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—Tú eres un amigo —dijo Vergil, mirándole fijamente Edward tuvo la desconcertante sospecha de que estaba siendo observado por alguien más que Vergil—. Quise qui vinieras para que me hicieras compañía —se rió—. Pero no estoy exactamente solo, ¿verdad?

—Tengo que llamar a Gail —dijo Edward, marcando e número.

—A Gail, bueno. Pero no le digas nada.

—Oh, no. Por supuesto.

11

Al amanecer, Vergil daba vueltas por el apartamento manoseando cosas, mirando por las ventanas y haciéndose lenta y metódicamente el almuerzo.

—Sabes, realmente puedo sentir sus pensamiento —dijo. Edward le miraba, exhausto y alterado por la tensión, desde un sillón del cuarto de estar—. Quiero decir su citoplasma parece tener voluntad propia. Una especie de vida subconsciente, a cuenta de la racionalidad que han adquirido tan recientemente.

Oyen el «ruido» de los productos químicos de las moléculas mientras hacen y deshacen por dentro.

Se quedó en medio de la sala de estar, con el albornoz abierto y los ojos cerrados. Parecía como si se echara pequeñas siestas. Era posible, pensó Edward, que estuviera, sufriendo pequeños desvanecimientos. ¿Quién podría predecir los estragos que los linfocitos estaban haciendo ei su cerebro?

Edward llamó de nuevo a Gail desde el teléfono de la cocina. Se estaba preparando para ir a trabajar. Le pidio que llamara al hospital y dijera que estaba enfermo.

—¿Que te haga de coartada? La cosa debe ser seria.

¿Qué le pasa a Vergil? ¿No sabe cambiarse solo los pañales?

Edward no contestó.

—¿Va todo bien? —preguntó ella, tras una larga pausa. ¿Sí o no?

Decididamente no.

—Muy bien —dijo él.

—¡Cultura! —dijo Vergil en voz alta, mirando por el panel divisorio de la cocina.

Edward se despidió y colgó rápidamente—. Siempre están nadando en un mar de información. Contribuyendo a él. Es una especie de gestalt, creo. La jerarquía es absoluta. Envían fagocitos tras las células que no interaccionan como es debido.

Virus específicos hacia individuos o grupos. No hay escapatoria. Uno es alcanzado por un virus, la célula explota y se disuelve. Pero no se trata sólo de una dictadura. Creo que efectivamente ellos tienen más libertad que nosotros. Son tan variados, quiero decir, de individuo a individuo, si es que son individuos, varían de modo diferente a como lo hacemos nosotros. ¿Tiene sentido lo que he dicho?

—No —dijo Edward suavemente, mientras se frotaba las sienes—. Vergil, me estás haciendo llegar al límite. No puedo seguir así mucho tiempo. No entiendo nada, no estoy seguro de creer…

—¿Ni siquiera ahora?

—De acuerdo, digamos que me estás dando la interpretación corecta. Que me la estás dando directamente y que todo el asunto es cierto. ¿Te has molestado en pensar las consecuencias?

Vergil le observó con cautela.

—Mi madre —dijo.

—¿Qué pasa con ella?

—Como cualquiera que limpie un retrato.

—Por favor, habla con sentido —la desesperación hacía que la voz de Edward sonase casi como un quejido.

—Nunca he sido muy bueno para eso —murmuró Veil—. Para dilucidar a dónde me pueden llevar las cosas.

—¿No tienes miedo?

—Tengo pánico —dijo Vergil. Hizo una mueca como de maníaco. Regocijado.

Se arrodilló junto a la silla que ocupaba Edward—. Al principio, quería controlarlo.

Pero son más hábiles que yo. ¿Quién soy yo, un estúpido loco, para intentar frustrarlos? Están consiguiendo algo muy importante.

—¿Y si te matan?

Vergil se tendió en el suelo y abrió sus brazos y piernas.

