En el momento en que se acercó al Chevy, revolviendo en su bolso en busca de un bolígrafo y un pedazo de papel, echó un vistazo al interior del vehículo y se le encogió el corazón ante lo que vio: una chaqueta, una cantidad de papeles y, semioculta debajo de ellos, una pistola y unas bolsas de plástico que contenían un polvo blanco… drogas, supuso Liz.
Oh, sí, pensó ahora, su hija, la pequeña Beth Anne Polemus, era perfectamente capaz de matar.
El pie de Liz se alzó del pedal y la Singer quedó en silencio. Alzó la leva y cortó las hebras que pendían. Se puso la chaqueta y deslizó algunas cosas en el nuevo bolsillo, se examinó en el espejo y decidió que estaba satisfecha con su trabajo.
Entonces observó su borroso reflejo. ¡Vete!, le dijo una voz dentro de su cabeza. ¡Ella es una amenaza para ti! Vete ahora antes de que llegue Beth Anne. Y al cabo de un momento de debate, Liz exhaló un suspiro. Una de las razones por las que en un principio había decidido mudarse allí era que se había enterado de que su hija se había trasladado al noroeste. Liz había tenido la intención de rastrear a la muchacha, pero se había descubierto extrañamente reticente a hacerlo. No, se quedaría, se encontraría con Beth Anne. Y no sería estúpida, no después de aquel robo. Liz colgó la chaqueta en un perchero y fue hasta el armario. Bajó una caja del estante superior y miró dentro de ella. Había una pequeña pistola. “Un arma de dama”, la había llamado Jim cuando se la había dado, años atrás. La tomó y se la quedó mirando con fijeza.
Duérmete, mi niña… la noche entera.
Entonces se estremeció con asco. No, le resultaba imposible usar el arma contra su propia hija. Por supuesto que no.
Y sin embargo… ¿y si tenía que elegir entre su vida y la vida de su hija? ¿Y si el odio acumulado dentro de la muchacha había logrado que ya no le importara nada?
¿Podría matar a Beth Anne para salvar su propia vida?
Ninguna madre debería verse enfrentada a una elección así.
Vaciló durante un largo momento, y después empezó a guardar nuevamente el arma. Pero un haz de luz la detuvo. La luz de unos faros delanteros llenó el jardín del frente y dibujó brillantes ojos amarillos, de gato, sobre la pared del cuarto de costura de Liz.
La mujer volvió a mirar el arma una vez más y entonces, en vez de guardarla en el armario, la dejó sobre un aparador, cerca de la puerta, y la cubrió con un tapete. Fue al living y miró por la ventana el auto frente a su casa, que permanecía inmóvil, con los faros aún encendidos, los limpiaparabrisas funcionando a toda velocidad, su hija que vacilaba antes de bajarse; Liz sospechó que no era el mal tiempo lo que detenía a la muchacha dentro del auto.
Un larguísimo momento más tarde los faros del auto se apagaron.
Bien, piensa en positivo, se dijo Liz. Tal vez su hija hubiera cambiado. Tal vez venía a visitarla para enmendar todas las traiciones que había cometido a lo largo de los años. Por fin las dos podrían empezar a trabajar para mantener una relación normal.
Sin embargo, echó un vistazo a la sala de costura, donde la pistola descansaba oculta sobre el aparador, y se dijo: ve a buscarla. Guárdatela en el bolsillo.
Y después: no, guárdala otra vez en el armario.
Liz no hizo ninguna de las dos cosas. Dejando la pistola sobre el aparador, fue a grandes trancos hasta la puerta del frente de la casa y la abrió, sintiendo que la fría bruma le cubría la cara.
Retrocedió dejándole espacio a la figura que se acercaba, una esbelta mujer joven, hasta que Beth Anne traspuso la puerta y se detuvo. Una pausa, y luego Liz cerró la puerta a sus espaldas.
Permaneció en el centro de la sala, retorciéndose las manos con nerviosismo.
Quitándose la capucha de su rompevientos, Beth Anne se secó la lluvia de la cara. El rostro de la joven era curtido, rubicundo. No llevaba maquillaje. Tendría ahora veintiocho años, Liz lo sabía muy bien, pero se veía mayor. Llevaba el pelo corto, revelando unos aros diminutos. Por alguna razón Liz se preguntó si alguien se los habría regalado o si ella misma se los habría comprado.
