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Esas palabras y el frío tono con el que fueron pronunciadas respondieron claramente a la pregunta de Liz: no, la muchacha no había cambiado un ápice.

Su voz se hizo áspera.

– ¿Entonces, por qué estás aquí? ¿A qué viniste?

– Creo que lo sabes, ¿no es verdad?

– No, Beth Anne, no lo sé. ¿Alguna clase de venganza psicópata?

– Supongo que podrías llamarla así. -Volvió a pasear la mirada por la habitación.- Vamos, ya -agregó.

Liz respiraba aguadamente.

– ¿Por qué? Todo lo que hicimos era para ti.

– Yo diría que me lo hiciste a mí. -En la mano de su hija había aparecido una pistola, y el cañón apuntaba en dirección a Liz.- Afuera -susurró la joven.

– ¡Dios mío! ¡No! -Respiró hondo, jadeó mientras volvía a golpearla el recuerdo de lo ocurrido en la joyería. Su brazo empezó a latirle y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Visualizó la pistola sobre el aparador.

Duérmete, mi niña…

– ¡No iré a ninguna parte! -dijo Liz, restregándose los ojos.

– Sí, lo harás. Afuera.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó con tono de desesperación.

– Lo que debería haber hecho hace mucho tiempo.

Liz se apoyó en una silla para aliviar sus piernas trémulas. La hija advirtió que la mano izquierda de la mujer se había desplazado hasta estar a pocos centímetros del teléfono.

– ¡No! -ladró la muchacha-. Aléjate del teléfono.

Liz dirigió una mirada impotente al teléfono y luego hizo lo que Beth Anne le decía.

– Ven conmigo.

– ¿Ahora? ¿Bajo la lluvia?

La joven asintió.

– Déjame buscar una chaqueta.

– Hay una al lado de la puerta.

– No es bastante abrigada.

La muchacha vaciló, como si estuviera a punto de decirle que no tenía importancia si la chaqueta de su madre era más o menos abrigada, si pensaba en lo que estaba por ocurrir. Sin embargo, después asintió.

– Pero no intentes usar el teléfono. Te estaré vigilando.

Trasponiendo la puerta que comunicaba con el cuarto de costura, Liz recogió la chaqueta azul en la que había estado trabajando un rato antes. Se la puso lentamente, sus ojos clavados en el tapete y en el bulto de la pistola que estaba debajo. Volvió a dirigir sus ojos a la sala. Su hija contemplaba una instantánea enmarcada de sí misma a los once o doce años, de pie al lado de su madre y de su padre.

Rápidamente extendió la mano y recogió la pistola. Podía volverse muy rápido, apuntarle a su hija. Gritarle que arrojara su arma.

Madre, te siento cerca, la noche entera…

Padre, sé que me escucha, la noche entera…

Pero, ¿y si Beth Anne no arrojaba su arma? ¿Y si la levantaba, con la intención de disparar? ¿Qué haría Liz entonces?

¿Podría matar a su hija para salvar su propia vida?

Duérmete, mi niña…

Beth Anne seguía dándole la espalda, examinando aún la fotografía. Liz podría hacerlo… girar con rapidez, un único disparo. Sentía la pistola, sentía su peso en el dolorido brazo.

Entonces suspiró.

La respuesta era no. Un no ensordecedor. Nunca le haría daño a su hija. A pesar de cualquier cosa que pudiera suceder a continuación, allá afuera, bajo la lluvia, ella no podía hacerle ningún daño a su hija.

Dejando la pistola en su lugar, Liz se reunió con Beth Anne.

– Vamos -dijo su hija, guardando su propia pistola en la cintura de sus vaqueros, y condujo a su madre al exterior, asiéndola rudamente de un brazo. Liz se dio cuenta de que era el primer contacto físico que había entre ambas desde hacía por lo menos cuatro años.

Se detuvieron en el porche y Liz dio media vuelta para enfrentar a su hija.

– Si haces esto, lo lamentarás por el resto de tu vida.

– No -dijo la joven-. Lamentaría no haberlo hecho.

Liz sintió que un ramalazo de la lluvia se unía a las lágrimas que le surcaban las mejillas. La cara de la joven también estaba mojada y enrojecida, pero su madre sabía que era exclusivamente por la lluvia; sus ojos estaban completamente secos.

– ¿Qué he hecho para que me odies tanto? -le preguntó en un susurro.

