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Amor por 17,50 $

La principal obsesión de Robert -desde que empezó a pensar en esas cosas- era poder colarse una noche en el Museo de Cera, y entonces, ponerse a hacer el amor a las señoras de cera. Sin embargo, le parecía que podía ser demasiado peligroso, así que se limitaba a hacer el amor a estatuas y maniquíes en sus fantasías sexuales, viviendo en su mundo de fantasmas.

Un día, al pararse en un disco en rojo miró por la puerta de una tienda. Era una de esas tiendas que venden de todo -discos, sofás, libros, chatarra… Y la vio allí, de pie, con un largo vestido rojo. Llevaba unas gafas puntiagudas, estaba muy bien formada; con ese aire digno y sexy que solían tener. Irradiaba verdadera clase. Entonces el disco cambió y se vio obligado a seguir la marcha.

Robert aparcó el coche en la manzana siguiente y volvió andando hasta la tienda. Se paró en la puerta, entre los montones de periódicos, y la miró. Incluso sus ojos parecían reales, y la boca era muy atrayente, haciendo como un pucherito.

Entró al interior y se puso a mirar los discos. Ahora estaba más cerca de ella, le lanzaba miradas furtivas de vez en cuando. No, ahora ya no las hacían así. Tenía incluso tacones altos.

La chica de la tienda se acercó.

– ¿Puedo ayudarle, señor?

– No, gracias, sólo estoy mirando.

– Si hay algo que desee, hágamelo saber.

– Sí, claro.

Robert se acercó con disimulo al maniquí. No había ninguna etiqueta con el precio. Se preguntó si estaría a la venta. Volvió al estante de los discos, cogió un álbum barato y se lo compró a la chica.

En su segunda visita a la tienda, el maniquí seguía todavía allí. Robert la miró, dio unas vueltas, compró un cenicero que imitaba a una serpiente enrollada, y luego se fue.

La tercera vez que fue allí le preguntó a la chica:

– ¿Está el maniquí en venta?

– ¿El maniquí?

– Sí, el maniquí.

– ¿Quiere comprarlo?

– Sí. ¿Ustedes venden cosas, no? ¿Está el maniquí a la venta?

– Espere un momento, señor.

La chica se fue a la trastienda. Se abrió una cortina y salió un viejo judío. Le faltaban los dos últimos botones de la camisa y se le podía ver el ombligo peludo. Parecía lo suficientemente amistoso.

– ¿Quiere usted el maniquí, señor?

– Sí. ¿Está a la venta?

– Bueno, no del todo, es una especie de instrumento de exhibición, de atracción…

– Quiero comprarla.

– Bueno, déjeme ver… -El viejo judío se acercó y empezó a tocar el maniquí, el vestido, los brazos-. Veamos… Creo que le puedo dejar esta… cosa… por 17,50 dólares.

– Me la quedo. -Robert sacó un billete de 20. El dueño le devolvió el cambio.

– La voy a echar de menos -dijo- algunas veces parece casi real. ¿Quiere que se la envuelva?

– No. Me la llevo tal como está.

Robert cogió el maniquí y la llevó hasta el coche. La tumbó en el asiento trasero. Luego montó delante y condujo hacia su casa. Cuando llegó, afortunadamente no parecía haber nadie por los alrededores, la metió en su apartamento sin ser visto. La puso de pie en el centro de la habitación y la contempló.

– Stella -dijo-. ¡Stella, perra!

Se acercó y le pegó una bofetada. Entonces agarró la cabeza y comenzó a besarla. Fue un buen beso. Su pene empezaba a ponerse duro cuando sonó el teléfono.

– Hola -contestó.

– ¿Robert?

– Sí.

– Soy Harry.

– ¿Qué tai, Harry?

– Bien. ¿Qué estás haciendo?

– Nada.

– Creo que me voy a pasar por allí. Llevaré algunas cervezas.

– De acuerdo.

Robert se levantó, cogió el maniquí y la llevó hasta el armario. La puso apoyada en una esquina y cerró la puerta.

Harry no tenía en realidad mucho que decir. Estaba allí sentado con su bote de cerveza.

– ¿Cómo está Laura? -preguntó.

– Oh -dijo Robert- ya no hay nada entre Laura y yo.

– ¿Qué pasó?

