– ¿Y quién fue el que gritó A CORRER? -pregunté.
– Fui yo -dijo él.
Entonces se fue a su dormitorio, se quitó la ropa y se metió en la cama. Pepper entró y le besó y habló con él mientras yo paseaba recogiendo monedas del suelo.
Cuando ella salió, me señaló un lugar al final de la escalera. Yo bajé a por mi maleta y la subí.
7
Cada vez que se ponía la gorra de marino, la gorra de capitán, por la mañana, sabíamos que íbamos a ir al yate. El se ponía delante del espejo, ajustándosela hasta conseguir el ángulo propicio, y una de las chicas venía corriendo a decirnos:
– ¡Vamos a salir en el yate! ¡Willie se está poniendo la gorra!
Como si fuera la primera vez. Salía con su gorra y nosotros le seguíamos hasta el garaje, sin decir una palabra.
Tenía un viejo coche, tan viejo que tenía detrás un asiento «ahítepudras» de esos que se levantan al abrir la compuerta trasera.
Las dos o tres chicas subieron delante con Willie, apretujándose y contorsionándose; no sé cómo lo consiguieron, pero lo consiguieron. Pepper y yo abrimos la portezuela del asiento y nos metimos. Ella dijo:
– Sólo sale cuando no está de resaca y no quiere beber. El hijo de puta no quiere que nadie beba tampoco. ¡Así que ten cuidado!
– Demonios, necesito un trago.
– Todos necesitamos un trago -dijo ella. Sacó una botella de tercio de su bolso y la abrió. Me la pasó.
– Ahora espera a que nos mire por el espejo retrovisor. Cuando vuelva su mirada a la carretera, te tomas un trago.
Traté de hacerlo. Funcionó. Entonces le llegó el turno a Pepper. Cuando llegamos a San Pedro, la botella estaba ya vacía. Pepper sacó algo de chicle, yo encendí un cigarrillo y saltamos afuera.
Era un bonito yate. Tenía dos motores y Willie se puso a mostrarme cómo poner en marcha el motor auxiliar en caso de que algo anduviese mal. Yo allí de pie, asentía sin escucharle. Algo aburrido y estúpido acerca de tirar de una cuerda para ponerlo en marcha. No sé.
Me enseñó cómo sacar el ancla, para salir del muelle, pero yo sólo pensaba en otro trago, y entonces salimos, y él estaba allí, en la cabina, con su gorra de capitán, llevando el timón, y todas las chicas se pusieron a su alrededor.
– ¡Oh, Willie, déjame llevar el timón!
– ¡Willie, déjame llevarlo!
Yo no quería llevar el timón. El le había puesto su propio nombre al barco: EL WILLHAN. Terrible nombre. Debería haberlo llamado EL COÑO FLOTANTE.
Bajé con Pepper al camarote y allí encontramos más bebida, bastante bebida. Nos quedamos allí bebiendo. Entonces le oí apagar el motor y bajar las escaleras.
– Vamos a volver -dijo.
– ¿Por qué?
– Connie está con una de sus rabietas. Tengo miedo de que salte por la borda. No quiere hablarme, me está poniendo nervioso. Simplemente se queda allí sentada mirándome. No sabe nadar. Tengo miedo de que se tire al agua.
(Connie era la chica con la cinta alrededor de la cabeza.)
– Déjala que salte. Yo me echaré a por ella. La noquearé de un golpe, todavía conservo mi punch, y la subiré al barco. No te preocupes.
– No, vamos a volver. Además ¡habéis estado bebiendo!
Se fue arriba. Yo serví unos cuantos vasos más y encendí un puro.
8
Cuando tocamos el muelle, Willie bajó y dijo que volvería en seguida. No volvió en seguida. No volvió en tres días y tres noches. Dejó a todas las chicas allí. Simplemente cogió su coche y se largó.
– Está loco -dijo una de las chicas.
– Sí -dijo otra.
Había bastante comida y licores, así que nos quedamos allí a esperar a Willie. Había cuatro chicas incluyendo a Pepper. Hacía frío allí dentro, y no importaba lo que bebieses, o las mantas que te pusieses encima. Sólo había una manera de calentarse. Las chicas se lo tomaron como un juego:
– ¡Ahora me toca a MI! -gritaba una.
– Ay, creo que ya me corro y acabo -decía otra.
– Ah, TU acabas -dije yo-. ¿Y YO qué?
Ellas se rieron. Finalmente, no pude hacerlo más.
