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Al tensarse, el alambre cercenaría sin duda algunas de las paredes divisorias de la nave. Gracias a la pintura amarilla, Luis pudo estudiar la dirección de estos cortes y asegurarse de que el alambre no dañara ninguna parte del sistema de supervivencia. Pero la pintura también serviría de advertencia y les ayudaría a mantenerse apartados del alambre.

Luis cruzó la compuerta, esperó a que Interlocutor saliera tras él. Luego cerró el portillo exterior.

Por fin, Interlocutor preguntó:

— ¿Es ésta la razón de que viniéramos hasta aquí?

— En seguida te lo explicaré — respondió Luis.

Se dirigió a la popa del fuselaje de Productos Generales, cogió el cabo con ambas manos y le dio un ligero tirón. El alambre no se movió. Se volvió de espaldas a la nave. Tiró con todas sus fuerzas. El alambre no se movió en absoluto. La puerta de la compuerta lo mantenía en su sitio.

— Imposible someterlo a una prueba con mayor tracción. No estaba seguro de que la puerta de la compuerta quedase lo suficientemente ajustada. Tampoco sabía si el fuselaje de Productos Generales resistiría el roce del cable. Aún no puedo asegurarlo con toda certeza. Pero, sí, por esto hemos venido.

— ¿Qué haremos ahora?

— En primer lugar, tenemos que abrir el portillo de la compuerta. — Así lo hizo —. Ahora dejaremos que el alambre se deslice a través del «Embustero» y transportaremos otra vez el cabo hasta el «Improbable» y volveremos a unirlo a la pared.

Así lo hicieron.

El alambre que había servido para unir las pantallas cuadradas se perdía en la distancia en dirección a estribor. Lo habían arrastrado miles de kilómetros detrás del «Improbable», porque no había forma posible de subirlo a bordo del edificio volante. Tal vez llegaba hasta la maraña de cables enredados en torno a los edificios de la Ciudad Bajo el Cielo; una maraña de alambre que parecía una nube de humo y podía contener mil ones de kilómetros de ese material.

Ahora el alambre entraba por la doble compuerta del «Embustero», cruzaba el fuselaje de la nave, salía por el conducto de los cables y acababa en un pegote de plástico electrocoagulante adherido a la base del edificio volante.

— De momento todo ha salido según lo previsto — comentó Luis —. Ahora necesitaré a Prill. No, ¡nej! Lo había olvidado. Prill no tiene traje de presión.

— ¿Traje de presión?

— Vamos a subir en el «Improbable» hasta la cumbre del Puño-de-Dios. El edificio no es hermético. Tendremos que dejarla aquí.

— Hasta la cumbre del Puño-de-Dios — repitió Interlocutor —. Luis, una sola aerocicleta no es lo suficientemente potente para remolcar el «Embustero» hasta ahí arriba. Si además quieres sobrecargar el motor con la masa adicional de un edificio flotante.

— No tengo intención de remolcar el «Embustero». Arrastraré el alambre hasta la cumbre. Dejaremos que se deslice libremente a través del «Embustero». Nada lo detendrá hasta que le ordene a Prill que cierre la compuerta.

Interlocutor pareció pensarlo.

— Creo que saldrá bien, Luis. Si la aerocicleta del titerote no resulta lo bastante potente, siempre podemos desprendernos de parte del edificio para reducir el peso. Pero, ¿para qué? ¿Qué esperas encontrar ahí en la cumbre?

— Podría resumírtelo en una sola palabra; y te reirías ante mis narices. Interlocutor, te juro que, si me equivoco, nunca lo sabrás — dijo Luis Wu.

Mientras tanto pensaba: «Debo explicarle a Prill lo que debe hacer. Y taponaré el conducto con plástico. No impedirá el paso del cable, pero el «Embustero» quedará casi herméticamente cerrado».

El «Improbable» no era una nave espacial. Su fuerza elevadora era de carácter electromagnético y se sustentaba en la estructura básica del propio Anillo. Y en el Puño-de-Dios esta estructura básica formaba una ladera inclinada; pues la montaña estaba hueca. Naturalmente, el «Improbable» tendría tendencia a volcar, a caer hacia atrás bajo el impulso de la aerocicleta del titerote.