– El eterno toque de vampiresa, siempre en escena. Era inexorable. Buscando tíos donde fuese… En el supermercado, en la calle, en los cafés, en cualquier sitio y con cualquiera. Ninfómana. No importaba lo que fuese con tal de que fuese un hombre. Hasta con un tío que marcó un número equivocado. No pude aguantarlo más.

– ¿Y ahora estás solo?

– No, ahora estoy con otra. Brenda, ya la conoces.

– Ah, sí. Brenda. Está muy bien.

Harry estaba allí sentado bebiendo cerveza. Harry nunca había tenido una mujer, pero siempre estaba hablando de ellas. Había algo enfermizo en Harry. Robert no puso mucho interés en la conversación y Harry se fue pronto. Robert se dirigió hacia el armario y sacó a Stella.

– ¡Tú, condenata puta! -dijo-, me has estado engañando ¿eh?

Stella no contestó. Estaba allí, mirándole fría y tranquilamente. Le pegó una buena bofetada. Se podía caer el sol antes de que una mujer fuese por ahí engañando a Bob Wilkenson. Le pegó otra buena bofetada.

– ¡Eres un maldito coño! Te follarías a un niño de cuatro años si le pudieses poner la pilila dura ¿eh?

La abofeteó de nuevo, entonces la agarró y la besó. La besó una y otra vez. Entonces le metió las manos por debajo del vestido. Estaba bien formada, muy bien formada. Stella le recordaba a una profesora de álgebra que había tenido en bachillerato. Stella no llevaba bragas.

– Grandísima puta -le dijo-. ¿Quién se llevó tus bragas?

Su pene estaba en erección, apretado fuertemente contra el vientre de ella. Le subió el vestido por encima de los muslos. No había ninguna abertura. Pero Robert estaba terriblemente excitado. Metió el pene entre los muslos de Stella. Eran suaves y duros. Entonces eyaculó. Por un momento se sintió extremadamente ridículo, su excitación había desaparecido, pero empezó a besarla por el cuello y entonces le mordió un pecho sonriendo.

La lavó con la toalla de los platos, la llevó hasta el armario y la puso detrás de un abrigo, cerró la puerta y todavía tuvo tiempo de ver en la televisión el cuarto tiempo del encuentro entre los Detroit Lions y los L. A. Rams.

A medida que pasaba el tiempo, a Robert le iba agradando más. Hizo unas cuantas mejoras. Le compró a Stella muchos pares de bragas, unas ligas, medias oscuras y camisones.

También le compró pendientes, y fue un choque terrible para el comprobar que su amor no tenía orejas. Le puso de todos modos los pendientes pegándolos con cinta adhesiva. No tenía orejas pero tenía muchas ventajas: no tenía que sacarla a cenar, llevarla a fiestas, a películas estúpidas; todas esas cosas que significan tanto para las mujeres de carne y hueso. Y tenían discusiones. Siempre había discusiones, incluso con un maniquí. Ella no podía hablar, pero él estaba seguro de que una vez le había dicho:

– Eres el mejor amante de todos. Ese viejo judío era un amante estúpido. Tú eres un amante inspirado, Robert.

Sí, tenía ventajas. No era como todas las otras mujeres que había conocido. Ella no tenía necesidad de hacer el amor en momentos inconvenientes. El podía elegir con tranquilidad el momento de hacerlo. Y no tenía períodos. Era una magnífica amante. Robert le cortó un poco de pelo de la cabeza y se lo pegó entre los muslos.

El asunto había comenzado siendo puramente sexual, pero gradualmente se estaba enamorando de ella, podía sentir cómo ocurría. Pensó en acudir a un psiquiatra, pero decidió no hacerlo. Después de todo ¿por qué era necesario amar a un ser humano? Nunca duraba mucho. Había demasiadas diferencias entre cada individuo, y lo que empezaba siendo amor acababa casi siempre en guerra despiadada.

Tampoco tenía que acostarse en la cama con Stella y escucharle hablar de todos sus antiguos amantes. De cómo Karl la tenía así de grande, pero no sabía hacerlo. Y lo bien que bailaba Louie, que podía convertir en ballet una venta de seguros. Y cómo Marty sí que sabía besar de verdad, su manera de mover la lengua. Una y otra vez, siempre así. Qué mierda. Claro que también Stella había mencionado al viejo judío, pero sólo una vez.