Edward levantó la tapa del retrete y vomitó. Luego se cubrió la nariz y se dirigió, tambaleándose, al cuarto de estar. Le fallaron las piernas y se derrumbó sobre el sofá.
Pero no había tiempo. Se puso en pie, oscilante y presa de náuseas, y entró en la cocina. Encontró la botella de whisky Jack Daniels, de Candice, y volvió al baño.
Desenroscó el tapón y vertió el contenido de la botella en el agua de la bañera, intentando no mirar directamente a Vergil. Pero eso no era suficiente. Necesitaba agua oxigenada y amoníaco, y luego tendría que salir.
Iba a llamar a Vergil para preguntarle dónde estaban el agua oxigenada y el amoníaco, pero se detuvo. Vergil estaba muerto. El estómago de Edward empezó a agitarse otra vez y se apoyó en la pared del pasillo, con la mejilla apretada contra el yeso y la pintura. ¿Cuándo habían sido menos reales las cosas?
Cuando Vergil entró en el Centro Médico Mount Freom… Sólo era otra de las bromas de Vergil. ¡Ja! Toda tu vida se tiñe de un profundo azul de medianoche, Edward; no olvides nunca a un amigo.
Miró en el armario, pero sólo vio toallas y sábanas. En el dormitorio, abrió el ropero de Vergil, pero sólo encontró su ropa. Junto al dormitorio había un pequeño aseo, y se fijó en un pequeño armarito desde el ángulo de la deshecha cama.
Edward entró en el aseo. En un extremo, enfrente del armarito, había una ducha.
Un hilo de agua salía de debajo de la puerta de ésta. Intentó encender la luz, pero toda esta sección del apartamento se había quedado sin fuerza; la única luz provenía de la ventana del dormitorio. En el armario encontró el agua oxigenada y un gran frasco con amoníaco.
Se los llevó a lo largo del pasillo y vertió ambos en la bañera, evitando los pálidos ojos ciegos de Vergil. Cerró la puerta tras de sí, tosiendo, mientras las emanaciones silbaban dentro.
Alguien llamó suavemente a Vergil. Edward llevaba las botella vacías hacia el aseo cuando la voz sonó más alta. Se quedó en el umbral, con uno de los frascos de plástico contra el quicio, y aguzó el oído, con el ceño fruncido.
—En, Vergil, ¿eres tú? —preguntó la voz secamente. Provenía del interior de la ducha. Edward dio un paso adelante y luego se detuvo. Ya es suficiente, pensó.
La realidad ya se había distorsionado bastante y realmente no quería ir más lejos.
Dio un paso más, luego otro, y se acercó a la puerta de la ducha.
La voz parecía de mujer, ronca, extraña, pero no angustiada.
Puso la mano en el pomo y tiró de él. La puerta se abrió con un hueco clic.
Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, miró dentro de la ducha.
—Jesús, Vergil, me has dejado abandonada. Tenemos que salir de este hotel.
Está oscuro y es pequeño y no me gusta.
Edward reconoció la voz del teléfono, pero seguramente no habría podido reconocerla por su aspecto aunque hubiera visto antes su fotografía.
—¿Candice? —preguntó.
—¿Vergil? Vamonos.
Se fue de allí a toda prisa.
15
El teléfono estaba sonando cuando Edward llegó a si casa. No contestó. Podía ser una llamada del hospital. Ta vez fuese Bernard, o la policía. Se imaginó explicando todo en la comisaría. En Genetron no abrirían la boca; a Bernard sería imposible encontrarle.
Edward estaba agotado, con los músculos agarrotado por la tensión y por todos los sentimientos que uno puede imaginarse después de…
¿Cometer un genocidio?
Verdaderamente, todo parecía irreal. Simplemente, no podía creer que hubiera asesinado un trillón de seres inteligentes. Noocitos. Que hubiera despachado toda una galaxia. Eso era irrisorio. Pero no podía reírse.
Todavía veía a Candice bajo la ducha.
