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— ¿Cómo? Es evidente que procedéis de un enana amarilla.

— Nuestra evolución tuvo lugar en una estrella enana amarilla, parecida a Procyon. Como sabrás, dentro de medio mil ón de años Procyon se dilatará y entrará en una fase de gigante rojo.

— ¡Por Finagle! ¿Vuestro sol se convirtió en un gigante rojo?

— Sí. Poco después de concluir el traslado de nuestro mundo, nuestro sol inició un proceso de expansión. Tus antepasados todavía se dedicaban a romper cabezas con fémures de antílope. Cuando comenzasteis a interesaras por nuestro mundo, os lanzasteis a explorar órbitas que no correspondían en soles que tampoco correspondían. Habíamos incorporado mundos adecuados procedentes de sistemas vecinos, hasta disponer de cuatro mundos agrícolas que organizamos en una roseta de Kemplerer. Cuando el sol comenzó a expandirse, fue preciso trasladarlos todos al mismo tiempo y proporcionarles fuentes de ultravioleta para compensar las radiaciones rojas. No es de extrañar que cuando llegó el momento de abandonar la galaxia, hace doscientos años, estuviéramos bien preparados. Ya teníamos práctica en el traslado de mundos.

Hacía un rato que la roseta de los mundos había comenzado a ensancharse. El mundo de los titerotes comenzó a brillar bajo sus pies, cada vez más grande, hasta absorberlos. Las estrellas dispersas por los negros mares habían crecido hasta convertirse en millares de pequeñas islas. Los continentes ardían como materia solar incandescente.

Una vez, hacía de eso muchos años, Luis se había asomado sobre el vacío desde lo alto del monte Lookitthat. El río de la Gran Catarata, de ese mundo, acaba en la catarata más alta del espacio conocido. Luis lo había seguido hasta donde le fue posible penetrar el nebuloso vacío con la mirada. El blanco indescriptible del propio vacío se le había quedado grabado para siempre y Luis, medio hipnotizado, había jurado vivir eternamente. Era la única manera de conseguir verlo todo.

Mientras el mundo de los titerotes iba configurándose a su alrededor, se reafirmó en esa decisión.

— Estoy pasmado — dijo Interlocutor-de-Animales. Su pelada cola sonrosado se agitaba frenéticamente; pero su rostro velludo y su voz de trueno no denotaban la menor emoción —. Os hemos despreciado por vuestra cobardía, Nessus, pero el desdén nos cegaba. En verdad, sois peligrosos. De habernos temido un poco más, hubierais aniquilado nuestra estirpe. Vuestro poder es terrible. No hubiéramos podido haceros frente.

— Un kzin atemorizado ante un hervíboro: imposible.

Nessus lo dijo sin segunda intención; pero Interlocutor reaccionó violentamente.

— Cualquier ser racional temería tamaño poder.

— Lo que dices me preocupa. El miedo y el odio suelen ir unidos. Lo lógico sería que un kzin atacase lo que le inspira temor.

La cosa se estaba poniendo fea. Habían dejado el «Tiro Largo» a mil ones de kilómetros de distancia y el espacio conocido estaba a centenares de años luz de allí; en esas circunstancias, estaban a merced de los titerotes. Si éstos creían tener motivos para temerles…

Había que cambiar de tema en seguida. Luis abrió la boca:

— Hey — dijo entonces Teela —. Hace rato que habláis de rosetas de Kemplerer. ¿Qué es una roseta de Kemplerer?

Y los dos extraterrestres comenzaron a explicárselo afanosamente, mientras Luis se preguntaba cómo había podido tomarla por tonta.

6. Una cinta brillante

— He salido bien burlado — dijo Luis Wu —. Ahora ya sé dónde encontrar el mundo de los titerotes. Gracias, Nessus. Has cumplido tu promesa.

— Ya te advertí que la información sería sorprendente, pero de escasa utilidad.

— Vaya broma — comentó el kzin —. Tu sentido del humor me sorprende, Nessus.

