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Tendría que hablar pronto con alguien —alguien además de su madre, y por supuesto además de Candice—. Se había mudado a vivir con él una semana después de que volviera de ver a su madre, aparentemente en un intento de domesticarse, y se dedicaba a limpiar el apartamento y hacer la comida.

A veces iban de compras juntos, y se lo pasaban bien. A Candice le encantaba ayudar a Vergil a elegir mejor la ropa, y él se divertía con ella, aunque las compras sangraban su ya disminuida cuenta bancada.

Cuando Candice hacía preguntas sobre aspectos que no le gustaban, los silencios de Vergil se prolongaban. Se preguntaba por qué éste insistía tanto en hacer el amor a oscuras.

Sugirió que fueran a la playa, pero Vergil puso dificultades.

Se preocupaba cuando le veía perder el tiempo bajo las nuevas lámparas que

había comprado.

—¿Verge? —Candice estaba a la puerta del dormitorio, envuelta en un albornoz bordado de rosas.

—No me llames así. Es como me llama mi madre.

—Perdón, íbamos a ir al zoológico, ¿te acuerdas? Vergil se llevó un dedo a la boca y se mordió la uña. No parecía oírla.

—¿Vergil?

—No me encuentro muy bien.

—Nunca sales. Es por eso.

—En realidad, me encuentro bien —dijo, revolviéndose en su silla. La miró pero no le dio ninguna otra explicación.

—No entiendo.

El le señaló la pantalla.

—Nunca me dejas que te explique todo esto.

—Te pones como loco y no te entiendo —contestó Candice con el labio tembloroso.

—Es más de lo que me imaginé.

—¿El qué, Vergil?

—Las concatenaciones. Las combinaciones. La fuerza.

—Por favor, habla claro.

—Estoy atrapado. Seducido, pero difícilmente abandonado.

—Yo no te seduje.

—Tú no, nena —dijo él distraídamente—. Tú no.

Candice se acercó lentamente al escritorio, como si la pantalla fuera a morderla.

Tenía los ojos húmedos y se mordía el labio inferior.

—Cielo…

Se puso a apuntar unos números que salían en la parte inferior de la pantalla.

—Vergil…

—¿Hmm?

—¿Hiciste algo en el trabajo, quiero decir, antes de que te fueras, antes de que nos conociéramos?

Giró la cabeza como sobre un eje y la miró vagamente.

—Por ejemplo, ¿con los computadores? ¿Te pusiste nervioso y les jodiste los computadores?

—No —dijo, haciendo una mueca—. No los jodí. Les jodí con ellos, quizá, pero nada de lo que puedan darse cuenta.

—Lo digo porque una vez conocí a un tipo que hizo algo en contra de la ley y luego empezó a comportarse de modo extraño. No le apetecía salir, no le apetecía mucho hablar, como a ti.

—¿Qué hizo? —preguntó Vergil, sin dejar de introducir datos.

—Robó un banco.

El lápiz se detuvo. Sus ojos se encontraron. Candice estaba llorando.

—Yo le quería, y tuve que dejarle cuando me enteré —prosiguió—. No puedo vivir con gentuza como esa.

—No te preocupes.

—Estaba decidida a dejarte hace unas semanas —siguió ella—. Pensé que quizá ya habíamos hecho todo lo que podíamos hacer juntos. Pero es una tontería. Nunca he conocido a nadie como tú. Estás loco. Un loco estupendo, no un loco asqueroso como otros que hay. He pensado que si pudiéramos enrollarnos juntos, sería fantástico. Yo te escucharía cuando explicaras cosas, quizá podría aprender lo de la biología y la electrónica esa —señaló la pantalla—.

Procuraría poner atención. Lo haría, de verdad.

La boca de Vergil estaba ligeramente entreabierta. La cerró y miró la pantalla, parpadeando.

—Me he enamorado de ti. Cuando te fuiste a visitar a tu madre. Qué cosa más tonta, ¿verdad?

—Candice…

—Y si has hecho una cosa horrible, ahora me va a hacer daño a mí, y no sólo a ti. —Se fue hacia atrás, con la barbilla apoyada en el puño como si estuviera golpeándose despació.

—No quiero hacerle daño a nadie —dijo Vergil.

—Lo sé. No eres malo.

—Te lo explicaría todo si yo mismo supiera de qué se trata. Pero no lo sé. No he hecho nada por lo que me puedan meter en la cárcel. Nada ilegal. Excepto trastear con los informes médicos.

—No me puedes decir que no hay algo que te preocupa mucho. ¿Por qué no podemos hablar de eso?

Se acercó una silla plegable del armario y la abrió a un par de metros del escritorio, sentándose en ella con las rodillas juntas y los pies separados.

—Sólo he dicho que no sé lo que es.

—¿Hiciste algo… contigo mismo? Quiero decir, si cogiste alguna enfermedad en el laboratorio o algo por el estilo. He oído decir que es posible; los médicos y los científicos se contagian con las enfermedades con las que trabajan.

—Tú y mi madre —dijo él, moviendo la cabeza.

—Estamos preocupadas. ¿Conoceré alguna vez a tu madre?

—Probablemente, por ahora, no —dijo Vergil.

—Lo siento, yo… —sacudió la cabeza enérgicamente—. Sólo quería sincerarme contigo.

—Está bien —dijo él.

—Vergil.

—¿Sí?

—¿Me quieres?

—Sí —dijo él, sorprendido de sentirlo realmente, aunque no dejaba de mirar a la pantalla.

—¿Por qué?

—Porque somos muy iguales —dijo. No estaba muy seguro de por qué lo decía; tal vez ambos estaban destinados a ser unos fracasados, o al menos a no ser nunca demasiado notables; y eso, para Vergil, era lo mismo que el fracaso.

—Anda ya.

—De verdad. Quizá es que tú no te das cuenta.

—Yo no soy tan inteligente como tú, eso seguro.

—A veces ser listo es una cruz —dijo él. ¿Era eso lo que estaban descubriendo los pequeños linfocitos? ¿El dolor de ser inteligente, de sobrevivir?

—¿Podemos ir a dar una vuelta hoy, de merienda? Queda pollo frío de anoche.

Terminó de apuntar una última columna de números y se dio cuenta de que ya sabía todo lo que quería saber. Los linfocitos sí podían transmitir sus propiedades a otros tipos de células.

Podían hacer con gran facilidad lo que parecía que le estaban ya haciendo a él.

—Sí —dijo—. Una merienda estaría fenomenal.

—Y luego, cuando volvamos… ¿Con las luces encendidas?

—¿Por qué no? —Ella tendría que saberlo tarde o temprano. Y ya encontraría algún modo de explicarle las formas de las líneas. Las cintas habían disminuido desde que empezó el tratamiento con las lámparas; gracias a Dios por los pequeños favores.

—Te quiero —dijo ella, mirándole desde la silla. Guardó los cómputos y los gráficos y apagó el computador.

—Gracias —contestó dulcemente.

Profase

Octubre — diciembre

9

Irvine, California

—Sí —dijo Vergil, frotándose el labio y respirando hondo—. Bueno. Te explicaré el resto, pero necesitamos un sitio para hablar en privado, o al menos donde nadie nos escuche.

Edward le llevó hacia el rincón de fumadores, donde había seis mesas y tres tipos que fumaban como chimeneas desperdigados entre ellas.