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Frunció el ceño, intentando liberar el hilo de su pensamiento del lodazal en que estaba aprisionado, para examinar el conjunto de manera puntual. Seguridad.

Bernard se había referido a ese aspecto en conexión con Candice. Quizá sólo estaban preocupados por la seguridad de la compañía, contagiados del miedo al espionaje industrial que había convertido a las compañías privadas de investigación a todo lo largo de la avenida North Torrey Fines en cajas blindadas, totalmente cerradas al conocimiento público. Pero eso no podía ser todo.

No podían ser tan estúpidos y cortos de vista como Vergil; tenían que saber que lo que le sucedía a Vergil era demasiado importante como para poder ser contenido entre los límites de interés de una simple compañía.

Así pues, se habían puesto en contacto con el gobierno. ¿Era esa una idea justificada? (Quizá eso era algo que él debería hacer, independientemente de lo que decidieran en Genetron.) Y el gobierno estaba actuando con la mayor rapidez posible —es decir, en términos de días o semanas— para tomar sus decisiones, preparar sus planes y entrar en acción. Mientras tanto, Vergil estaba sin atención científica. En Genetron no se atreverían a hacer nada contra su voluntad; las compañías de investigación genética eran ya contempladas con bastante reserva por parte de la opinión pública, y un escándalo podría hacer mucho más que desbaratar su repertorio de planes.

Vergil iba por libre. Y Edward conocía lo bastante a su viejo amigo como para darse cuenta de que nadie estaba controlando nada. Vergil no era una persona responsable. Pero había decidido confinarse en su apartamento, mientras sufría su transformación mental, encerrado en un estado de éxtasis cercano a la psicosis, pleno, saboreando los resultados de su propia brillantez.

De entrada, Edward se dio cuenta de que era la única persona que podía hacer algo.

Era el último individuo responsable.

Había llegado la hora de volver al apartamento de Vergil para, por lo menos, seguir la marcha de los acontecimientos antes de que los de arriba entrasen en liza.

Mientras conducía, Edward pensaba en el cambio.

Se trataba sólo del cambio que un solo individuo podía aguantar. La innovación, incluso la creación radical, eran esenciales, pero los resultados tenían que ser aplicados con cautela, con meticulosa premeditación. No había que forzar nada, ni que imponer nada. Ese era el ideal. Todos tenían derecho a permanecer igual hasta que por sí mismo decidiesen lo contrario.

Todo eso era muy ingenuo.

Lo que había hecho Vergil era lo más grande para la ciencia desde…

¿Desde qué? No había comparación posible. Vergil Ular se había convertido en un dios. Llevaba en su carne ciento de billones de seres inteligentes.

Edward no podía asimilar ese pensamiento. «Neo-Ludita», dijo para sí, una asquerosa acusación.

Cuando apretó el botón del portero automático del condominio, Vergil contestó casi inmediatamente.

—¿Sí? —dijo con voz alegre que denotaba un inmejorable estado de ánimo.

—Edward.

—¡Hola, Edward! Pasa. Me estoy dando un baño. La puerta está abierta.

Edward entró en la salita de estar de Vergil y se dirigió por el pasillo hacia el cuarto de baño. Vergil estaba en la bañera con el agua color rosa hasta el cuello.

Sonrio vagamente a Edward y chapoteó con las manos.

—Parece que me he cortado las muñecas, ¿verdad —dijo en un alegre murmullo—. No te preocupes. Todo está bien ahora. Vienen de Genetron para llevarme otra vez allí. Bernard y Harrison y los del laboratorio, todos en una furgoneta —su cara estaba surcada por pálidos filamentos y tenía las manos cubiertas de blancas vejigas.

—Hablé con Bernard esta mañana —dijo Edward, perplejo.

—Eh, acaban de llamar —dijo Vergil señalando hacia el intercomunicador y teléfono del cuarto de baño—. He estado aquí una hora, hora y media.

Remojándome y pensando.

Edward se sentó en la taza del retrete. La lámpara de cuarzo, desenchufada, estaba al lado del armario de la toallas.

—Estás seguro de que eso es lo que quieres —dijo encogiéndose de hombros.

—Sí. Estoy seguro —dijo Vergil—. Reunión. Acoger de nuevo al hijo pródigo, ¿no tan pródigo? Sabes, nunca he entendido qué quiere decir eso de pródigo.

¿Significa «prodigio»? Ciertamente yo lo soy. Estoy volviendo a tener estilo. De aquí en adelante todo será estilo.

El color rosado del agua no parecía ser debido al jabón.

—¿Te estás dando un baño de espuma? —preguntó Edward. Otra idea le asaltó repentinamente dejándole frío.

—No —dijo Vergil—. Todo esto me sale de la piel. No me lo dicen todo, pero creo que están enviando exploradores. ¡Eh! ¡Astronautas! Sí. —Miró a Edward con expresión despreocupada; más bien denotaba curiosidad por el modo en que él se tomaría la respuesta.

Los músculos del estómago de Edward se pusieron tensos como a la espera de un segundo golpe. Nunca hasta ahora había considerado seriamente la posibilidad —al menos no de forma consciente—, tal vez porque se había concentrado en aceptar y en enfocar los problemas más inmediatos.

—¿Se trata de la primera vez?

—Sí —dijo Vergil. Se rió—. Puedo dejar a esas pequeñas sabandijas del centro de mi cerebro a merced de la corriente. Para que se enteren de una vez de cómo las gastan en el mundo.

—Pueden ir a todas partes —dijo Edward.

—Faltaría más.

Edward asintió. Faltaría más.

—No me has presentado nunca a Candice —dijo. Vergil sacudió la cabeza.

—Pues es verdad.

—¿Cómo… cómo te encuentras?

—Me encuentro perfectamente en este momento. Debe de haber billones de ellos. —Chapoteó con las manos—. ¿Tú qué opinas? ¿Debería dejar que salieran mis pequeñas sabandijas?

—Necesito beber algo —dijo Edward.

—Candice guarda algo de whisky en el armario de la cocina.

Edward se arrodilló frente a la bañera. Vergil le miro con curiosidad.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Edward. El gesto de Vergil cambió con brusquedad de una expresión de interés a una virtual máscara de tristeza.

—Dios mío, Edward, mi madre, ya sabes, vienen a por mí, pero ella me dijo…

Debería llamarla. Para hablar con ella. —Las lágrimas se deslizaban por los filamentos que le desfiguraban las mejillas—. Me dijo que volviera a ella Cuando…

Cuando llegara el momento. ¿Es ya ese momento, Edward?

—Sí —dijo Edward, sintiéndose suspendido en una nube de chispas—. Creo que sí debe serlo. —Sus dedos se cerraron sobre el cable de la lámpara de cuarzo y fue a enchufarla.

Siendo niño, Vergil había electrificado con cable lo pomos de las puertas, le había coloreado el pis de azul había jugado a un montón de juegos tontos y nunca había crecido, nunca había llegado a ser lo bastante maduro como para entender lo brillante que era y cuánto podía afectar al mundo.

Vergil estiró la mano hacia el tapón del desagüe de la bañera. Sabes, Edward, yo…

No llegó a terminar la frase. Edward acababa de enchufar la lámpara. Con ella en la mano, se acercó a la bañera para ponerla frente a Vergil. Retrocedió de un salto ante el fogonazo, el vapor y las chispas. La luz del cuarto di baño se apagó.

Vergil gritó y se sacudió espasmódicamente y luego todo quedó en calma, excepto por un siseo bajo y firme y por el humo que le salía del pelo. La luz que entraba por la pequeña ventana de ventilación era como una saeta que cortaba la fétida calina.