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Greg Bear

Música en la sangre

Mi más sincero agradecimiento a los doctores Andrew Edward Dizon, John Graves, Richard Dutton y Monte Wetzel, así como al doctor Percy Russell por facilitar el acceso a sus laboratorios y por su valioso tiempo y ayuda prestados.

Agradezco también la colaboración, en cuestiones específicas, de Marian McLean, del World Trade Center, y Herbert Quelle, del Consulado alemán en Los Angeles, al igual que a Ellen Datlow, Melissa Ann Singer y Andy Porter.

John F. Carr y David Brin me sugirieron hace algunos años que el cuento original se convirtiera en novela. Stanley Schmidt, en calidad de editor de Analog, me propuso que trabajara la idea original con mayor detalle, para comprobar si consistía en algo más que una simple fantasía. Beth Meacham expresó su entusiasmo editorial ante la novela propuesta y me proporcionó un apoyo y aliento cruciales.

Para Astrid Lujo, necesidad, obsesión Con todo mi amor 

Interfase

Cada hora, una miríada de trillones de pequeños seres vivos —microbios, bacterias… los labradores de la naturaleza— nacen y mueren, sin contar para mucho excepto por su cuantía y por la acumulación de sus minúsculas vidas.

Apenas perciben, no sufren. Ni un centenar de trillones de ellos moribundos llegaría a poseer la importancia de una sola muerte humana.

Cualquiera que sea el nivel de magnitud de una criatura, pequeño como los microbios o grande como los humanos, el impulso vital es el mismo, así como, en un gran árbol, las ramas juntas igualan a los vástagos inferiores y todos los vástagos igualan al tronco.

Creemos en ello tan firmemente como los reyes de Francia creían en su jerarquía. ¿Cuál de nuestras generaciones llegará a disentir?

Anafase

Junio — septiembre

1

La Jolla, California

El letrero rectangular color pizarra se alzaba sobre un pequeño montículo verde brillante de hierba coreana, rodeado de lirios y flanqueado por un oscuro arroyo de lecho de cemento. El nombre de GENETRON estaba grabado sobre el lado del letrero que daba a la calle, en rojas letras romanas estilo Times, y bajo el nombre el lema «Donde las cosas pequeñas logran grandes cambios.» Los laboratorios y oficinas de Genetron se alojaban en una estructura estilo Bauhaus en forma de U, de desnudo cemento, que rodeaba un jardín interior rectangular. El complejo principal tenía dos niveles, con pasos abiertos al aire libre. Más allá del patio y justo detrás de una loma artificial aún sin adornar con plantas, se alzaba un cubo de cristal negro de cuatro pisos, rodeado de una valla electrificada de alambre espinoso.

Esos eran los dos lados de Genetron; los abiertos laboratorios, donde se llevaba a cabo la investigación en biochips, y el edificio de los contratos con Defensa, donde se investigaban las aplicaciones militares.

Las medidas de seguridad eran estrictas incluso en los laboratorios abiertos.

Todos los empleados llevaban placas impresas al láser, y el acceso de visitantes a los laboratorios era cuidadosamente controlado. La directiva de Genetron —cinco graduados por Stanford que habían fundado la compañía sólo tres años después de licenciarse— se había dado cuenta de que el espionaje industrial era incluso más probable que un escape de información del cubo negro. Sin embargo, la atmósfera exterior era serena, y las medidas de seguridad habían sido suavizadas por todos los medios.

Un hombre alto, cargado de espaldas, de pelo negro y revuelto, salió como pudo del interior de un Volvo deportivo rojo y estornudó dos veces antes de atravesar el área del aparcamiento para empleados. Las plantas se estaban sintonizando para una orgía de irritación veraniega. Al pasar saludó a Walter, el guardia, de mediana edad, recio y enjuto. Walter, en el mismo estilo indiferente, confirmó su placa deslizándola por el lector de láser.

—No ha dormido mucho esta noche, ¿eh, señor Ulam? —preguntó Walter.

