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tocarse con la otra mano, se la notaba normal. Juntó los dedos de las dos manos.

Las sensaciones no eran las apropiadas. Una de las manos estaba mucho más sensible que de costumbre, la otra casi dormida.

Respirando pesadamente, Vergil bajó vacilante las escaleras del cuarto de baño y encendió la luz. El pecho le picaba horriblemente. Sentía como un hormiguear de insectos invisibles entre los dedos de los pies. No se había sentido tan mal desde que tuvo el sarampión a la edad de once años, un mes antes de que su padre los dejara. Con la no especulativa concentración del malestar, Vergil se quitó el pijama y se metió bajo la ducha, con la esperanza de encontrar mejoría en el agua fresca.

De la vieja cañería salió un débil chorro de agua que se deslizó por su cabeza y cuello, por sus hombros y espalda, al par que le bajaban unos riachuelos por el pecho y las piernas. Ambas manos estaban ahora exquisita y dolorosente sensibles, y el agua parecía caer en agujas, templándose y enfriándose, ardiendo y helando. Sacó los brazos de la ducha y el aire mismo parecía latir.

Se quedó allí durante quince minutos, suspirando con alivio a medida que la irritación cesaba, frotándose las áreas afectadas con las muñecas y el dorso de las manos hasta que enrojecieron. Sentía una fuerte comezón en los dedos y palmas, comezón que disminuyó a medida que el bombeo de su corazón recuperaba la normalidad.

Salió de la ducha y se secó, luego se asomó desnudo a la ventana del baño para sentir la fresca brisa mientras escuchaba los grillos.

—Maldita sea —dijo de manera lenta y expresiva. Se dio la vuelta y se miró en el espejo. Tenía el pecho irritado y rojo, de rascarse y frotarse. Se giró y se miró la espalda por encima del hombro.

De hombro a hombro, y zigzagueando a lo largo de su espina dorsal, unas pálidas líneas que se dibujaban justo bajo su piel trazaban un loco e inesperado mapa de carreteras. Mientras miraba, las líneas se desvanecieron lentamente, hasta que se preguntó si de verdad habían estado allí alguna vez.

Con el corazón latiéndole fuertemente en el pecho. Vergil se sentó sobre la tapa del retrete y se puso a mirarse los pies, con ambas manos bajo el mentón. Ahora estaba realmente asustado.

Se rió desde lo profundo de su garganta.

—Has puesto a los pequeños mamones al trabajo, ¿eh? —se preguntó en un susurro.

—Vergil, ¿te encuentras bien? —preguntó su madre, al otro lado de la puerta.

—Estoy bien —dijo—. Cada día mejor.

—Nunca entenderé a los hombres, mientras viva y respire —dijo su madre, sirviéndose otra taza de su negro y espeso café—. Siempre con chapuzas, siempre metiéndose en líos.

—No estoy metido en un lío, madre. —No sonaba muy convincente, ni siquiera para sí mismo.

—¿No?

Se encogió de hombros.

—Estoy sano, puedo seguir varios meses más sin trabajo, y algo tiene que salir.

—Ni siquiera estás buscando trabajo. Eso era totalmente cierto.

—Estoy recobrándome de una depresión —y esto era totalmente falso.

—Mentira —dijo April—. Tú nunca has estado deprimido en tu vida. Ni siquiera sabes lo que eso significa. Tendrías que ser mujer unos cuantos años y verlo por ti mismo.

El sol de la mañana, a través de las delgadas cortinas que cubrían la ventana, llenaba la cocina de un suave y alegre calor.

—A veces me tratas como si fuera una pared de ladrillo —dijo Vergil.

—A veces lo eres. Diablos, Vergil, eres mi hijo. Te di la vida —creo que podemos borrar la contribución de Frank— y te vi crecer fuerte durante veintidós años. Nunca creciste, y nunca conseguiste hilvanar cuatro cosas con sentido común. Eres un chico brillante, pero no eres completo.

—Y tú —dijo él, gesticulando— eres un pozo profundo de apoyo y comprensión.

—No hagas enfadar a una vieja, Verge. Yo entiendo y simpatizo tanto como tú te mereces. Estás en un buen lío, ¿no? Ese experimento.

