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Vergil abrió la puerta al primer timbrazo y le hizo pasar. Vestía un bonito albornoz de largas mangas y zapatillas. Daba vueltas con los dedos a una pipa sin encender que llevaba en una mano mientras entraban en el cuarto de estar, donde se sentaron sin decir una palabra.

—Tienes una infección —reiteró por fin Edward, mostrándole el registro de los análisis.

—¿Ah sí? —Vergil le echó un rápido vistazo al papel; luego lo dejó sobre la mesita de cristal.

—Eso es lo que dice la máquina.

—Sí, al parecer no está diseñada para casos tan especiales.

—Puede que no, pero yo aconsejaría…

—Lo sé. Perdona mi rudeza, Edward, pero ¿qué puedo hacer un hospital por mí? Antes cogería una computador y la llevaría a una tienda de hombres prehistóricos a preguntar si podían arreglarla. Esos números… indudablemente muestran algo, pero no estamos en condiciones de decir el qué.

Edward se quitó la chaqueta.

—Escucha. Me tienes preocupado.

La expresión de Vergil cambió lentamente hasta adquirir una especie de fanática beatitud. Miró al techo de soslayo y frunció los labios.

—¿Dónde está Candice?

—Ha salido esta noche. No nos va muy bien, en es momento.

—¿La has puesto al corriente? Vergil sonrió con afectación.

—¿Cómo no iba a estar al corriente? Me ve desnudo todas las noches. —Miró hacia otro lado al decir esto último. Estaba mintiendo.

—¿Estás drogado?

—Dijo que no con la cabeza, luego otra vez, más lentamente.

—Estoy escuchando.

—¿El qué?

—No lo sé. Sonidos. Silencios. Como una música. El corazón, la totalidad de los vasos sanguíneos, la fricción de la sangre por las arterias, las venas. Actividad.

Música en la sangre. —Miró a Edward de un modo compasivo—. ¿Qué excusa le has dado a Gail?

—Ninguna, en realidad. Sólo que tenías un problema y que yo tenía que venir a verte.

—¿Te puedes quedar?

—No. —Echó un vistazo alrededor del apartamento con aire de sospecha, buscando ceniceros y cajetillas.

—No estoy drogado, Edward —dijo Vergil—. Puedo estar equivocado, pero creo que va a pasar algo importante. Creo que están descubriendo quién soy.

Edward se sentó frente a Vergil, mirándole fijamente. Vergil parecía no darse cuenta. Algún proceso interno le tenía absorto.

—¿Hay café? —preguntó Edward—. Vergil señaló hacia la cocina. Edward llenó un cazo de agua para hervir y cogió un frasco de café instantáneo del cuarto armario en el que miró. Con la taza en la mano, volvió a su asiento. Veil movía la cabeza de delante hacia atrás, con los ojos muy abiertos.

—Siempre supiste lo que querías ser, ¿verdad? —le preguntó a Edward.

—Más o menos.

—Movimientos apropiados. Ginecólogo. Nunca pasos en falso. Yo era distinto.

Tenía metas, pero ninguna dirección. Como un mapa sin carreteras, sólo con sitios donde estar. No me importaba un comino nada ni nadie, excepto yo mismo. Ni siquiera la ciencia. Eso era sólo un medio. Me sorprende haber llegado tan lejos.

—Agarró fuertemente los brazos de su sillón—. En cuanto a mi madre… —La tensión de su mano era obvia—. Bruja. Una bruja y un fantasma como padres.

Niño alterado. Donde las cosas pequeñas hacen grandes cambios.

—¿Algo va mal?

—Me están hablando, Edward —cerró los ojos.

—Jesús. —No se le ocurrió nada más que decir. Se empezó a acordar de las mistificaciones, y cómo se había burlado de él, y la nula confiabilidad de Vergil en el pasado, pero no podía olvidarse de los graves hechos que el equipo de diagnóstico le había mostrado.

Durante un cuarto de hora, Vergil pareció dormir. Edward le tomó el pulso, que era fuerte y firme; le tocó la frente —un poco fría— y se preparó más café. Estaba a punto de coger el teléfono, sin saber si llamar al hospital o a Gail, cuando los párpados de Vergil se abrieron y sus miradas se encontraron.

