Charles Bukowski
Mujeres
Se busca una mujer
Edna bajaba por la calle con su bolsa de la compra, cuando pasó a la altura del automóvil. Había algo escrito en la ventanilla lateraclass="underline"
SE BUSCA UNA MUJER.
Se paró. Era un cartón pegado a la ventanilla, con alguna especie de anuncio.
En su mayor parte estaba escrito a máquina. Edna no podía leerlo desde el lugar de la acera en que se encontraba. Sólo podía ver las letras grandes:
SE BUSCA UNA MUJER.
Era un coche nuevo y de los caros. Edna cruzó la hierba y se acercó a leer la parte mecanografiada:
Hombre de 49 años. Divorciado. Busca una mujer con fines matrimoniales. Que tenga entre 35 y 44 años.
Me gusta la televisión y los films. La buena comida.
Soy contable y tengo el trabajo bien asegurado.
Tengo dinero en el banco. Me gustan las mujeres algo rellenas.
Edna tenía 37 años y estaba algo rellena. Había un número de teléfono. También había tres fotos del caballero que buscaba una mujer. Parecía rico y elegante, con su traje y corbata. También parecía algo estúpido y un poco cruel. Y hecho de madera, pensó Edna, hecho de madera…
Siguió su camino, con una pequeña sonrisa. También sentía una especie de repulsión. Pero cuando llegó a su apartamento ya se había olvidado por completo de todo. Fue varias horas más tarde, sentada en la bañera, cuando empezó a pensar en él otra vez, y esta vez pensó en lo solo, en lo terriblemente solo que debía encontrarse para haber llegado a hacer una cosa así:
SE BUSCA UNA MUJER.
Se lo imaginó llegando a la casa, encontrándose las facturas del gas y del teléfono en el buzón, desnudándose, tomando un baño, la televisión encendida. Después leería el periódico de la tarde. Luego entraría en la cocina a hacerse la cena. Allí, quieto, mirando como se fríe el pan, en calzoncillos. Luego cogería la comida y la llevaría a una mesa, se la comería. Le podía ver bebiéndose su café. Luego más televisión. Y quizás un solitario bote de cerveza antes de acostarse. Debía haber millones de hombres como él en toda América.
Edna salió de la bañera, se secó, se vistió y salió del apartamento. El coche seguía allí. Apuntó su nombre, Joe Lighthill, y el número de teléfono. Leyó de nuevo toda la parte mecanografiada. «Films». Era un término muy culto. La gente decía «películas» normalmente. Se busca una mujer. El anuncio era bastante atrevido. Por lo menos había mostrado ser original al escribirlo.
Cuando Edna volvió a casa se tomó tres tazas de café antes de marcar el número. El teléfono sonó cuatro veces. «¿Hola?» Contestó él.
– ¿Señor Lighthill?
– ¿Sí?
– Es que vi su anuncio. Su anuncio en el coche…
– Ah, sí.
– Me llamo Edna.
– ¿Cómo estás, Edna?
– Oh, muy bien. Pero hace tanto calor. Este tiempo es demasiado.
– Sí, hace la vida difícil.
– Bueno, señor Lighthill…
– Llámame Joe, a secas.
– Bueno, Joe, ja, ja, ja, me siento como una tonta. ¿Sabes por qué he llamado?
– Viste mi anuncio.
– Bueno, quiero decir, ja, ja, ja. ¿Qué es lo que te pasa? ¿No puedes conseguir una mujer?
– Creo que no. Edna, dime. ¿Dónde están?
– ¿Las mujeres?
– Sí.
– Oh, pues en todas partes, ya sabes.
– ¿Dónde? Dime. ¿Dónde?
– Bueno, en la iglesia, por ejemplo. Hay mujeres en la iglesia.
– No me gusta la iglesia.
– Oh.
– Escucha. ¿Por qué no te vienes aquí, Edna?
– ¿Quieres decir allí, a tu casa?
– Sí. Tengo un buen apartamento. Podemos tomarnos una copa, conversar. Sin compromiso.
– Es tarde.
– No es tan tarde. Escucha, viste mi anuncio y llamaste. Debes estar interesada.
– Bueno, es que…
– Tienes miedo, eso es lo que te pasa. Tienes miedo.
– No, yo no tengo miedo.
– Entonces vente, Edna.
– Bueno, es que…
– Vamos.
– Bueno, de acuerdo. Estaré allí en quince minutos.