Me acordé de que llevaba mi cubilete de dados conmigo, lo saqué, nos sentamos en el suelo y empezamos a jugar. Todo el mundo estaba borracho y las chicas tenían todo el dinero. Yo no tenía ni una perra, pero pronto tuve bastante en mis manos. Ellas no entendían el juego y yo se lo explicaba mientras íbamos jugando, y cambiaba de juego a medida que avanzábamos, según las circunstancias.
Así es cómo nos encontró Willie cuando volvió: jugando a los dados y borrachos.
– ¡NO PERMITO EL JUEGO EN ESTE BARCO! -gritó desde lo alto de las escaleras.
Connie subió hacia él, le puso los brazos alrededor, le metió la lengua en su boca y luego le agarró las partes. El bajó las escaleras sonriendo, se sirvió un trago, sirvió tragos para todos nosotros, y nos sentamos charlando y riéndonos. El nos habló de una ópera para órgano que estaba escribiendo: El Emperador de San Francisco. Le prometí escribir la letra y esa noche volvimos todos a la ciudad, bebiendo y sintiéndonos bien. Ese primer viaje fue un molde de todos los siguientes. Una noche se murió y todos nos quedamos de nuevo en la calle, las chicas y yo. Una se fue al Este con todo el dinero. Yo me puse a trabajar en una fábrica de galletas para perros.
9
Estaba viviendo en algún lugar de la calle Kingsley y trabajaba como mozo en un sitio donde venden accesorios eléctricos.
Eran agradables días de calma. Bebía bastante cerveza todas las noches, olvidándome a menudo de comer. Me compré una máquina de escribir, una vieja Underwood de segunda mano con teclas que se quedaban enganchadas. No había escrito nada desde hacía diez años. Y ahora me emborrachaba de cerveza y me ponía a escribir poesía. Muy pronto tuve un buen taco de poemas y no sabía qué hacer con ello. Lo metí todo en un paquete y lo mandé a una nueva revista literaria de una pequeña ciudad de Texas. Me figuraba que nadie los querría, pero podía haber algún loco o snob al que le interesasen, y así no se perderían por completo.
Recibí una carta de respuesta, dos cartas de respuesta, cartas largas. Decían que yo era un genio, que era sobrecogedor, decían que yo era Dios. Leí las cartas una y otra vez y me emborraché y escribí una larga carta de respuesta. Mandé más poemas. Comencé a escribir poemas y cartas todas las noches, estaba lleno de mierda fértil.
La editora, que también era escritora, empezó a mandarme fotos suyas, y no tenía mala pinta, no del todo. Las cartas se fueron haciendo más personales. Decía que nadie quería casarse con ella. Su ayudante en la editorial, un hombre joven, le había ofrecido el matrimonio a cambio de la mitad de su capital, pero ella decía que no tenía dinero, que la gente sólo se imaginaba que tenía dinero. Al ayudante en la editorial le habían ingresado en un hospital psiquiátrico. «Nadie quiere casarse conmigo», me escribía continuamente, «tus poemas serán presentados en nuestra próxima edición, una edición toda entera de Chinaski, y nadie quiere casarse conmigo, nadie. Habrás visto que tengo una deformidad, es mi cuello, nací así. Nunca me casaré».
Yo estaba muy borracho una noche. «Olvídalo» le escribí, «yo me casaré contigo. Olvídate del cuello. Yo tampoco soy una maravilla. Tú con tu cuello y yo con mi cara rota a zarpazos de tigre ¡nos imagino paseando juntos por la calle!».
Eché la carta al correo y me olvidé de todo, bebí otro bote de cerveza y me fui a dormir.
Días más tarde me llegó una carta: «¡Oh, soy tan feliz! Todo el mundo me mira y me dice: Niki ¿qué te ha ocurrido? ¡Estás RADIANTE, llena de vida! ¿Cuál es la causa? ¡Yo no les digo nada! ¡Oh, Henry, SOY TAN FELIZ!»
Incluía algunas fotos, particularmente horribles. Me asusté. Salí y compré una botella de whisky. Miré las fotos, me bebí el whisky. Me tumbé en la alfombra.
«Oh Señor, oh Jesús, ¿qué es lo que hice? ¿Qué es lo que hice? Bueno, os diré lo que haré, muchachitos: ¡Voy a dedicar el resto de mi vida a hacer feliz a esta pobre mujer! Será un infierno, pero soy duro. ¿Y qué otra cosa puede haber mejor que hacer a alguien feliz?»