El asunto había ido mucho más rápido con ella. Se había quedado sin piernas; su torso se había enflaquecida de una manera casi impresionista. Ella había levantado el rostro hacia él, un rostro surcado de filamentos que parecia un manojo de cardos.
Salió del edificio a tiempo de ver una furgoneta blanca que daba la vuelta a la curva y aparcaba enfrente, miertras la limousine de Bernard se acercaba a poca distancia. Se había sentado en su coche para observar a los hombres saltar de la furgoneta vestidos con blancos trajes aislantes; el vehículo no llevaba ningún rótulo.
Luego puso en marcha el coche y se alejó. Así de sencillo. Volver a Irvine.
Ignorar todo aquel horrible caso mientras pudiera, o pronto se volvería tan loco como Candice.
Candice, que estaba siendo transformada bajo una ducha abierta. Dejemos a las sabandijas salir, había dicho Vergil. Para que vean cómo es el mundo.
No resultaba nada difícil creer que había matado a un ser humano, a un amigo.
El humo, la pantalla de la lámpara derretida, el enchufe oscilante y el cable echando humo.
Vergil.
Había introducido la lámpara en la bañera con Vergil dentro.
¿Los habría matado a todos en la bañera? Tal ver Bernard y su grupo acabarían lo que él había empezado.
No lo creía así. ¿Quién podría abarcar esto, comprenderlo en su totalidad?
Desde luego él no; se había dado una sucesión de horrores, de hechos pavorosos que la mente había tenido que asimilar, que ver, y él no creía que pudiera predecir lo que iba a ocurrir después, porque apenas sabía lo que estaba ocurriendo ahora.
Los sueños. Ciudades enteras violando a Gail. Galaxias que se desmoronaban sobre todos ellos. Aquella angustia… y luego, otra vez, qué belleza en potencia, una nueva forma de vida, simbiosis, transformaciones.
No. Esa no era una buena idea. El cambio —demasiado cambio— y así empezaron sus objeciones, sus objeciones a un nuevo orden, una nueva transformación, porque él sabía bien que los humanos no eran suficientes que tenía que haber más de lo que Vergil había hecho más; a su manera chapucera y miope había iniciado el estadio siguiente.
No. La vida discurre fluida, sin final y sin cambios, sin sobresaltos del tipo de Candice en la ducha o Vergil muerto en la bañera. La vida es el derecho de un individuo a la normalidad y el proceso normal, el envejecimiento normal ¿Quién anularía ese derecho, quién que estuviera en su cabales lo aceptaría y qué pensaba él que iba a ocurrir si se viera obligado a aceptarlo?
Se tendió en el sofá protegiéndose los ojos con el antebrazo. Nunca se había sentido tan exhausto en su vida, agotado física y emocionalmente, más allá de todo pensarmiento racional. No quería dormirse porque notaba cómo las pesadillas se estaban fraguando ya como densos nubarrones, esperando para estallar en reflejos y ecos de lo que había visto.
Edward apartó el antebrazo y fijó los ojos en el techo Era poco probable que lo que había comenzado pudier ser detenido. Quizá él era el único que podía desencadene la serie de acciones capaces de frenarlo. Podía llamar al Centro de Control de Enfermedades (sí, ¿pero eran ellos los que interesaba contactar?). ¿O quizá el Departamento de Defensa? ¿Primero a Salud de Zona, para canalizar el trabajo? Quizá incluso al hospital VA o a la Clínica Scripp de La Jolla.
Volvió a cubrirse los ojos con el brazo. No había ningún proceso claro de acción.
Los acontecimientos sobrepasaban su capacidad. Recordó lo que a menudo ocurre en la historia de la humanidad; mareas de acontecimientos que rodean a los individúos cruciales, arrastrándoles con ellas. Que les hacen desear que existiera un lugar tranquilo, quizá un pequeño pueblo mejicano donde nunca pasara nada y dónde se pudieran ir para dormir, solamente dormir.
—¿Edward? —Gail se inclinó hacia él, acariciándole la frente con sus fríos dedos—. Cada vez que llego a casa, aqui estás tú, hecho polvo. No tienes buen aspecto. ¿Te encuentras bien?