— Adelante — dijo Luis.
El kzin disparó los dos rayos.
Se oyó retumbar un trueno que fue rebotando en las paredes de la mazmorra. Un punto brillante del color de los relámpagos apareció en lo alto de la pared, justo debajo del techo.
Avanzó lentamente, dejando un débil rastro de resplandor rojizo.
— Corta por partes — sugirió Luis —. Si nos desprendemos de semejante masa de un solo golpe, saldremos disparados.
Interlocutor aceptó la sugerencia y varió el ángulo de corte.
Pese a esta precaución, el edificio dio una sacudida cuando se desprendieron del primer bloque. Luis se agarró al suelo. A través del boquete recién abierto vio la luz del día, y la ciudad, y la gente.
No obtuvo una buena perspectiva hasta que se hubieron desprendido de media docena de bloques parecidos.
Entonces pudo ver un altar de madera y un modelo de metal plateado en forma de rectángulo plano, sobre el que se alzaba un arco parabólico. Lo distinguió un breve instante, luego un bloque de celdas fue a estrellarse a su lado y los fragmentos salieron despedidos en todas direcciones. Un instante más tarde sólo quedó un mantoncito de serrín y unos trozos de latón retorcido. Pero la gente ya había huido mucho antes.
— ¡Gente! — le dijo a Nessus en son de queja —. ¡En el centro de una ciudad vacía, a varios kilómetros de los campos de cultivo! Deben tardar al menos un día en l egar hasta aquí. ¿Para qué vendrán?
— A adorar a la diosa Halrloprillalar. Eran los proveedores de alimentos de Prill.
— Ah. Ofrendas.
— Naturalmente. ¿Por qué te alteras tanto, Luis?
— Podríamos haberlos herido.
— Tal vez le hayamos dado a alguno.
— Me pareció ver a Teela ahí abajo. Sólo un breve instante.
— Tonterías, Luis. ¿Quieres probar nuestro propulsor?
La aerocicleta del titerote estaba incrustada en un montículo gelatinoso de plástico translúcido. Nessus se situó junto al panel de mandos que habían dejado al descubierto. Por la claraboya se divisaba una imponente panorámica de la ciudad: los muelles, las torres de paredes lisas del Centro Cívico, la exuberante selva que seguramente había sido un parque. Todo ello varios centenares de metros más abajo.
Luis se quedó en posición de firmes. Gran ejemplo para su tripulación, el heroico comandante permanece firme en el puente. Los reactores averiados pueden explotar al menor impulso; pero es preciso intentarlo. ¡Es preciso detener a los acorazados kzinti antes de que consigan l egar a la Tierra!
— Jamás lo conseguiremos — dijo Luis Wu.
— ¿Por qué no, Luis? El campo de fuerzas no debería ser más potente…
— ¡Un castillo volante, por Finagle! Sólo ahora he empezado a comprender lo alucinante del proyecto! ¡Debemos estar locos! Regresar alegremente a casa montados en la mitad superior de un rascacielos… — El edificio empezó a moverse y Luis dio un traspié. Nessus había puesto en marcha el motor.
La ciudad fue deslizándose bajo la ventana, cada vez a mayor velocidad. La aceleración disminuyó. En ningún momento había sido superior a treinta centímetros por segundo al cuadrado. La velocidad máxima parecía ser de unos ciento cincuenta kilómetros por hora y el castillo se mantenía estable como una roca.
— Hemos centrado correctamente la aerocicleta — comentó Nessus —. El suelo no se ha inclinado, como habréis observado, y la estructura no manifiesta ninguna tendencia a girar sobre sí misma.
— Sigue pareciéndome una locura.
— Nada que funcione es una locura. Y ahora, ¿dónde vamos?
Luis guardó silencio.
— ¿Dónde vamos, Luis? Interlocutor y yo no tenemos ningún plan. ¿Qué rumbo tomo, Luis?
— A estribor.
— Muy bien. ¿Directamente a estribor?
— Exactamente. Tenemos que atravesar el Ojo de la tormenta. Luego torceremos unos cuarenta y cinco grados aproximadamente hacia antigiro.
