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—Vergil…

—Gracias —dijo él.

Tenía puestos los ojos sobre el hombre de cabello gris y porte distinguido que había en pie junto al único sofá del vestíbulo. No cabía duda: era Michael Bernard.

Vergil le reconoció por las fotos y por el retrato en portada que la revista Time había publicado tres años antes. Vergil le tendió la mano mostrando un amplia sonrisa.

—Encantado de conocerle, señor Bernard.

Bernard estrechó la mano de Vergil aparentemente confuso.

Gerald T. Harrison estaba de pie enmarcado en la ancha puerta doble de la lujosa oficina de recepción, con el auricular del teléfono atrapado entre la oreja y el hombro. Bernard miró a Harrison como pidiendo una explicación.

—Me alegro de que recibiera mi mensaje… —siguió Vergil antes de que Harrison terciara.

Harrison se despidió inmediatamente y colgó el auricular del teléfono ruidosamente.

—El puesto tiene sus privilegios, Vergil —dijo sonriendo ampliamente a su vez y colocándose al lado de Bernard.

—Perdón… ¿Qué mensaje? —preguntó Bernard.

—Este es Vergil Ulam, uno de nuestros mejores investigadores —dijo Harrison obsequiosamente—. Estamos todos muy contentos de su visita, señor Bernard.

Vergil, le veré a usted luego para tratar de ese asunto del que quería que habláramos.

El no había solicitado hablar con Harrison para nada en absoluto.

—Muy bien —dijo Vergil. Experimentó con resentimiento una bien conocida sensación: la de ser esquivado, arrinconado.

Bernard no le conocía de nada.

—Más tarde, Vergil —dijo Harrison con intención.

—Claro, por supuesto —retrocedió, echó una mirada suplicante a Bernard, luego se dio la vuelta y se fue tambaleándose por la puerta de atrás.

—¿Quién era ése? —preguntó Bernard.

—Un tipo muy ambicioso —dijo Harrison sombrío—. Pero le tenemos bajo control.

Harrison tenía su despacho de trabajo en el piso bajo, en el extremo oeste del edificio de laboratorios. La habitación estaba rodeada de estantes de madera llenos de libros cuidadosamente ordenados. Detrás de su mesa, a la altura de la vista, varios cuadernos, forrados en plástico negro, de Cold Springs Harbor.

Dispuestos debajo, una fila de listines telefónicos —Harrison coleccionaba listines atrasados—, y varios estantes de tratados sobre cibernética. Sobre el negro tablero cuadriculado de su escritorio, un cuaderno de notas con tapas en cuero y un VDT.

De los fundadores de Genetron, sólo Harrison y William Yng habían permanecido allí el tiempo suficiente como para ver los laboratorios empezar a funcionar. Ambos se orientaban más hacia el negocio que hacia la investigación aunque sus títulos de doctorado brillaban sobre el panel de madera de la pared.

Harrison se echó hacia atrás en su silla, con los brazos en alto y las manos entrecruzadas sosteniéndose la nuca Vergil percibía la mínima presencia de gotas de sudor en cada axila.

—Vergil, resultó muy embarazoso —dijo. Llevaba su rubio cabello, casi albino, artísticamente arreglado para disimular una calvicie prematura.

—Lo siento —dijo Vergil.

—No más que yo. Así que usted pidió al señor Bernard que visitara nuestros laboratorios.

—Sí.

—¿Por qué?

—Creí que podía estar interesado en el trabajo.

—Nosotros también lo creímos así. Por eso le invitamos. No creo que el señor Bernard ni siquiera haya sabido de su invitación, Vergil.

—Al parecer, no.

—Nos ha pisado usted los talones.

Vergil estaba en pie frente a la mesa, mirando sombríamente la parte trasera del VDT.

—Usted ha hecho una gran cantidad de trabajo útil para nosotros. Rothwild dice de usted que es brillante, quizá incluso inestimable. —Rothwild era el supervisor del proyecto de biochips—. Pero otros dicen que no se puede confiar en usted. Y ahora… esto.