—Me gustaría que no siguieras con eso. Yo soy el científico, y soy el único afectado, y hasta ahora…

Cerró la boca con un ruidoso chasquido y se cruzó de brazos. Todo aquello era una completa locura. Los linfocitos que se había inyectado estaban ya sin ninguna duda muertos o decrépitos. Habían sido alterados en condiciones de tubo de ensayo, habían adquirido ya probablemente una nueva gama completa de antígenos de histocompatibilidad y habían sido atacados y devorados por sus colegas no alterados hacía semanas. Cualquier otra suposición era racionalmente inaceptable. Lo de la última noche no pasaba de ser una reacción alérgica compleja. ¿Por qué él y su madre, entre toda la gente, tenían que estar discutiendo la posibilidad…

—¿Verge?

—Ha estado bien, April, pero creo que ha llegado la hora de que me vaya.

—¿Cuánto tiempo te queda?

Se levantó y se quedó mirándola, confuso.

—No me estoy muriendo, madre.

—Toda su vida, mi hijo ha estado trabajando en busca de su momento supremo. Me parece que ya ha llegado, Verge.

—Eso es lo más estúpido que he oído en mi vida.

—Te repetiré lo que tú mismo me has dicho, hijo. No soy un genio, pero tampoco soy una pared de ladrillo. Me dices que has creado gérmenes inteligentes, y yo te voy a decir ahora… Cualquiera que haya limpiado una vez un retrete o un montón de pañales, se estremecería ante la idea de que los gérmenes puedan pensar. ¿Qué pasa si contraatacan, Verge? Dile eso a tu anciana madre.

No hubo respuesta. No estaba siquiera seguro de que hubiera un sólo tema viable en su conversación; nada tenía sentido. Pero notaba como su estómago se contraía.

Ya había llevado a cabo antes ese ritual, meterse en líos y luego ir a ver a su madre, incómodo y confuso, sin estar seguro ni de en qué tipo de problema se había metido. Con misteriosa regularidad, ella parecía saltar a un plano superior de razonamiento e identificarse con sus problemas, desplegándolos ante él de modo que se le hacían ineludibles. No era ese un servicio que le hiciera quererla más, pero, por contra, le hacía otorgarle un valor inestimable.

Se levantó y se inclinó para tocarle la mano. Ella se volvió y cogió la de él entre las suyas.

—Te vas ya —dijo ella.

—Sí.

—¿Cuánto tiempo nos queda, Vergil?

—¿Qué? —El no podía entenderlo, pero sus ojos se llenaron súbitamente de lágrimas y empezó a temblar.

—Vuelve a mí, si puedes —dijo ella.

Aterrorizado, cogió su maleta —que había hecho la víspera— y corrió escaleras abajo hacia el Volvo, abriendo el capó y tirándola dentro. Al ir hacia la puerta, se enganchó la rodilla en el parachoques trasero. Le dolió fuerte un momento, pero el dolor pasó enseguida. Saltó sobre el asiento, puso el coche en marcha y aceleró bruscamente.

Su madre estaba en pie en el porche, con el vestido de seda flotando en la brisa de la mañana, y Vergil la saludó con la mano mientras sacaba el coche.

Normalidad. Saluda a tu madre. Vete de aquí.

Vete lejos de aquí, sabiendo que tu padre nunca ha existido, y que tu madre es una bruja, y lo que todo eso ha hecho contigo…

Sacudió la cabeza hasta que le pitaron los oídos, arreglándoselas de algún modo para que el coche siguiera calle abajo sin perder la línea recta.

Una arruga blanca le cruzaba el dorso de la mano izquierda, como si fuera una cinta pegada a la piel con mucílago.

8

Una extraña tormenta de verano había dejado el cielo limpio de nubes, el aire fresco y la ventana del dormitorio del apartamento veteada de gotas de agua.

Podía oírse el oleaje desde una distancia de cuatro manzanas, un sordo retumbar rematado por un silbido. Vergil se sentó frente a su computador, con una mano apoyada en el extremo del teclado y un dedo en posición. En la pantalla del VDT veía una molécula de ADN plegándose y evolucionando, rodeada de una multitud de proteínas. Las separaciones transitorias del esqueleto de azúcares fosfato de la doble hélice de ADN indicaban la rápida intrusión de los enzimas encargados de desplegar la molécula para permitir la transcripción al ARN. Columnas ordenadas de números convenientemente rotuladas desfilaban por la parte inferior de la pantalla. Las miraba sin prestarles demasiada atención.