—Muerto el perro… —dijo. Edward sintió ganas de dar le una patada—. Mira, no quiero que creas que te la quieren jugar, pero ayer fui a ver a Michael Bernard. Me enseño toda su clínica privada, cogió todo tipo de muestras. Biopsias. No te puedes imaginar de donde cogió muestras de tejido muscular, muestras de piel, de todo. Todo está cunrado. Dijo que iba a reventar. Y me pidió que no se lo dijera a nadie —su expresión volvió a ser soñadora—. Ciudades de células —dijo—.

Edward, hacen pasar tubos delgados como cabellos a través de los tejidos, se extienden, extienden su información, convierten a otros tipos de células…

—¡Para ya! —gritó Edward—. ¿Qué es lo que va a reventar?

—Según cree Bernard, tengo linfocitos «gravemente aumentados». Los otros datos no están listos todavía. Es decir, esto fue justo ayer. De modo que no es una decepción mutua.

—¿Qué planea?

—Va a convencer a los de Genetron para que me vuelvan a coger. Van a volver a abrir mi laboratorio.

—¿Es eso lo que quieres?

—No es sólo por volver a tener el laboratorio. Déjame que te lo enseñe. Desde que dejé de hacer los tratamiento; con lámparas, mi piel ha cambiado otra vez. — Se quitó el albornoz sin levantarse del suelo.

Toda la piel de Vergil esaba surcada de líneas blancas. Se dio la vuelta. En su espalda, las líneas estaban empezando a formar crestas.

—Dios mío —dijo Edward.

—No tengo nada que hacer fuera del laboratorio —dije Vergil—. No podré ir a lugares públicos.

—Tú… puedes hablar con ellos, decirles que lo hagan ir más despacio. —En seguida se dio cuenta de lo ridículo que sonaba su propuesta.

—Sí, claro que puedo, pero no quiere decir que vayan a escucharme.

—Creí que tú eras como un dios para ellos.

—Los que están colgados de mis neuronas no son los principales. Son los que investigan, o algo así. Saben que estoy ahí, en esencia, pero eso no significa que hayan convencido a los niveles altos de la jerarquía.

—¿Estás discutiendo?

—Algo por el estilo —volvió a ponerse bien el albornoz y fue hacia la ventana, por donde se puso a mirar como si buscara a alguien—. Son lo único que tengo.

No tienen miedo. Edward, nunca me he sentido tan unido a nada ni a nadie. — Otra vez esbozó la sonrisa beatífica—. Soy responsable de ellos. La madre de todos ellos. Sabes, hasta hace unos días no les puse nombre. Una madre tiene que ponérselo a sus vastagos, ¿no?

Edward no contestó.

—Miré en diccionarios, textos, de todo. Luego, simplemente brotó en mi mente.

Noocitos. De la palabra griega que significa mente, noos. Noocitos. Suena como ominoso, ¿verdad? Se lo dije a Bernard. Me parece que pensó que era un nombre apropiado.

Edward levantó los brazos con exasperación.

—¡Tú no sabes qué es lo que pretenden! Dices que son como una civilización…

—Un millar de civilizaciones.

—Sí, y las civilizaciones se caracterizan por armar jaleos. Las guerras, el medio ambiente… —se agarraba a un clavo ardiendo, intentando contener el pánico que había ido creciendo en él desde que llegó. No era capaz de enfrentarse con la enormidad de lo que estaba sucediendo. Y Vergil tampoco. Vergil era la última persona que Edward hubiera tenido por inteligente y aguda para encararse con las situaciones críticas.

—Pero soy el único que está en peligro —dijo Vergil.

—Eso no se sabe. Jesús, Vergil, ¡date cuenta de lo que están haciendo contigo!

—Lo acepto —dijo estoicamente.

Edward sacudió la cabeza admitiendo su derrota.

—De acuerdo, Bernard hace que Genetron vuelva a abrir el laboratorio, tú te vas allí y estás de conejillo di Indias. ¿Entonces qué?

—Me tratan como es debido. Ahora ya soy algo má que el viejo Vergil I. Ulam.

Soy una condenada galaxia una super-madre.

—Super-anfitrión, querrás decir.

Vergil admitió esto último encogiéndose de hombros.