La pregunta quedó sin respuestas porque el primero de los patrulleros entró al jardín, mientras las luces rojas, azules y blancas encendían las gotas de lluvia como si fueran las chispas de una celebración del Día de la Independencia. Un hombre de unos treinta años, que llevaba puesto un rompevientos negro y tenía una insignia alrededor del cuello, salió del primer auto y caminó hacia la casa, con dos agentes uniformados pisándole los talones. Saludó con un gesto a Beth Anne.

– Soy Dan Heath, de la policía estatal de Oregon.

La joven le estrechó la mano.

– Detective Beth Anne Polemus, del Departamento de Policía de Seattle.

– Bienvenida a Portland -dijo él.

Ella respondió con un irónico encogimiento de hombros, aceptó las esposas que él le ofrecía y esposó a su madre.

Entumecida por la lluvia helada -y por el voltaje emocional del encuentro-, Beth Anne escuchó a Heath recitarle a su madre:

– Elizabeth Polemus, está arrestada por asesinato, intento de asesinato, ataque, robo a mano armada y por comercializar bienes robados.

Le leyó sus derechos y le explicó que se la detenía en Oregon por cargos locales pero que se la enviaría con una orden de extradición a Michigan para que se enfrentara allí a diversos pedidos de arresto por delitos importantes, incluyendo el homicidio.

Beth Anne le hizo un gesto al joven policía estatal que la había ido a buscar al aeropuerto. No había tenido tiempo de hacer el papeleo necesario para llevar su propia arma reglamentaria a otro estado, de manera que el agente le había prestado una de ellos. Beth Anne se la devolvió ahora y se dio vuelta para ver cómo un agente revisaba a su madre.

– Cariño -empezó a decirle su madre, con voz desdichada y suplicante.

Beth Anne la ignoró y Heath le hizo una seña al joven uniformado, quien condujo a la mujer hasta un patrullero. Beth Anne lo detuvo y le avisó:

– Espere. Regístrela mejor.

El agente uniformado parpadeó, sorprendido, y miró otra vez a la delgada e insignificante cautiva, que parecía tan indefensa como un niño. Y ante un gesto de asentimiento de Heath, llamó a una mujer policía que registró minuciosamente a la prisionera. La agente frunció el ceño cuando llegó a la parte baja de la espalda de Liz. La madre le lanzó una mirada penetrante a su hija cuando la mujer le quitó la chaqueta azul marina, revelando un pequeño bolsillo cosido en la espalda de la prenda. En su interior había una pequeña navaja automática y una ganzúa para esposas.

– Dios -dijo el uniformado. Con un gesto le indicó a la mujer policía que la revisara una vez más. Pero ya no hallaron otras sorpresas.

– Ese es un truco que recuerdo de los viejos días -dijo Beth Anne-. Ella siempre cosía bolsillos secretos en su ropa. Para robar en las tiendas y ocultar armas. -La joven soltó una fría carcajada.- Coser y robar. Esos son sus talentos. -Su sonrisa desapareció.- Y también matar, por supuesto.

– ¿Cómo pudiste hacerle esto a tu propia madre? -le espetó Liz brutalmente-. Judas!

Beth Anne observó fríamente cómo la subían al patrullero.

Heath y Beth Anne entraron a la sala de la casa. Mientras la mujer policía inspeccionaba los cientos de miles de dólares en objetos robados que llenaban la vivienda, Heath dijo:

– Gracias, detective. Sé que esto fue duro para usted. Pero estábamos desesperados por arrestarla sin que nadie saliera herido.

Capturar a Liz Polemus sin duda podría haber sido un baño de sangre. Ya había ocurrido antes. Varios años atrás, cuando su madre y su amante, Brad Selbit, habían tratado de desvalijar una joyería en Ann Arbor, Liz había sido sorprendida por el guardia de seguridad. La había baleado en el brazo. Pero eso no le había impedido a la mujer empuñar la pistola con la otra mano y matarlo, y matar también a un cliente y después dispararle a uno de los agentes de policía enviados a atraparla. Había logrado escapar. Había abandonado Michigan para ir a Portland, donde ella y Brad empezaron a operar nuevamente, dedicados a su punto fuerte, que era robar joyerías y boutiques que vendían ropa de firma, que ella, con su habilidad de costurera, alteraba ligeramente y luego vendía a reducidores de otros estados.