—Es difícil entender exactamente qué es el tiempo para ellos —dijo—. Les va a llevar quizá tres o cuatro días el comprender el lenguaje y los conceptos humanos clave. ¿Te imaginas, Edward? Ni siquiera lo sabían. Creyeron que yo era el universo. Pero ahora van a enterarse. Van a enterarse de mí. Ahora mismo.

Se puso en pie sobre la alfombra beige y fue hacia las ventanas con cortinas, buscando torpemente el cordón para correrlas. Unas cuantas luces de casas y apartamentos bajaron al abismo del océano nocturno.

—Deben tener millares de investigadores colgados de mis neuronas. Son muy eficientes, sabes, para no haberme jodido. Son muy delicados. Hacen cambios.

—El hospital —dijo Edward con voz ronca. Se aclaró la garganta—. Por favor, Vergil. Ahora.

—¿Qué carajo puede hacer un hospital? ¿Sabéis alguna manera de controlar a las células? Quiero decir, que son mías. Si les hacéis daño, me lo hacéis a mí.

—He estado pensando. —En realidad, la idea acababa de ocurrírsele; una clara señal de que estaba empezando a creer a Vergil. La actinomicina puede enlazarse con el ADN y detener la transcripción. Podríamos hacerles ir más despacio de esta manera, seguramente detendría ese proceso biológico que me has descrito.

—Soy alérgico a la antinomicina. Acabaría conmigo. Edward miró hacia abajo, hacia sus manos. Había sido su mejor disparo, estaba seguro de eso.

—Podríamos hacer algunos experimentos, ver cómo se metabolizan, cómo se diferencian de otras células. Si pu diéramos aislar un nutritente que les haga falta, podríamos matarlas de hambre. Quizá incluso tratamientos de radiación…

—Si les haces daño —dijo Vergíl, volviéndose hacia Eard—, me lo haces a mí.

—Se levantó en medio del cuarto de estar y abrió los brazos. El albornoz se abrió y reveló el torso y las piernas de Vergil. La sombra oscurecía cualquier posible detalle—. No estoy seguro de querer librarme de ellas. No están haciendo ningún mal.

Edward se tragó su frustración e intentó controlar un acceso de cólera, pero sólo consiguió empeorarlo.

—¿Cómo lo sabes?

Vergil sacudió la cabeza y levantó un dedo.

—Están tratando de entender lo que es el espacio. Eso es duro para ellos.

Rompen las distancias en concentraciones de productos químicos. Para ellos, el espacio es una serie de intensidades del gusto.

—Vergil…

—¡Escucha, piensa, Edward! —Su tono era excitado pero uniforme—. Algo está sucediendo dentro de mí. Hablan entre ellos con proteínas y ácidos nucleicos, a través de los fluidos, de las membranas. Organizan algo, quizá a los virus, para transportar largos mensajes o rasgos de personalidad o biológicos. Estructuras iguales a los plásmos. Eso tiene sentido. Esas son algunas de las maneras en que yo los programé. Quizá es eso lo que tu máquina denomina infección, toda la información nueva que discurre por mi sangre. Tertulias. Pruebas de otros individuos. Estudios. Superiores. Subordinados.

—Vergil, te estoy escuchando, pero…

—Este es mi espectáculo, Edward. Soy su universo. Están sorprendidos ante la nueva escala. —Se sentó y se quedó en silencio otra vez durante un rato. Edward se inclinó hacia él sin levantarse de la silla y levantó la manga del albornoz de Vergil. Vio unas líneas blancas zigzagueantes en su brazo.

—Voy a pedir una ambulancia —dijo Edward, yendo hacia la mesa del teléfono.

—¡No! —gritó Vergil, incorporándose—. Ya te lo he dicho, no estoy enfermo, este es mi espectáculo. ¿Qué pueden hacer por mí? Sería una farsa.

—¿Pues, entonces, qué demonios estoy haciendo yo aquí? —preguntó Edward, enfadado—. Yo no puedo hace nada. Soy uno de los prehistóricos y tú viniste a mí…