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— ¿Que yo te debo dos esclavos?

— Sí, dos esclavos. Vamos, no te hagas el tonto. Te traje aquellas piezas de acero desde d’zertanoj. Uno de los esclavos con que me pagaste murió. Todavía me debes uno.

— Sí, claro, cogí dos esclavos para ti. Dos que saqué del océano.

— Buen trozo de costa cogiste.

Ch’aka anduvo a lo largo de la formación, ahora tendida en el suelo, de sus esclavos, hasta que llegó al que el día anterior había olido la rata ganándose una buena patada. De un manotazo lo puso en pie, y lo fue llevando a empujones hacia el otro grupo.

— Aquí tienes uno bueno — dijo, mientras como prueba definitiva de la mercancía le propinaba una nueva patada al esclavo.

— Parece que está muy delgado. No es muy bueno, no.

— ¡No…! Lo que ocurre es que es todo fibra, todo músculo. Y trabaja mucho. Y comer…, come muy poco.

— ¡Eres un embustero!

— ¡Te odio Fasimba!

— ¡Y yo también te odio Ch’aka! ¿Dónde está el otro?

— ¡Ah…! Tengo uno muy bueno. Un extranjero que vino del otro lado del océano, y que además de que es muy trabajador, te contará historias muy divertidas.

Jason dio media vuelta a tiempo para evitar que el patadón que le venía encima, no le diera de lleno. Aun así le dio lo bastante fuerte como para dejarle tumbado. Antes de que se pudiera levantar, Ch’aka había cogido a Mikah Samon por un brazo y lo fue arrastrando hasta llevarlo con el otro grupo de esclavos. Fasimba se acercó para examinarle, palpándole las costillas y un brazo.

— No tiene muy buen aspecto. Y el agujero que lleva en la cabeza es enorme.

— Pero trabaja mucho — dijo Ch’aka — casi está curado. Es muy fuerte.

— ¿Me darás otro si se muere éste? — preguntó Fasimba dubitativamente.

— ¡Sí, sí! Te daré otro. ¡Te odio, Fasimba!

— ¡Y yo a ti, Ch’aka!

Todo el rebaño de esclavos se puso en pie y comenzaron a caminar volviendo sobre los pasos que les habían traído hasta aquel lugar.

Jason se acercó corriendo hasta Ch’aka y gritando:

— ¡Espera! ¡No vendas a mi amigo! Trabajamos mucho mejor si lo hacemos juntos. Te podrías desprender de otro…

Los esclavos se quedaron sorprendidos ante aquella reacción desconocida para ellos, mientras Ch’aka se volvió sobre sus talones levantando al mismo tiempo la maza.

— ¡Cierra el pico! Eres un esclavo, y si me vuelves a decir otra vez en tu vida lo que tengo que hacer, te mato.

Jason no se atrevió a continuar, pues era evidente que no tenía otra alternativa. Tenía cierto remordimiento de conciencia por la posible suerte de Mikah: si sobrevivía a la herida, no era desde luego el tipo de individuo que se sabía someter a las condiciones inevitables de la vida de esclavo. Pero Jason había hecho todo cuanto había podido para salvarle, y nada más se podía hacer. Ahora Jason no tenía más remedio que pensar en sí mismo.

Anduvieron durante un rato antes de que oscureciera. La duración de la marcha había estado supeditada a que llegara el momento de perder de vista a los otros esclavos; cuando ya no se veía ni rastro de ellos, se detuvieron para pasar la noche.

Jason buscó refugio al socaire de un altillo que rompía la fuerza del viento, y sacó un trozo de carne reseca que tuvo la precaución de guardar en el primer festín. Estaba duro y muy grasiento, pero de todos modos era superior en mucho a los krenoj apenas comestibles, que constituían la mayor parte de la dicta de los esclavos. Empezó a comer mirando a un lado y otro, y vio a uno de los esclavos que venía hacia él.

— ¿Me das un poco de carne? — preguntó el esclavo con voz plañidera. Al cabo de unos segundos se dio cuenta de que quien había hablado era una mujer, una muchacha. Todos los esclavos tenían idéntico aspecto envueltos en sus pieles y con el pelo largo, sucio, y revuelto. Arrancó un trozo de carne y se lo ofreció.

— Aquí tienes. Siéntate y cómetelo. ¿Cómo te llamas?

A cambió de su generosidad, intentó obtener información de la muchacha.

Ijale estaba todavía de pie y desgarraba la carne sujetándola con una mano, mientras con el dedo índice de la otra se rascaba la cabeza.

— ¿De dónde viniste? ¿Siempre has vivido aquí…, de esta forma?

