—Oye, lo digo en serio —dijo mientras distribuían sobre la mesa la comida que habían cargado en las bandejas—. Has cambiado. Tienes buen aspecto.
—He cambiado más de lo que crees —el tono de Vergil era como de película, y soltó la frase levantando las cejas de una manera teatral—. ¿Cómo está Gail?
—Está bien. Nos casamos hace un año.
—Hombre, felicidades —Vergil miró su comida: pifia con queso blando y un trozo de pastel de crema con plátano—. ¿No ves nada más? —preguntó con voz ligeramente chillona.
Edward se fijó mejor.
—Humm…
—Mira más de cerca.
—No estoy seguro. Bueno, sí. No llevas gafas. ¿Lentillas?
—No. Ya no necesito.
—Y vistes elegante. ¿Quién te viste ahora? Espero que se trate de alguien con tanto atractivo como buen gusto.
—Candice —dijo con su habitual mueca de autodesprecio, pero rematándola esta vez con un guiño atípico—. Me echaron del trabajo. Hace cuatro meses. Vivo de mis ahorros.
—Un momento —dijo Edward—. Eso es poner el carro delante del caballo. ¿Por qué no me haces un desarrollo lineal? Tenías un trabajo. ¿Dónde?
—Acabé en Genetron, en Enzyme Valley.
—¿Por la Avenida North Pines Torrey?
—Allí. Infame. Y oirás más sobre ellos pronto. Van a sacar el surtido en cualquier momento. Van a barrer. Se lo han montado con los BAM.
—¿Biochips? —Vergil asintió.
—Algo de eso hay.
—¿Qué? —Edward levantó mucho las cejas.
—Circuitos lógicos microscópicos. Los inyectas en el cuerpo humano, ellos se quedan donde les dices, y la arman. Con la aprobación del doctor Michael Bernard.
Edward frunció el ceño.
—Jesús, Vergil. Bernard es casi como un santo. Sacaron su foto en portada en Mega y Rolling Stone hace un mes o dos. ¿Por qué me dices todo esto?
—Se supone que es secreto. El surtido, el montaje, y todo. Pero tengo contactos allí dentro. ¿Te suena Hazel Overton? —Edward sacudió la cabeza.
—¿De qué me tiene que sonar?
—Probablemente de nada. Creí que me tenía odio. Resulta que lo que me tenía era un respeto bárbaro. Me llamó hace un par de meses y me preguntó si quería firmarle un papel sobre los factores F en los genomas de E-coli —miró alrededor y bajó la voz—. Pero tú haz lo que quieras. He terminado con esos cochinos.
Edward dio un silbido.
—¿Me harás rico?
—Si eso es lo que quieres. O puedes escucharme un rato antes de salir a escape a ver a tu corredor de bolsa.
—Claro. Dime más.
Vergil no había tocado ni el queso blando ni el pastel. Se había comido, en cambio, el trozo de pina, y bebido la leche chocolateada.
—Aterricé en el piso bajo hará unos cinco años. Con mi curriculum universitario y con mi experiencia en computadores, yo era una bicoca para Enzyme Valley. Me paseé arriba y abajo por la avenida North Torrey Pines con mis informes y me contrataron en Genetron.
—¿Así de fácil?
—No —Vergil cogió un poco del queso blando con el tenedor y luego lo volvió a dejar caer—. Hice un par de arreglos en el curriculum. Notas, apreciaciones pedagógicas, ese tipo de cosas. Nadie lo ha clichado todavía. Entré bien pertrechado, y demostré pronto mi buen hacer con las asociaciones de proteínas y la investigación preliminar en biochips. Genetron tiene buenos padrinos, y nos daban toda la pasta que necesitábamos. A los cuatro meses ya estaba haciendo mi propio trabajo, con laboratorio compartido pero con permiso para investigar por mi cuenta. Monté varios tinglados —movió la mano con elegante descuido—.
Luego me fui por la tangente. Seguí haciendo mi trabajo oficial, pero entre horas…
La dirección se enteró y me despidieron. Me las arreglé para… salvar parte de mis experimentos. Pero no he sido exactamente lo que se dice cauteloso, o juicioso.
Así que el experimento sigue en marcha fuera del laboratorio.
