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—Me tengo que ir. ¿A las seis?

—Tal vez cinco y media.

—Todavía estaré criticando vídeos.

—Te sacaré de allí.

—Delicioso Edward.

Colgó el auricular. Luego se fue hacia el ascensor para subir al «Ala Frankenstein» mientras se frotaba la mejilla para quitarse los trocitos de papel.

El analizador todavía repiqueteba alegremente, haciendo pasar cientos de botellas de muestras a lo largo de los diferentes tests. Edward se sentó frente a su terminal y solicitó los resultados de Vergil. En la pantalla aparecier columnas y números. El diagnóstico sugerido era anormalmente vago. Las anomalías aparecían en tipografía brillante.

24/c ser c/ tasa: 10.000 linfoc./mm3.

25/c ser c/ tasa: 14.500 linfoc./mm3.

26/d control recuento tasa: 15.000 linfoc./mm3.

DIAG (???) ¿Cuáles son los síntomas físicos paralelos? Si el bazo y los nodulos linfáticos están hinchados, entonces:

REDIAG: Paciente (¿nombre? ¿lista?) en últimos estadios de grave infección.

Apoyo: Tasa de histamina, nivel proteínas sangre. Tasa de fagocitos.

DIAG (???) (Muestra de sangre inconcluyente): Si arritmia, dolor en articulaciones, hemorragia, fiebre:

REDIAG: Leucemia linfocítica incipiente.

Apoyo: Desarreglo, sin otro apoyo que la tasa de linfocitos.

Edward pidió una copia de los análisis y la impresión expulsó quedamente una página rellena de cifras. Le echo una ojeada, con el ceño fruncido, y la metió en el bolsillo de su chaqueta. La prueba de orina parecía bastante anormal; la sangre era en cambio distinta a todas las que había visto antes. No le hizo falta hacer la prueba con heces para decidir el camino a seguir: hospitalizar al paciente y tenerle en observación. Edward marcó el número de Vergil desde el teléfono de su despacho.

Una evasiva voz femenina contestó al segundo timbre.

—Casa de Ulam. Aquí Candice.

—¿Puedo hablar con Vergil, por favor?

—¿De parte de quien? —su tono era de una formal casi cómica.

—Edward. Ya me conoce.

—Claro. Usted es el doctor. Cúrele. Cure a todo el mundo.

Una mano cubrió el auricular y ella gritó, con voz algo ronca:

—¡Vergil!

Vergil contestó, jadeante.

—¡Edward! ¿Qué hay?

—Hola, Vergil. Tengo varios resultados, no muy coluyentes. Pero quiero hablar contigo, aquí, en el hospital.

—¿Qué dicen los resultados?

—Que estás muy enfermo.

—Tonterías.

—Sólo te estoy diciendo lo que la máquina dice. Alto nivel de linfocitos…

—Claro, eso encaja perfectamente…

—Y una muy extraña variedad de proteínas y otros desechos flotando por tu sangre. Histaminas. Parecen los resultados de un tipo a punto de morir de una grave infección.

Hubo un silencio por parte de Vergil. Luego dijo:

—No me estoy muriendo.

—Creo que deberías venir y que otros te examinen. ¿Y quién se ha puesto al teléfono? ¿Candice? ¿Ella?

—No. Edward, fui a que tú me ayudaras. Nadie más. Ya sabes lo que opino de los hospitales. Edward se rió con una mueca.

—Vergil, yo sé poco de esto.

—Ya te dije de lo que se trata. Ahora tú tienes que ayudarme a controlarlo.

—¡Es de locos, es una estupidez, Vergil! —Edward se agarró una rodilla y apretó fuerte—. Lo siento. He perdido los estribos. Espero que entiendas por qué.

—Y yo espero que entiendas cómo me siento yo ahora. Estoy harto, Edward. Y tengo algo más que un poco de miedo. Y estoy orgulloso. ¿Tiene esto algún sentido?

—Vergil, yo…

—Ven al apartamento. Vamos a hablar, y a plaenar lo que hay que hacer ahora.

—Estoy de servicio, Vergil.