— No, aquí, no. Vine de Bul’wajo, luego de Fasimba, y ahora pertenezco a Ch’aka.

— ¿Qué o quién es Bul’wajo? ¿Es alguien como nuestro jefe Ch’aka?

Ella asintió sin dejar de mordisquear la carne.

— ¿Y los d’zertanoj de quienes Fasimba consiguió las flechas, quiénes son?

— No sabes mucho, que digamos — dijo ella, terminando de comer la carne, y chupando la grasa de los dedos.

— Sé lo suficiente como para tener carne cuando tú no tienes, de manera que no abuses de mi hospitalidad. ¿Quiénes son los d’zertanoj?

— Todo el mundo sabe quiénes son — hizo un gesto de incomprensión ante la pregunta de Jason, y buscó un lugar blando en la arena para sentarse —. Viven en el desierto. Van en caroj, y apestan. Tienen muchas cosas bonitas. Uno de ellos me dio la bonita que tengo. Si te la enseño, ¿no me la quitarás?

— No, no la tocaré. Pero me gustaría ver algo de lo que ellos hayan hecho. Mira, aquí tienes un poco más de carne. Y ahora enséñame esa cosa.

Ijale hurgó entre sus pieles, hasta llegar a un bolsillo escondido, de donde sacó algo que apretaba con todas sus fuerzas con la mano cerrada. Extendió la mano con orgullo y la abrió. Todavía había luz suficiente para que Jason pudiera descubrir la forma ruda de un trozo de vidrio rojo.

— ¿Verdad que es muy bonito? — preguntó ella.

— Precioso — convino Jason.

Durante unos instantes sintió una punzada de verdadera compasión, al contemplar el aspecto de la muchacha con el brazo tendido, y su «tesoro» en la mano. Los antepasados de la muchacha habían llegado a este planeta en naves espaciales, llevando con ellos el conocimiento de las más avanzadas ciencias. Cortando el cordón umbilical que les unía a otros mundos, sus hijos habían degenerado hasta este punto: esclavos llegados a tal grado de inteligencia, que daban más valor a un trozo de vidrio insignificante, que a ninguna otra cosa en el mundo.

— Te gusta, ¿eh? — repitió Ijale, volviendo a esconder el vidrio —. ¿Oye, me quieres dar un beso?

— Quieta, quieta — se apresuró a responder Jason —. La carne ni era más que un regalo, y por tanto, no tienes que pagarme nada.

— ¿No te gusto? ¿Te parezco demasiado fea?

— No, no. ¡Qué va! ¡Eres preciosa! — mintió Jason —. Lo que ocurre es que estoy muy cansado.

¿Era guapa o fea? No lo sabría decir. La mitad del pelo, totalmente revuelto y sucio, le cubría la mitad del rostro, mientras que la otra mitad, estaba cubierta de una película densa y oscura. Tenía los labios agrietados y casi en carne viva, y una contusión rojiza le cubría parte de la mejilla.

— Déjame que me quede cerca de ti esta noche, porque sino Mzil’kazi se querrá apoderar de mí, y le tengo miedo. Mira donde está.

El hombre a quien ella había señalado, les estaba mirando desde lejos, y aún se alejó más todavía cuando Jason alzó el rostro para verle.

— No te preocupes por Mzil’kazi — dijo Jason. Se levantó, cogió una piedra y vio cómo el observador echaba a correr a toda prisa.

— Me gustas. Te volveré a enseñar mi cosa bonita.

— Tú también me gustas. No, ahora no. Demasiadas cosas buenas muy de prisa, me podrían hacer daño. Buenas noches.

Capítulo V

Ijale estuvo junto a Jason durante todo el día siguiente, y no se movió de su lado en la formación reglamentaria e inacabable de la busca del krenoj. Tantas veces como le era posible le hacía preguntas a la muchacha, y antes del atardecer había conseguido que ella le dijera cuánto sabía del lugar donde vivían. El océano era algo misterioso que producía animales comestibles, pescado, y de vez en cuando algún cadáver humano, y algún barco en lontananza. Pero no se sabía nada de ellos. El otro lado del territorio estaba flaqueado por un desierto más inhóspito todavía que éste sobre el que arrastraban su existencia; una inconmensurable planicie de arena sin vida, que sólo era habitable por los d’zertanoj y sus misteriosos caroj. Estos últimos quizá fueran animales, o tal vez, algún tipo de transporte mecánico; según la vaga descripción de Ijale cualquiera de los dos era factible. Océano, costa y desierto; esto y nada más era lo que constituía su mundo, y no concebía que pudieran existir otras cosas más allá.