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—¿No apreciaron tu brillantez? Vergil meneó la cabeza.

—Nadie me entiende, madre.

Ella desvió la mirada sobre el hombro de él y suspiró.

—Yo nunca te entendí. ¿Esperas que te vuelvan a emplear pronto?

—Ya has preguntado eso antes.

—Pensé que quizá al reformular la frase obtendría una respuesta mejor.

—La respuesta es la misma que si preguntas en chino. Estoy harto de trabajar para otros.

—Mi desgraciado hijo inadaptado.

—Madre —dijo Vergil, levemente irritado.

—¿Qué hacías?

Le hizo un breve resumen, del cual ella no entendió más que los puntos más sobresalientes.

—Estabas organizando una buena a sus espaldas, vamos.

El asintió.

—Si hubiera podido disponer de un mes más, y si Bernard lo hubiera visto, todo habría salido bien.

Pocas veces se mostraba evasivo con su madre. Ella era virtualmente imperturbable; difícil de tratar, y todavía más difícil de pelar.

—Y no estarías aquí ahora, visitando a tu anciana y débil mater.

—Probablemente no —dijo Vergil, encogiéndose de hombros—. Además, hay una chica. Es decir, una mujer.

—Si te deja llamarla chica, no es una mujer.

—Es muy independiente. —Habló un rato sobre Candice, de sus exabruptos al principio y de su domesticación gradual.

—Me estoy acostumbrando a tenerla cerca. Quiero decir, no vamos a vivir juntos. Estamos en una especie de período sabático por ahora, para ver como nos van las cosas. Soy impagable en los asuntos domésticos.

April asintió y le pidió que le trajera una cerveza. El le sacó una Anchor Steam sin abrir.

—Mis uñas no son tan fuertes —dijo ella.

—Ah. —Volvió a la cocina y la destapó.

—Ahora, díme. ¿Qué esperabas que un cirujano de enjundia como Bernard hiciera por tí?

—No es sólo un cirujano de enjundia. Ha estado interesado en la IA desde hace años.

—¿IA?

—Inteligencia artificial.

—Oh —exhibió una radiante sonrisa de comprensión—. Estás sin empleo, quizá enamorado, sin nada a la vista. Alegra el corazón de tu madre un poco más. ¿Qué más hay?

—Estoy experimentando conmigo mismo, creo. April le miró asombrada.

—¿Cómo?

—Bueno, esas células que alteré Tuve que sacarlas de allí inyectándomelas yo mismo. Y no he tenido acceso a un laboratorio o a una clínica desde entonces.

Ahora ya nunca podré recobrarlas.

—¿ Recobrarlas?

—Separarlas de las demás. Hay billones de ellas, madre.

—Si son tus propias células, ¿de qué tienes que preocuparte?

—¿No me notas nada nuevo? Le miró intensamente.

—No estás tan pálido, y te has pasado a las lentillas.

—No llevo lentillas.

—Entonces quizá has cambiado de costumbres y ya no lees a oscuras —movió la cabeza—. Nunca he comprendido tu interés por esas tonterías.

Vergil la miró, pasmado.

—Es fascinante —dijo—. Y si no entiendes lo importante que es, entonces…

—No te pongas arrogante con mis cegueras particulares. Las admito, pero no me salgo de mi sitio para cambiarlas. No, cuando veo cómo está el mundo hoy en día por culpa de gente con tus inclinaciones intelectuales. Caramba, cada día, en los laboratorios, están fraguando más y más perdiciones…

—No juzgues a la mayoría de los científicos por mí, madre. No soy típico precisamente. Soy un poco más… —No pudo encontrar la palabra e hizo una mueca. Ella se la devolvió con una leve sonrisa que él nunca hubiera podido descifrar.

—Loco —dijo ella.

—Heterodoxo —corrigió Vergil.

—No entiendo a qué pretendes llegar, Vergil. ¿Qué clase de células son esas?