—¿Cuándo puedes salir?

—Tengo servicio los próximos cinco días. Esta noche quizá. Después de cenar.

—Sólo tú. Nadie más —dijo Vergil.

—De acuerdo.

Le pidió que le indicara el camino. Le llevaría setenta minutos aproximadamente llegar a La Jolla; le dijo a Virgil que estaría allí sobre las nueve.

Gail llegó a casa antes que Edward, que sugirió que hicieran una cena rápida para los dos.

—¿No hay cena fuera?

Escuchó la noticia con semblante hosco y casi no hablo mientras le ayudaba a cortar las verduras para la ensalada.

—Me gustaría que echaras un vistazo a algunos de los vídeos —le dijo mientras comían, mirándole de soslayo. Su clase de párvulos había estado implicada en una proyecto de videoarte durante una semana; estaba orgullosa de los resultados.

—¿Queda tiempo? —preguntó él con diplomacia. Había atravesado algunos períodos tormentosos antes de casarse, y habían estado a punto de cortar.

Cuando surgían nuevas complicaciones, procuraban ahora ser muy cuidados tratando con mucho tacto los posibles temas espinosos.

—Probablemente no —admitió Gail. Pinchó un trozo de calabaza cruda—.

¿Qué le pasa ahora a Vergil?

—¿Ahora?

—Sí. Ya hizo algo así antes. Cuando trabajaba en Vitinghouse y se metió en aquel jaleo del copyright.

—Sólo estaba de eventual.

—Sí. ¿Qué tienes que hacer ahora por él?

—No estoy seguro ni de cuál es el problema —dijo Edward de un modo más evasivo de lo que había pretendido.

—¿Secreto?

—No. Quizá. Pero raro.

—¿Está enfermo?

Edward ladeó la cabeza y levantó una mano:

—¿Quién sabe?

—¿No me lo vas a decir?

—De momento no. —La sonrisa de Edward, que intentaba aplacarla, sólo consiguió irritarla aún más—. Me pidió que no lo hiciera.

—¿Puede meterte en un lío a ti? Edward no había pensado sobre eso.

—No lo creo —dijo.

—¿A qué hora vuelves esta noche?

—Lo antes que pueda —replicó; le acarició la cara suavemente con la punta de los dedos—. No te enfades —sugirió con dulzura.

—Oh, no —dijo ella con énfasis—. Eso nunca.

Edward empezó a conducir hacia La Jolla con un humor ambiguo; cada vez que pensaba en el estado de Vergil, era como si entrara en un universo diferente. Las reglas eran otras, y Edward no estaba seguro siquiera de tener una ligera noción de la situación.

Entró por el paseo de La Jolla Village y bajó por la avenida Torrey Fines hacia el centro de la ciudad. Casas modestas o muy caras competían por el espacio con edificios de apartamentos de tres o cuatro plantas, lo cual le daba a la calle un perfil desigual. Los ciclistas y los inevitables corredores llevaban ropas de deporte de colores vivos para protegerse del fresco aire de la noche; incluso a estas horas.

La Jolla aparecía bulliciosa por los paseantes y los deportistas.

Encontró sin dificultad un lugar para aparcar, y dejó el Volkswagen allí. Al cerrar la puerta, sintió la brisa del mar y se preguntó si Gail y él tendrían dinero para un traslado. El alquiler sería muy alto, y llevaría bastante tiempo encontrar una permuta laboral. Decidió que no le importaba tanto el estatus. Sin embargo, el vecindario era agradable —calle Pearl, 410-; aunque no era lo mejor del pueblo, representaba más de lo que él podía pagar, al menos por ahora. Simplemente, Vergil tenía la suerte de encontrar chollos como el del condominio. Por otro lado, decidió Edward mientras llamaba a la puerta del entresuelo, él no envidiaba la suerte de Vergil si venía acompañada del resto del lote.

En el ascensor sonaba una música suave y se veía un pequeño holograma de anuncios de condominios en venta, varios productos y actividades sociales que tendrían lugar la semana próxima. En el tercer piso, Edward caminó poi entre muebles de estilo Luis XV y espejos dorados.