—Bernard…

—No el señor Bernard, Vergil. Esto.

Se acercó el VDT y apretó un botón del teclado. El archivo secreto computerizado de Vergil empezó a salir en pantalla. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y sintió un nudo en la garganta, pero hay que decir en su honor que no se atragantó. Su reacción resultó muy controlada.

—No lo he leído del todo, pero parece como si usted estuviera haciendo cosas muy sospechosas. Posiblemente, faltas de ética. Aquí, en Genetron, nos gusta

seguir unas directrices especialmente a la luz de nuestra futura posición en el

mercado. Pero no únicamente en razón de ello. Me gusta creer que aquí dirigimos una compañía ética.

—No estoy haciendo nada falto de ética, Gerald.

—¿Ah? —Harrison desconectó el monitor. Está usted diseñando nuevos complementos del ADN para varios microorganismos regulados por el Instituto Nacional de la Salud. Y está usted trabajando con células de mamíferos. Aquí no trabajamos con células de mamíferos. No tenemos equipo para los bioazares, al menos no en los laboratorios principales. Pero supongo que podrá demostrarme la seguridad e inocuidad de su investigación. ¿No estará creando un nuevo tipo de plaga para venderlo a los revolucionarios del Tercer Mundo, verdad?

—No —dijo Vergil en un tono neutro.

—Bien. Parte de este material está más allá de mi comprensión. Parece como si usted estuviera tratando de extender nuestro proyecto BAM. Podría haber algo de interés en ello. —Hizo una pausa—. ¿Qué demonios está haciendo usted, Vergil?

Vergil se quitó las gafas y las limpió con el faldón de su bata de laboratorio.

Estornudó brusca y ruidosamente, lanzando un haz de mucosidades.

Harrison se mostró ligeramente asqueado.

—No descubrimos el código hasta ayer. Por accidente, casi. ¿Por qué nos lo escondió usted? ¿Se trata de algo que preferiría que nosotros ignoráramos?

Sin sus gafas, Vergil tenía aspecto de lechuza desvalida. Empezó a balbucear una respuesta, luego se detuvo y echó la mandíbula hacia delante. Sus gruesas y negras cejas se fruncieron en un doloroso encabalgamiento.

—Me da la impresión de que ha estado usted haciendo algún trabajo con nuestra máquina de genes. No autorizado, por supuesto, pero usted nunca ha acatado mucho la autoridad.

La cara de Vergil estaba ahora roja como la grana.

—¿Está usted bien? —preguntó Harrison. Estaba sintiendo ahora un perverso placer en atormentar a Vergil, y una sonrisa amenazaba con abrirse paso en su expresión inquisidora.

—Estoy bien —dijo Vergil—. Yo estaba… estoy… trabajando en biología.

—¿Biología? No estoy familiarizado con el término.

—Una rama lateral de la de biochips. Computador orgánico autónomo.

La sola idea de añadir algo más le producía un sentimiento de agonía. Le había escrito a Bernard —sin resultado, aparentemente— para conseguir que viniera a ver el trabajo. No quería mostrarlo únicamente a Genetron, de acuerdo con las previsiones de la cláusula de trabajo eventual de su contrato. Se trataba de una simple idea, pese a que el trabajo le había tomado dos años de trabajo secreto y arduo.

—Estoy intrigado. —Harrison dio la vuelta al VDT y siguió haciendo pasar la lista— No estamos hablando sólo de proteínas y aminoácidos. Ha trabajado usted también con cromosomas. Recombinando genes de mamíferos; incluso, veo, mezclando genes víricos y bacterianos. —La luz se fue de sus ojos, que adquirieron un pétreo tono gris—. Podría usted provocar el cierre de Genetron ahora mismo, en este momento, Vergil. No reunimos las condiciones para esta clase de trabajo. Ni siquiera está usted trabajando bajo control P-3.

—No me estoy metiendo con los genes implicados en la reproducción.