A sus pies se veía una diminuta isla en forma de anguila, rodeada por un negro mar. La isla se fue perfilando como una salamandra de fuego, y Luis creyó distinguir unos elevados edificios de esbelta estructura. Sin duda no permitían el acceso de extranjeros al continente.

— Nosotros no bromeamos — aclaró Nessus —. Mi especie no posee sentido del humor.

— Es curioso. Siempre había creído que el humor era una muestra de inteligencia.

— No. El humor va asociado a un mecanismo de defensa interrumpido.

— Aun así…

— Interlocutor, ningún ser racional interrumpe jamás un mecanismo de defensa.

A medida que la nave iba aproximándose comenzaron a diferenciarse unas luces de otras: paneles solares a la altura de las calles, ventanas en los edificios, fuentes de luz en las zonas de esparcimiento. Por un instante, Luis distinguió unos edificios sumamente esbeltos y de varios kilómetros de altura. Luego fueron absorbidos por la ciudad y, por fin, aterrizaron.

Estaban en medio de un parque de multicolores plantas desconocidas.

Nadie se movió. Los titerotes eran unos de los seres racionales de aspecto más inofensivo del espacio conocido. Su gran timidez, su pequeño tamaño, su extraño aspecto, determinaban que nadie les considerase peligrosos. Simplemente resultaban graciosos.

Pero, de pronto, Nessus se encontraba entre los de su especie; y su especie era más poderosa de lo que imaginaban los hombres. El titerote loco permaneció sentado y movió las cabezas en todos los sentidos, observando a los seres inferiores que había escogido. Nessus no resultaba nada gracioso. Su raza trasladaba mundos, de cinco en cinco.

La risita de Teela quedaba completamente fuera de lugar.

— Estaba pensando — explicó —. La única manera de no tener demasiados titerotitos es abstenerse de todo contacto sexual. ¿Verdad, Nessus?

— Sí.

Teela volvió a reír:

— No me extraña que los titerotes no tengan sentido del humor.

Guiados por una luz azul flotante, atravesaron un parque demasiado regular, demasiado simétrico, demasiado bien cuidado.

El aire estaba impregnado del picante olor químico a titerotes. Ese olor estaba por doquier. Resultaba excesivo y artificial en el habitáculo unicelular de la nave transbordadora. No había disminuido cuando se abrió la cámara de aire. Un trillón de titerotes habían impregnado el aire de ese mundo y el olor a titerote se mantendría por toda la eternidad.

Nessus bailaba; sus pequeños cascos con uñas casi parecían no tocar la flexible superficie del sendero. El kzin se deslizaba, como un gato, balanceando rítmicamente la cola sonrosada. Los pasos del titerote componían una música de baile en compás de tres-cuatro. El kzin no producía el menor rumor al andar.

Teela avanzaba con paso casi igualmente silencioso. Su andar parecía desmañado; pero no lo era. No tropezó ni una vez, no topó con nada. Luis cerraba la comitiva, el menos grácil del grupo.

Y no había razón alguna para que Luis Wu se moviera con gracia. Era sólo un primate transformado, que pese a su evolución nunca se había adaptado por completo a caminar sobre el suelo. Durante millones de años, sus antepasados habían caminado a cuatro patas cuando era necesario y habían viajado por los árboles siempre que era posible.

El pleistoceno puso fin a esa costumbre con sus millones de años de sequía. Los bosques desaparecieron dejando a los antepasados de Luis Wu sedientos y hambrientos. Desesperados, empezaron a comer carne. Las cosas cambiaron un poco cuando descubrieron el secreto del fémur del antílope, cuya articulación dejó señales en tantos cráneos fósiles.

Ahora, con sus pies aún dotados de un vestigio de dedos, Luis Wu y Teela Brown paseaban en compañía de dos seres extraños.

¿Extraños? Todos eran extraños allí, incluso el loco y exiliado Nessus, con su desordenada crin y sus inquietas cabezas inquisidoras. Interlocutor también se sentía incómodo. Sus ojos, rodeados de negros círculos, escudriñaban la vegetación desconocida en busca de seres con aguijones envenenados o afilados dientes. Instinto, sin duda. Los titerotes nunca permitirían el acceso de fieras peligrosas a sus parques.