– Bien, cómo estás, cariño.
– Madre.
Una vacilación y luego una breve risa, sin alegría, de Liz.
– Antes solías llamarme “mamá”.
– ¿De veras?
– Sí. ¿No lo recuerdas?
Le respondió meneando la cabeza. Liz pensó que en realidad sí lo recordaba, aunque se negaba a reconocerlo. Observó con detenimiento a su hija.
Beth Anne echó una mirada a la pequeña sala. Sus ojos se detuvieron en una foto de ella y su padre… los dos estaban en un muelle cercano a la casa familiar de Michigan.
– Cuando llamaste me dijiste que alguien te había dicho que yo estaba aquí. ¿Quién fue? -le preguntó Liz.
– No tiene importancia. Alguien, simplemente. Has estado viviendo aquí desde… -su voz se interrumpió.
– Un par de años. ¿Quieres un trago?
– No.
Liz recordó que había descubierto a la muchacha bebiendo un poco de cerveza a escondidas a los dieciséis años y se preguntó si habría seguido bebiendo y tendría ahora un problema con el alcohol.
– ¿Té, entonces? ¿Café?
– No.
– ¿Sabías que me había mudado al noroeste? -le preguntó Beth Anne.
– Siempre hablabas de esta zona, de irte de… eh, de Michigan y de venir aquí. Después, cuando te fuiste, recibiste una carta en casa. De alguien de Seattle.
Beth Anne asintió. ¿Había sido eso una pequeña mueca de disgusto, además? Como si estuviera enojada consigo misma por haber sido descuidada y dejar alguna pista de su paradero.
– ¿Y te mudaste a Portland para estar cerca de mí?
Liz sonrió.
– Supongo que sí. Empecé a buscarte pero perdí el valor.
A Liz se le llenaron los ojos de lágrimas mientras su hija seguía examinando la habitación. La casa era pequeña, sí, pero los muebles, los aparatos electrónicos y el equipamiento eran de primera clase… las recompensas del duro trabajo de Liz durante los últimos años. Dos sentimientos combatían dentro de la mujer: casi esperaba que la muchacha se sintiera tentada a reconciliarse con su madre al ver cuánto dinero tenía Liz, pero también que Beth Anne se sintiera avergonzada ante tanta opulencia, ya que la ropa y las alhajas baratas de su hija sugerían que luchaba por su supervivencia.
El silencio era como fuego. A Liz le quemaba la piel, y el corazón.
Beth Anne abrió la mano izquierda, hasta entonces cerrada en un puño, y su madre advirtió un diminuto anillo de compromiso y un simple cintillo de oro. Las lágrimas brotaron de sus ojos.
– ¿Te has…?
La joven siguió la mirada de su madre, clavada en el anillo. Asintió.
Liz se preguntó qué clase de hombre sería su hijo político. ¿Sería alguien amable como Jim, alguien que pudiera atemperar la díscola personalidad de la muchacha? ¿O sería duro? ¿Como la propia Beth Anne?
– ¿Tienes hijos? -preguntó Liz.
– Eso no es de tu incumbencia.
– ¿Estás trabajando?
– ¿Me estás preguntando si he cambiado, madre?
Liz no quería escuchar la respuesta a esa pregunta y continuó rápidamente para preparar el terreno.
– Estuve pensando -dijo, y la desesperación tiñó su voz-, que tal vez pudiera trasladarme a Seattle. Podríamos vernos… incluso podríamos trabajar juntas. Podríamos asociarnos. Mitad y mitad. Lo pasaríamos tan bien. Siempre creí que seríamos de lo mejor, las dos juntas. Siempre soñé…
– ¿Tú y yo trabajando juntas, madre? -dijo Beth Anne, mirando hacia el cuarto de costura y señalando con la cabeza la máquina de coser, los percheros llenos de vestidos-. Esa no es mi vida. Nunca lo fue. Nunca podría serlo. Después de todos estos años, todavía no lo entiendes, ¿no es cierto?