Vergil frunció los labios y asintió.

—Fiestas, Walter.

Tenía los ojos enrojecidos y la nariz hinchada de restregarla constantemente con su pañuelo, que ahora yacía, usado y sumiso, en su bolsillo.

—Cómo hombres que trabajan como usted pueden irse de juerga entre semanas; es algo que no entiendo.

—Lo piden las damas, Walter —dijo Vergil, pasando de largo.

Walter sonrió bonachonamente y asintió, aunque en realidad dudaba de que Vergil estuviera ligando mucho, con fiestas o sin ellas. A menos que los niveles hubieran bajado drásticamente desde los tiempos de Walter, nadie con barba de una semana podía estar ligando demasiado.

Ulam no tenía la figura más atractiva de Genetron. Sus casi dos metros de altura se alzaban sobre grandes pies planos. Pesaba unos doce kilos de más, y a sus treinta y dos años le dolía la espalda, tenía la presión alta y nunca podía apurarse lo bastante el afeitado como para no parecerse a Emmett Kelly.

Su voz no parecía diseñada para ganar amigos: dura, áspera y más bien alta de tono. Dos décadas en California habían suavizado su acento tejano, pero cuando se excitaba el acento surgía de un modo casi penoso.

Su única distinción consistía en sus ojos, de un exquisito verde esmeralda, grandes y expresivos, defendidos por una hermosa hilera de pestañas. Los ojos eran más decorativos que funcionales; sin embargo, los cubrían unas grandes gafas de montura negra. Vergil era corto de vista.

Subió las escaleras de dos en dos o de tres en tres, y sus largas y fuertes piernas hacían resonar los peldaños de cemento y acero. En el segundo piso caminó a lo largo del abierto pasillo hacia la sala de equipos conjuntos de la División Avanzada de Biochips, conocida como el laboratorio común. Sus mañanas empezaban normalmente con una comprobación de los especímenes de una de las cinco ultracentrifugadoras. Su preparado más reciente había sido rotado durante sesenta horas a doscientas mil unidades de gravedad y estaba ahora listo para el análisis.

Para un hombre de su envergadura, las manos de Vergil eran sorprendentemente delicadas y sensibles. Extrajo un costoso rotor de titanio negro de la ultracentrifugadora y cerró el sello de acero que garantizaba el vacío. Tras colocar el rotor sobre una mesa de trabajo, fue sacando une por uno y mirando detenidamente los cinco gruesos tubos de cristal suspendidos en hilera de sus tapones. Varias capas bien definidas de color beige se habían formado en cada uno de los tubos.

Las espesas cejas negras de Vergil se arquearon y juntaron tras la gruesa montura de sus gatas. Sonrió, mostrando unos dientes manchados de marrón por haber bebido en la infancia, agua fluorada natural.

Estaba a punto de succionar las capas no deseadas d la parte superior de la solución cuando sonó el teléfono del laboratorio. Dejó el tubo en un soporte y descolgó el auricular.

—Laboratorio, habla Ulam.

—Vergil, soy Rita. Te he visto entrar, pero no estaba en tu laboratorio.

—Hogar fuera del hogar, Rita. ¿Qué pasa?

—Me pediste, me dijiste que te avisara si cierto caballero aparecía. Creo que está aquí, Vergil.

—¿Michael Bernard? —preguntó Vergil, alzando la voz.

—Creo que es él. Pero, Vergil…

—Voy para abajo.

—Vergil…

Colgó, vaciló un momento y finalmente dejó los tubos donde estaban.

El área de recepción de Genetron era una porción circular del piso bajo del lado este, rodeada de ventanas panorámicas y profusamente adornada con aspidistras y tiestos de cerámica cromada. Al entrar Vergil desde el laboratorio, la luz de la mañana caía, blanca y deslumbrante, sobre la alfombra azul celeste. Rita se puso en pie tras su escritorio al pasar él por delante.