Interlocutor ya había hallado una solución a ese problema.

Se enfundaron sus trajes de presión ya antes de iniciar el viaje propiamente dicho. Mientras sorbía una papilla a través de un tubo, Luis recordó con añoranza la carne asada con la linterna de rayos laser. Interlocutor estaba sorbiendo sangre reconstituida, absorto en sus propios pensamientos.

La cocina sin duda era innecesaria. Se deshicieron de esa parte del edificio y con ello disminuyó su tendencia a volcar hacia atrás.

También se deshicieron del equipo de aire acondicionado y de los controles policíacos. Sin embargo, no arrojaron por la borda los generadores que destruyeron sus aerocicletas hasta asegurarse de que eran independientes de los motores elevadores. Luego derribaron algunas paredes, dejando las necesarias para protegerse de los rayos directos del sol.

Cada día les acercaba un poco más al cráter del Puño-de-Dios, un cráter capaz de tragarse casi cualquier asteroide. El reborde del cráter no le recordaba a ninguno de los que había visto Luis. Unos salientes semejantes a puntas de lanza de obsidiana formaban un anillo dentado. Puntas de lanza que por sí solas tenían las dimensiones de una montaña. Localizaron una hendidura entre dos de esos picos. Podrían pasar por allí…

— Imagino que deseas penetrar en el cráter — dijo Interlocutor.

— Así es.

— En ese caso, es una suerte que hayamos encontrado ese cañón. A partir de allí la ladera se hace demasiado empinada para nuestro motor. Pronto llegaremos al cañón.

Interlocutor pilotaba el «Improbable» a base de variar la tracción de la aerocicleta. Habían tenido que dirigirla así desde que se desprendieron del mecanismo estabilizador, en un último intento de aligerar el peso del edificio. Luis ya se había acostumbrado al extraño aspecto del kzin: los cinco globos transparentes concéntricos de su traje de presión, el casco en forma de pecera con su maraña de controles para la lengua que casi le ocultaban todo el rostro, la enorme mochila.

— Llamando a Prill — dijo Luis por el intercom —. Llamando a Halrloprillalar. ¿Estás ahí, Prill?

— Aquí estoy.

— No te muevas. Dentro de veinte minutos estaremos al otro lado.

— Me alegro. Ya ha durado bastante.

El Arco parecía despedir llamas sobre sus cabezas. A mil quinientos kilómetros por encima de la superficie del Mundo Anillo, llegaban a divisar el lugar donde el Arco se confundía con los muros exteriores y el paisaje plano. Se sentían como el primer hombre que viajó al espacio, haría de eso un millar de años, y al mirar hacia la Tierra comprobó que, por Jehová, realmente era redonda.

— Cómo íbamos a adivinarlo — dijo Luis, muy quedo. Sin embargo, Interlocutor levantó la vista de lo que estaba haciendo.

Luis no advirtió la mirada extrañada del kzin.

— Hubiéramos podido ahorrarnos muchos problemas. Hubiéramos podido regresar en cuanto encontramos el alambre de las pantallas. ¡Qué nej, hubiéramos podido remolcar el «Embustero» hasta la cumbre del Puño-de-Dios con nuestras cuatro aerocicletas! Pero entonces Teela no habría conocido a Caminante.

— ¿Todavía la suerte de Teela Brown?

— Naturalmente. — Luis tuvo un sobresalto —. ¿He estado hablando solo?

— Te he estado escuchando.

— Tendríamos que haberío imaginado — dijo Luis. Ya estaban muy cerca del cañón entre los dos empinados picos —. Los Constructores nunca habrían construido una montaña tan alta en este sitio. Poseen más de un billón de kilómetros de montañas de más de mil kilómetros de altura, si contamos los dos muros exteriores.

— Pero el Puño-de-Dios existe, Luis.

— No. Es sólo una cáscara. Mira ahí abajo: ¿qué ves?