Edward había tenido siempre a Vergil por ambicioso y por algo más que un simple merengue. En sus años de estudios, las relaciones de Vergil con las autoridades no habían sido nunca relajadas. Hacía mucho tiempo que Edward había llegado a la conclusión de que la ciencia, para Vergil, era como una mujer inalcanzable que, de pronto, le había abierto los brazos antes de que él estuviera preparado para un amor maduro, dejándole asustado para siempre ante la idea de que él no iba a estar a la altura, iba a perder el premio, y lo iba a estropear todo definitivamente. Al parecer, así había sido.
—¿Fuera del laboratorio? No te entiendo.
—Quiero que me examines. Hazme un reconocimiento completo. Quizá me puedas dar un diagnóstico de cáncer. Luego te explicaré más.
—¿Quieres un reconocimiento de diez mil dólares?
—Lo que puedas. Ultrasonidos, RNM, PET, termogras, de todo.
—No sé si puedo tener acceso a todo ese equipo, Vergil. El chequeo total PET de fuente natural ha estado aquí sólo un mes o dos. Diablos, has ido a decir lo más caro…
—Entonces, ultrasonidos y RNM. Con eso basta.
—Soy tocólogo, Vergil, no tengo un laboratorio técnico sofisticado.
Tocoginecólogo, el blanco de todas las bromas. Si te estás convirtiendo en mujer, quizá pueda ayudarte.
—Examíname bien, y entonces… —entorno los ojos y meneó la cabeza—. Tú examíname.
—Así que te apunto para ultrasonidos y RNM. ¿Quién va a pagar?
—Tengo un seguro. Hice un apaño en los archivos personales de Genetron antes de irme. Si sube de cien mil dolares nunca sospecharán, y tiene que ser absolutamente confidencial.
Edward sacudió la cabeza.
—Pides mucho, Vergil.
—¿Quieres entrar en la historia de la medicina o no?
—¿Estás de broma? Vergil negó con la cabeza.
—No contigo, compañero.
Edward lo arregló esa misma tarde, rellenando él mismo los formularios. Por lo que él sabía de papeleo hospitalario, mientras todo estuviera bien rellenado, la mayoría del chequeo pasaba inadvertido a niveles oficiales. No iba a cobrar nada por el servicio. Después de todo, Vergil le había hecho mear azul tiempo atrás…
Eran amigos.
Edward se quedaba hasta más tarde de su hora habitual. Le explicó a Gail en pocas palabras lo que estaba haciendo; ella suspiró del modo en que lo hacen las esposas de médico y le dijo que le iba a dejar una cena fría en la mesa para cuando volviese a casa.
Vergil volvió a las diez de la noche y se encontró cor Edward en el sitio acordado, tercer piso de lo que las enfermeras llamaban el «Ala Frankenstein».
Edward estabí sentado en una silla de plástico naranja leyendo la revista My Things, una de esas que suele estar en la sala de espera de las consultas. Vergil entró en el pequeño vestíbulo con aire ausente y preocupado. A la luz del fluorescente, su pie tenía un tono oliváceo.
Edward le dijo al vigilante nocturno que Vergil era paciente suyo, y le condujo al área de reconocimiento, Ievándole por el codo. Ninguno de ios dos hablaba mucho Vergil se desnudó y Edward le colocó sobre la camilla acólchada recubierta de papel.
—Tienes los tobillos hinchados —le dijo, tocándolo; Estaban sólidos, no fofos.
Sanos, pero raros—. Humm…
Edward miró a Vergil. Este arqueó las cejas y levanto la cabeza. Era su manera de expresar: «Todavía no has visto nada.» —Bueno. Vamos a analizar estos parámetros y a conbinar los resultados en la pantalla. Primero los ultrasonidos — dward se puso a pasar los sensores sobre el inmóvil cuerpo de Vergil por las áreas que resultaban difíciles de alcanzar con la unidad principal. Luego, le dio la vuelta a la mesa y la introdujo por el orificio esmaltado de la unidad de diagnóstico por ultrasonidos. Después de doce barridos diferentes, de pies a cabeza, sacó la mesa. Vergil sudaba ligeramente, y tenían los ojos cerrados.