—Así que llevas dentro los inteligentes linfocitos alterados que descubren las cosas y las cambian.
—Y en estos momentos cada grupo de células es tan listo como tú y como yo — sintió Vergil.
—Antes no mencionaste los grupos.
—En el cultivo solían apiñarse. Quizá unas cien o doscientas células. Nunca pude descubrir por qué. Ahora parece obvio. Se han puesto a cooperar.
Edward le miró.
—Estoy muy cansado.
—Según yo lo veo, si perdí peso fue porque mejoraron mi metabolismo. Tengo los huesos más fuertes, han rehecho mi columna.
—El corazón parece distinto.
—No sabía nada del corazón.
Se puso a examinar la imagen del corazón a una distancia de varias pulgadas.
—Jesús, no he podido hacer nada desde que dejé Getron; sólo he podido elucubrar y preocuparme. No sabes qué desahogo es poder hablar con alguien que lo entienda.
—Yo no lo entiendo.
—Edward, las pruebas son aplastantes. Estaba pensando en la grasa. Ellos han podido producir un incremento celular que me ha regulado el metabolismo. Mis hábitos alimenticios han cambiado. Pero no me han llegado al cerebro todavía — se dio unos golpecitos en la frente—. Entienden todo el asunto glandular. Eso era fácil para ellos. Pero no tienen la imagen total, ¿entiendes lo que te digo?
Edward tomó el pulso a Vergil y le hizo una prueba de reflejos.
—Creo que será mejor coger esas muestras y dejarlo ya por esta noche.
—Y yo no quería meterlos en mi pellejo. Eso me daba auténtico miedo. A las dos noches empezó a picarme la piel y decidí hacer algo. Compré una lámpara de cuarzo. Quería tenerlos controlados por si acaso, ¿sabes? ¿Qué pasa si cruzan la barrera hematoencefálica y se enteran de todo sobre mí, sobre la auténtica función del cerebro? Conjeturé que la razón por la cual se me metieron en la piel fue por la facilidad que comporta para establecer circuito de superficie. Mucho más fácil que intentar mantener líneas de comunicación por los músculos y órganos y sistema vascular, mucho más directo. Ahora alterno la lámpara solar con los tratamientos a base de lámpara de cuarzo. Eso los mantiene alejados de la piel, según creo. Y ahora ya sabes por qué tengo un bonito bronceado.
—Eso provoca cáncer de piel, lo sabes —dijo Edwar contagiado de la tensa manera de hablar de Vergil.
—No me preocupa. Ya vigilarán ellos. Como la policía.
—Bueno —dijo Edward levantando las manos en gesto de resignación—. Ya te he examinado. Me has contado una historia que no puedo aceptar. ¿Qué quieres que haga ahora?
—No soy tan displicente como parezco. Estoy preocupado, Edward. Me gustaría encontrar un método mejor para controlarlos, antes de que caigan en la cuenta de que significa mi cerebro. Quiero decir, date cuenta. Ahora son billones o más si están transformando otros tipos células. Quizá trillones. Cada grupito, listísimo. Probablemente soy el organismo más inteligente del planeta, y todavía no han empezado a actuar juntos. No quiero que se hagan con el mando —se rió de un modo desagradable—. Robarme el alma, ¿sabes? De modo que piensa en algo para bloquearlos. Quizá podamos matarlos de hambre. Tú piénsalo. Y llámame.
Se sacó del bolsillo del pantalón un papel con su dirección y teléfono, y se lo dio a Edward. Luego fue hacia el teclado, borró la imagen de la pantalla y eliminó la memorización de la exploración efectuada por Edward.
—Sólo tú. Nadie más por ahora. Y, por favor… Date prisa.
Era la una de la madrugada cuando Vergil salía de la sala de reconocimiento.
Las muestras ya habían sido tomadas. En el vestíbulo principal, Vergil y Edward se estrecharon las manos. La palma de Vergil estaba húmeda, signo de su nerviosismo.
—Ten cuidado con los especímenes —dijo—. No te comas nada.
