar con Beth Anne. Era exactamente la clase de vínculo paterno que la mayoría de los niños hubiera adorado.
Sin embargo, la niña también se enfurecía con él y hacía todo lo posible para evitar estar con su padre.
No, Liz no encontraba, por más que escarbara en el pasado, ningún incidente oscuro, ningún trauma, ninguna tragedia que pudiera haber convertido a Beth Anne en una renegada. Volvió a extraer la misma conclusión a la que había llegado años atrás: que -por cruel e injusto que pareciera- su hija simplemente había nacido fundamentalmente distinta de Liz; algo había ocurrido en el proceso de gestación que había convertido a la chica en una rebelde.
Y mirando la tela, alisándola con sus dedos largos y hábiles, a Liz se le ocurrió otra idea: era rebelde, sí, ¿pero sería también una amenaza?
Liz admitió que parte del desasosiego que la invadía esa noche no era tan sólo por el inminente encuentro con su díscola hija, sino que en realidad la joven le daba miedo.
Levantó la vista de la chaqueta y miró fijamente la lluvia que salpicaba su ventana. El brazo le latía dolorosamente, y recordó entonces aquel día terrible, varios años atrás… el día que la había alejado para siempre de Detroit y que todavía le provocaba espantosas pesadillas. Liz había entrado a la joyería y se había quedado inmóvil, consternada, sin aliento al ver que una pistola giraba para apuntarle. Todavía podía ver el fogonazo amarillo que la deslumbró en el momento en que el hombre apretó el gatillo, todavía podía oír la ensordecedora explosión, sentir el golpe que la atontaba cuando la bala penetró en su brazo, arrojándola sobre el piso de baldosas, llorando por el dolor y el desconcierto.
Su hija, por supuesto, no había tenido nada que ver con esa tragedia. Sin embargo, Liz sabía que Beth Anne era tan capaz y estaba tan dispuesta a apretar el gatillo como lo había hecho aquel hombre durante el robo; tenía pruebas de que su hija era una mujer peligrosa. Pocos años atrás, después de que Beth Anne se había ido del hogar, Liz había visitado la tumba de Jim. Era un día tan brumoso que parecía de algodón y estaba ya muy cerca de la tumba cuando advirtió que había alguien allí. Para su gran sorpresa, se dio cuenta de que era Beth Anne. Liz retrocedió para ocultarse en la niebla, mientras su corazón latía salvajemente. Debatió consigo misma durante un rato, pero finalmente decidió que no tenía el valor de enfrentarse con la muchacha, y resolvió que le dejaría una nota en el parabrisas de su auto.