Era en el último piso de un moderno complejo de apartamentos. Apartamento 17. La piscina reflejaba las luces. Edna llamó. La puerta se abrió y allí estaba el señor Lighthill. Con una calvicie incipiente; la nariz afilada con pelos saliéndole de los orificios; la camisa abierta por el cuello.
– Entra, Edna…
Ella pasó y la puerta se cerró detrás. Edna se había puesto un vestido de seda azul. No se había puesto medias. Iba en sandalias y fumando un cigarrillo.
– Siéntate. Te serviré algo de beber.
Era un sitio bonito. Todo estaba decorado en azul y verde, y además estaba muy limpio. Pudo oír al señor Lighthill canturreando sordamente mientras preparaba las bebidas… Parecía relajado y eso la tranquilizó.
El señor Lighthill -Joe- salió con las bebidas. Le alcanzó a Edna la suya y fue a sentarse a una silla en el lado opuesto de la habitación.
– Sí – dijo él -, hace calor, un calor infernal. Pero yo tengo aire acondicionado. ¿Te has dado cuenta?
– Sí, ya lo noté. Está muy bien.
– Bebe algo.
– Oh, sí.
Edna probó un trago. Estaba bueno, un poco fuerte, pero sabía bien. Vio a Joe inclinar la cabeza hacia atrás al beber. Tenía una gruesa papada. Y sus pantalones eran demasiado holgados. Parecían ser varias tallas más grandes. Le daban a sus piernas un aspecto cómico, ridículo.
– Llevas un vestido muy bonito, Edna.
– ¿Te gusta?
– Oh, sí, te cae muy bien. Parece cómodo, muy cómodo.
Edna no dijo nada. Y Joe tampoco. Y allí estaban, sentados, mirándose el uno al otro, bebiéndose sus vasos.
¿Por qué no habla?, pensó Edna. Se supone que es él quien debe empezar la conversación. Verdaderamente tenía algo de madera…
Edna terminó su bebida.
– Deja que te sirva otro -dijo Joe.
– No. Me tengo que ir ya.
– Oh, vamos -dijo él-; déjame que te sirva otro trago. Necesitamos beber algo para soltarnos.
– Está bien, pero después de éste me voy.
Joe se llevó los vasos a la cocina. Esta vez no canturreó. Salió, le dio a Edna su vaso y volvió a sentarse en la silla al lado opuesto de la habitación.
La bebida era ahora más fuerte.
– Sabes – dijo -, soy bastante bueno en el sexo.
Edna bebió su vaso y no contestó nada.
– ¿Qué tal eres tú en la cuestión sexual? – preguntó Joe.
– Nunca lo he hecho.
– Deberías hacerlo, sabes, así te darías cuenta de quién eres y qué eres.
– ¿Tú crees que todo eso es verdad? Quiero decir, yo lo he leído en los periódicos, no sé qué pensar. Yo no lo he hecho nunca pero he visto fotos – dijo Edna.
– Por supuesto que es verdad, deberías hacerlo.
– Tal vez no sea muy buena para estas cosas – dijo Edna -. Tal vez es por eso que estoy sola. -Se tomó un buen trago del vaso.
– Cada uno de nosotros, al fin y al cabo, siempre solos – dijo Joe.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que, no importe cómo vaya la cuestión sexual, o el amor, o ambos, llega un día en que todo se acaba.
– Eso es triste -dijo Edna.
– Sí, claro. Así llega un día en que todo se pasa. Y entonces, o se corta o todo se convierte en una tregua infernaclass="underline" Dos personas viviendo juntas sin el menor sentimiento entre ellas. Creo que es mucho mejor vivir solo que eso.
– ¿Tú te divorciaste de tu mujer, Joe?
– No, ella se divorció de mí.
– Y qué es lo que fue mal?
– Las orgías sexuales.
– ¿Las orgías sexuales?
– Sí, ya sabes, una orgía es el lugar más solitario del mundo. Esas orgías… Me sentía desesperado… Esas pollas deslizándose dentro y fuera…
Perdóname…
– No pasa nada.
– Bueno, esas pollas deslizándose dentro y fuera, piernas enredadas, los dedos trabajando, hurgando por todos lados, bocas, todo el mundo babeando, y sudando, y una ciega determinación a hacerlo… como sea.
– No sé mucho acerca de esas cosas, Joe – dijo Edna.