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— Ellos rezarán por mí, pero no me podrán buscar. La mayor parte del dinero que teníamos se dedicó a la construcción de la nave que tú destruiste. ¿Pero y otras naves comerciantes, exploradores…?

— Suerte… todo depende de los azares de la suerte. Como decía, cinco minutos, o cinco centurias… o nunca. La suerte es ciega.

Mikah se sentó apesadumbrado, y Jason, que se daba cuenta de que era peligroso, tuvo momentáneamente un rasgo de conmiseración:

— Vamos, alégrate, las cosas no van tan mal aquí — dijo —. Compara simplemente nuestra situación presente, con nuestro primer trabajo de buscadores de krenoj en la tribu de Ch’aka. Ahora tenemos y disfrutamos de un sitio con muebles confortables, calor, buena comida, y tan pronto como pueda inventarlas, todas las cosas más modernas. Para mi propia conveniencia, además de tener en cuenta que odio a la mayoría de la gente que anda envuelta en esto, me he propuesto sacar a este mundo de la edad negra en que se halla, y quiero conducirlo hacia las glorias de un futuro tecnológico. ¿Te creías que me estaba metiendo en todos estos líos por el simple capricho de ayudar a Hertug?

— No te entiendo.

— Eso es muy normal en ti. Mira, tenemos aquí una cultura estática que no cambiará nunca a menos que se ponga una buena carga de explosivos en el corazón de ella misma. Esa carga soy yo. Entre tanto el conocimiento de las cosas esté clasificado como un secreto oficial, no habrá progreso. Habrá probablemente ligeras modificaciones y mejoras dentro de los clanes que trabajan sus especialidades, pero en resumen, nada de vital importancia. Pues yo estoy destruyendo todo eso. Estoy dando a Hertug la información de los secretos poseídos por todas las demás tribus, más otras muchas cosas que ninguno de ellos conocía. Esto desequilibrará la balanza que hasta el momento les tenía a todos por un igual, y si hace la guerra como es debido, o sea como yo le diga, puede desembarazarse de todos uno tras otro…

— ¿Guerra? — preguntó Mikah, moviendo las ventanas de la nariz y desorbitando los ojos —. ¿Dices guerra?

— Esa es la palabra — respondió Jason, apurando el vaso y concentrando en la visión de sus propios pensamientos —. Como dijo alguien una vez, no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Si se le deja solo, este mundo irá dando tumbos en su órbita durante toda la vida, con un noventa y nueve por ciento de la población condenado a muerte por enfermedades, por pobreza, por sociedad, por miseria, por esclavitud y por muchas cosas más. Voy a emprender una guerra, una buena guerra, totalmente científica, que barrerá a la competencia. Cuando todo haya acabado éste será un lugar mucho, mucho mejor para todos. Hertug se apoderará del poder y se convertirá en un dictador. El trabajo que estoy haciendo es demasiado para los viejos sciuloj, y he tenido que contratar jóvenes iniciados en la técnica. Cuando todo haya acabado se llevará a efecto la floreciente fertilización de todas las ciencias, e inmediatamente se provocará por sí misma una revolución industrial. No podrá volverse atrás porque los viejos días habrán muerto. Máquinas, capital. constructores, lujo, artes…

— Eres un monstruo — escupió Mikah entre dientes —. Para satisfacer tu propio egocentrismo, vas a hacer estallar una guerra, condenando con ello a muerte a miles de inocentes.. ¡Yo te lo impediré aunque me cueste la vida!

— ¿Queeé…? — dijo Jason alzando la cabeza. Se había quedado medio dormido, agotado por la discusión, la jornada de trabajo, y la visión de sus pensamientos dorados.

Pero Mikah no respondió. Se había puesto de espaldas, y en aquel instante se inclinaba sobre un montante, limpiándolo. Tenía el rostro congestionado, y los dientes apretados con tal fuerza contra sus labios, que un hilo de sangre le corrió por la barbilla. Por fin comprendió los beneficios del silencio en ciertos momentos, aunque los esfuerzos para contenerse casi le costaran la vida.