— ¿Deseas dirigirte a la ciudad de la torre llamada Cielo?
— Sí. ¿Sabrías localizarla?
— No debe plantear mayores dificultades, Luis. Tres horas de vuelo nos bastaron para llegar hasta aquí; deberíamos poder regresar en unas treinta horas. ¿Y a partir de allí?
— Depende.
La imagen parecía tan real. Todo era cuestión de práctica e imaginación, pero… tan real. Luis Wu soñaba en color y también despierto.
Parecía tan real. Pero, ¿lo era?
Le asustaba pensar con qué rapidez había perdido toda confianza en la torre volante. Sin embargo, la torre volaba. La fe de Luis Wu era superflua para su buen funcionamiento.
— El herbívoro parece haber aceptado tu guía sin rechistar — comentó Interlocutor.
La aerocicleta zumbaba suavemente para sus adentros a un par de metros de ellos. El paisaje se iba deslizando bajo la claraboya. A lo lejos y bastante desplazado hacia un lado, se divisaba el ojo de la tormenta, con su gran mirada gris y amenazadora.
— El herbívoro ha perdido el juicio — dijo Luis —. Espero que tú conserves un poco más de sensatez.
— Nada de eso. Tú tienes un objetivo y estaré muy satisfecho de secundarte. Pero si hay posibilidad de enfrentamientos, me gustaría estar mejor informado.
— Humm…
— En cualquier caso preferiría estar mejor informado, para poder decidir si hay riesgo de enfrentamientos.
— Muy bien dicho.
Interlocutor esperaba una respuesta.
— El primer paso es conseguir el alambre que une las pantallas cuadradas — le explicó Luis —. Es el cable contra el que chocamos cuando las defensas antimeteoritos derribaron nuestra nave, ¿recuerdas? Luego comenzó a caer sobre la ciudad de la torre flotante, metros y metros de él, en ininterrumpida sucesión. Debe haber miles de kilómetros de ese cable, más que suficiente para mi pequeño proyecto.
— ¿Qué proyecto es ése, Luis?
— En primer lugar, apoderarnos del alambre de las pantallas. Es probable que los nativos nos lo cedan sin resistencia, si Prill se lo pide amablemente y Nessus emplea su tasp.
— ¿Y luego?
— Luego sabremos hasta dónde alcanza mi locura.
La torre iba avanzando hacia estribor como un trasatlántico de los aires. Las naves interestelares no alcanzaban nunca esas dimensiones. Y por lo que respecta a las aeronaves, en el espacio conocido no había ninguna comparable a esa torre. ¡Seis cubiertas de paseo! ¡Vaya lujo!
Sin embargo, faltaban otros lujos. La reserva de alimentos del rascacielos volante consistía principalmente en carne congelada, frutas frescas y la cocinilla de la aerocicleta de Nessus. El alimento para titerotes era poco nutritivo para los humanos, según decía Nessus. Conque Luis desayunaba y cenaba carne asada con la linterna de rayos laser y alguno de esos frutos rojos y llenos de protuberancias.
Y no había agua.
Ni café.
Lograron convencer a Prill para que les consiguiera un par de botellas de una bebida alcohólica. Celebraron un bautizo algo tardío en la sala de mandos, con Interlocutor cortésmente apartado en un rincón y Prill nerviosamente apostada muy cerca de la puerta. Nadie aceptó el nombre que sugirió Luis, «Improbable», conque acabaron bautizándolo de cuatro maneras distintas, cada uno en su lengua.
La bebida era… bueno, amarga. A Interlocutor se le atraganto, y Nessus no quiso ni probarla. Sin embargo, Prill se tomó una botella, selló las demás y las guardó celosamente.
El bautizo de la torre volante se convirtió en una clase de idiomas. Luis aprendió los primeros rudimentos de la lengua de los Ingenieros del Anillo. Pronto comprobó que Interlocutor aprendía con mucha mayor facilidad que él. No era de extrañar. Tanto Interlocutor como Nessus habían sido adiestrados para dominar las lenguas humanas, así como las estructuras lógicas y las limitaciones de pronunciación y audición de los humanos. Les bastaba aplicar las técnicas ya adquiridas.