Edward miró a Vergil atravesar el aparcamiento y encontrar en su Volvo. Luego se dio despacio la vuelta y se encaminó otra vez hacia el «Ala Frankenstein».
Vertió un centímetro cúbico de la sangre de Vergil en una ampolla y varíos centímetros cúbicos de su orina en otra, insertando ambas en tejido del hospital, analizador de especímenes y suero. A la mañana siguiente podría disponer de los resultados, directamente transmitidos al VDT de su despacho. La muestra de heces requería trabajo manual, pero podía esperar; ahora estaba demasiado cansado. Eran las dos.
Abrió un mueble-cama, apagó las luces y se tumbó sin desvestirse. No le gustaba nada quedarse a dormir en el hospital. Cuando Gail se despertara por la mañana, encontraría un mensaje en el contestador, pero no una explicación. Se preguntó qué le iba a decir.
—Le diré sólo que he estado con el viejo Vergil —musitó.
10
Edward se afeitó con una vieja navaja que guardaba su cajón para emergencias como ésta, se examinó en espejo del vestuario de médicos y se rascó la mejilla (semblante crítico. Había utilizado regularmente ese tipo navajas durante sus años de estudiante, una pose; de entonces, las ocasiones habían sido escasas y su cara mostraba a las claras: tres cortes parcheados con papel giénico y lápiz estíptico. Echó una mirada a su reloj, baterías iban flojas y el marcador digital se veía mal. sacudió con enfado y los números aparecieron claros en el cristal; las seis treinta de la mañana. Gail ya debía estar levantada, y preparándose para ir a la escuela.
Metió dos cuartos de dólar en el teléfono de la sala de médicos y se puso a toquetear los lápices y plumas que llevaba en el bolsillo.
—¿Hola?
—Gail, soy Edward. Te quiero, y lo siento.
—Sólo una voz me esperaba, al teléfono. Hubiera preferido a mi marido.
Tenía una bonita voz al aparato, que él siempre había admirado. Se había citado por primera vez con ella sin haberla visto nunca, después de haberla oído por telégfono en casa de un amigo común.
—Sí, bueno…
—También ha llamado Vergil Ulam, hace unos minutos Parecía nervioso. No he hablado con él hace años.
—¿Le has dicho…?
—Que todavía estabas en el hospital. Naturalmente ¿Acabas a las ocho hoy?
—Igual que ayer. Dos horas con los aspirantes a laboratorio, y a las seis de guardia.
—La señora Burnett llamó también. Me ha jurado que el pequeño Tony o Antoinett está silbando. Está oyéndole-la.
—¿Y tu diagnóstico? —preguntó Edward con una mueca.
—Gas.
—Presión alta, diría yo —añadió Edward.
—Vapor, quizá —dijo Gail. Se rieron y Edward sintió que con la mañana volvía la realidad. La nube de fantasía de la noche anterior se disipaba, y estaba al teléfono con su mujer, gastando bromas sobre fetos musicales. Era lo normal. Era la vida.
—Te voy a sacar esta noche —dijo—. Vamos a cenar otra vez a Heisenberg.
—¿Qué es eso?
—Incertidumbre —dijo Edward—. Sabemos a donde vamos, pero no sabemos lo que vamos a comer. O viceversa.
—Suena fenomenal. ¿En qué coche?
—En el Quantum, por supuesto.
—Oh, Dios mío. Acabamos de arreglar el indicador de velocidad.
—¿Y ha saltado la dirección?
—Todavía funciona. Hemos hecho una trampa.
—¿Estás enfadada conmigo? Gail profirió un pequeño gruñido.
—Será mejor que Vergil te visite hoy a horas de trabajo. ¿Para qué va a verte, dicho sea de paso? ¿Cambio de sexo?
Ese pensamiento la hizo soltar una risita, y empezó a toser. Se la imaginaba apartando el auricular y echándole aire como para limpiarlo.
—Perdona. De verdad, Edward. ¿Por qué?
—Confidencial, mi amor. No estoy seguro de saberlo, de todas formas. Quizá más tarde.