En el patio de los perssonoj había un gran tanque de piedra, lleno de agua fresca traída con las gabarras. Aquí se reunían los esclavos en busca de provisiones, éste era el centro de las conspiraciones e intrigas. Mikah esperaba su turno para llenar el cántaro, pero en el mismo momento examinaba el rostro de los otros esclavos, buscando a uno que le había hablado unas semanas antes, y a quien había ignorado en el transcurso de aquel tiempo. Por fin le vio cargado de leña para el fuego, y se acercó a él.

— Ayudaré — susurró Mikah mientras pasaba por su lado. El hombre sonrió pícaramente.

— Por fin has sido sensato. Todo se arreglará.

Se hallaban en pleno verano. Los días eran frescos y húmedos y el aire no refrescaba hasta después de oscurecer. A Jason le había llegado el momento de hacer algunas pruebas con su catapulta de vapor, lo cual le había forzado a violar su regla de hacer el trabajo solamente durante el día. En el último minuto se dedicó por tales pruebas, pues el fuego de la caldera trabajando a pleno rendimiento, producía un calor insoportable durante el día. Mikah había salido a por agua para llenar el tanque de la cocina — se había olvidado de hacerlo durante el día —, de modo que Jason no le había visto cuando volvió al taller de trabajo después de cenar. Los ayudantes de Jason tenían la caldera a punto, y la presión de vapor había subido: las pruebas iban a empezar. A causa del silbido del vapor que escapaba, y del ruido general de la maquinaria, la primera señal que tuvieron de que algo iba mal, fue cuando un soldado irrumpió en la habitación con las vestiduras teñidas en sangre a causa de una flecha clavada en el hombro.

— ¡Ataque… trozelligoj! — gritó.

Jason dio algunas órdenes, pero nadie le prestó atención y todos corrieron hacia la puerta. Maldiciendo, permaneció allí el tiempo suficiente para cortar la alimentación del fuego y abrir la válvula de seguridad para que la caldera no estallara después que él se hubiera ido. Después siguió a los otros, no sin antes pasar por delante del estante donde se hallaban sus armas experimentales y recoger la que él había dado en llamar estrella de la mañana, consistente en un recio mango, sobrepujado con una bola de bronce en, la que había colocado pinchos de acero. Describió un arco con el brazo y el arma silbó en el aire.

Corrió a lo largo de los pasillos hacia el lugar de donde procedían los gritos distantes, y que, al parecer, venían del patio de entrada. Mientras subía las escaleras que conducían a los pisos superiores, oyó algunos ruidos indeterminados y un grito ahogado. Saliendo al patio principal vio que la lucha estaba tocando a su fin y que la ganarían los hombres de Hertug sin necesidad de su recurso y ayuda.

Arcos carbónicos iluminaban la escena. La puerta que daba al mar había sido destruida parcialmente por una barcaza con quilla muy puntiaguda. Incapaces de abrirse camino a través del patio, los trozelligoj habían atacado a lo largo del muro y barrido a casi todos los guardias apostados allí. Pero antes de que pudieran continuar su avance, llegaron refuerzos y el contraataque de los defensores detuvo a los invasores. Como el éxito de aquella escaramuza era imposible, se fueron retirando lentamente, limitándose a defender a duras penas la retaguardia. Todavía quedaban hombres moribundos, pero la batalla había terminado. Muertos, la mayor parte de ellos asaetados por flechas, flotaban en el agua, mientras que los que no habían sufrido ningún daño, retiraban a los heridos. Allí no quedaba nada que Jason pudiera hacer, y comenzó a preguntarse qué razones habría tras aquel ataque de medianoche.

En el mismo momento tuvo el presentimiento de que todo aquel lío tenía algo que ver con él. ¿Qué ocurría? El ataque había sido rechazado, pero algo no iba bien, algo que debía ser importante. De pronto recordó los ruidos que había oído cuando salía del edificio. Y el grito ahogado, como si alguien le hubiera obligado al silencio.