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Ella se cerró el rompevientos, se calzó la capucha. Lanzó otra hueca carcajada.

Heath arqueó las cejas.

– ¿Sabe cuál es mi primer recuerdo?

– ¿Cuál es?

– Es en la cocina de la primera casa de mis padres, en las afueras de Detroit. Yo estaba sentada a la mesa. Debo haber tenido tres años. Mi madre me cantaba.

– ¿Le cantaba? Como una verdadera madre.

– No sé qué canción era -caviló Beth Anne-. Sólo recuerdo que me cantaba para distraerme, para que no jugara con las cosas con las que estaba trabajando, sobre esa mesa.

– ¿Qué hacía ella, cosía? -preguntó Heath, señalando la habitación que contenía una máquina de coser y percheros llenos de vestidos robados.

– Nones -dijo la mujer-. Estaba recargando municiones.

– ¿En serio?

Asintió.

– Cuando fui mayor me di cuenta de que eso era lo que estaba haciendo. Mis padres no tenían mucho dinero y compraban cartuchos de bronce vacíos en los campos de tiro y los recargaban. Todo lo que recuerdo es que las balas eran brillantes y yo quería jugar con ellas. Ella me dijo que si no las tocaba, me cantaría una canción.

Esta historia dio por terminada la charla. Los dos oficiales se quedaron escuchando la lluvia que caía sobre el techo de la casa.

Mala de nacimiento…

– Muy bien -dijo por fin Beth Anne-, me voy a casa.

Heath la acompañó hasta afuera y ambos se despidieron. Beth Anne se subió al auto alquilado y condujo por la lodosa y serpenteante ruta en dirección a la autopista estatal.

De pronto, desde algún lugar de los pliegues de su memoria surgió una melodía. Tarareó unos compases en voz alta, pero no pudo identificar la canción. Eso le causó una vaga inquietud. Entonces Beth Anne encendió la radio y encontró Jammin' 95.5, llenando su noche de éxitos de oro puro, sigue la fiesta, Portland… Subió el volumen y, tamborileando sobre el volante al ritmo de la música, se dirigió hacia el norte en dirección al aeropuerto.

Otto Penzler

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