¿Sólo parte de tu sangre, con la que has estado trabajando?

—Pueden pensar, madre.

Otra vez imperturbable, ella no reacionó de ningune manera que él pudiera percibir.

—¿Juntas, quiero decir, todas ellas o cada una?

—Cada una. Aunque tendían a agruparse en los últimos experimentos.

—¿Son amistosas?

Vergil miró al techo con exasperación.

—Son linfocitos, madre. Ni siquiera viven en el mismp mundo que nosotros. No pueden ser simpáticas o antipáticas del modo en que nosotros lo entendemos.

Para ellas todo es química.

—Si pueden pensar, entonces pueden sentir algo; al menos en mi experiencia es así. A menos que sean com Frank. Por supuesto, él no pensaba mucho, así que la conparación no es exacta.

—No tuve tiempo para descubrir cómo eran, o si pueden razonar tanto como…

indica su potencial.

—¿Cuánto es su potencial?

—¿Estás segura de que entiendes esto?

—¿Es que parece que lo entiendo?

—Sí. Por eso estoy dudoso. No sé cuál es su potencia.

Pero es muy grande.

—Verge, siempre ha habido algún método en tu locura.

¿Qué esperabas ganar con todo esto?

Esa pregunta le detuvo. Desesperó de siquiera comunicar en ese nivel —el nivel del logro y las metas— con su madre. Ella nunca había entendido su necesidad de realización. Para ella, las metas se alcanzaban no tratando con el prójimo demasiado a menudo.

—No lo sé. Quizá nada. Olvídalo.

—Ya está olvidado. ¿Dónde comemos hoy?

—Vamos a comer a un marroquí —dijo Vergil.

—Eso es la danza del vientre.

De todas las cosas que él no entendía sobre April, la máxima concernía a su habitación de niño. Los juguetes, la cama y los muebles, los posters de la pared, su habitación, habían sido conservadas no como estaban cuando él los abandonó, sino como cuando tenía doce años. Los libros que él leía habían sido llevados en cajas al ático, y ordenados en la estantería que en otro tiempo bastó para contener su biblioteca. Relatos y libros de ciencia-ficción convivían con cómics y con un pequeño pero interesante grupo de libros de ciencia y electrónica.

Los carteles de cine —sin duda muy valiosos ahora— mostraban al robot Robbie llevando a la fuerza a una muy ampliada Anne Francés por un agreste planeta, a Christher Lee con los ojos rojos, y a Keir Dullea mirando asombrado desde el casco de su traje espacial.

Había quitado esos posters a los diecinueve años, los había doblado y guardado en un cajón. April había vuelto a ponerlos cuando él se fue a la universidad.

Incluso había resucitado su edredón favorito de cazadores y perros. La cama misma estaba vestida y resultaba familiar, retrotrayéndole hacia una infancia que no estaba seguro de haber tenido, y mucho menos dejado atrás.

Se acordó de su preadolescencia como de un tiempo de considerable miedo y preocupación. Miedo de ser una especie de maníaco sexual, de que había sido el culpable de que su padre se fuera, preocupación por dar la talla en la escuela. Y, juntamente con la preocupación, exaltación. La extraña alegría que había sentido ai retorcer una tira de papel, pegar los dos extremos y obtener así su primera cinta de Moebius; su granja de hormigas y sus Heathkits; cuando encontró diez años de Scientific American en un cubo de basura en la avenida de detrás de la casa.

En la oscuridad, cuando estaba a punto de dormirse, la espalda le empezó a molestar. Se rascó, luego se sentó en la cama e hizo un rodillo con el extremo de la camisa del pijama, deslizándolo arriba y abajo, una y otra vez, con las dos manos, para aliviar la comezón.

Se tocó la cara. Se la notaba totalmente extraña, como si fuera la cara de otro

—protuberancias y chichones, la nariz más grande, los labios salientes. Pero al