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—Sí. —Se sentó al borde del sofá. Tenía el cuerpo ardiendo y la descomposición amenazaba su equilibrio— ¿Qué vamos a cenar? —No articulaba bien con la lengua sus palabras sonaban gangosas—. Creo que podríamos salir.

—Tienes fiebre —dijo Gail—. Y muy alta. Voy a por termómetro. Quédate aquí.

—No —dijo él débilmente. Se levantó y fue tambaleándose al cuarto de baño para mirarse al espejo. Gail fue tras él y le metió el termómetro en la boca. Como de costumbre, se le ocurrió morderlo como hace Harpo Marx en las películas, para comérselo como si fuera una barra de caramelo. Ella le miró en el espejo desde detrás de su hombro.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

Tenía líneas bajo el cuello de la camisa, alrededor del cuello. Líneas blancas como senderos de polvo.

—Manos húmedas —dijo él—. Vergil tenía las palmas húmedas. —Ya los llevaba dentro desde hacía dos días—. Es tan obvio…

—Edward, por favor, ¿qué pasa?

—Tengo que hacer una llamada —dijo él. Gail le siguió hasta el dormitorio y se quedó en pie mientras él sentado en la cama marcaba el número de Genetron—.

El doctor Michael Bernard, por favor —dijo. La recepcionista le contó, con excesiva rapidez, que no tenían a nadie de ese nombre en Genetron—. Esto es demasiado importante como para gastar bromas —dijo fríamente—. Diga al doctor Bernard que soy Edwar Milligan y que es urgente.

La recepcionista le conectó. Tal vez Bernard estuviera todavía en el apartamento de Vergil, tratando de ordenar las piezas del rompecabezas; tal vez simplemente decidieran enviar a alguien para arrestarle. Daba lo mismo una cosa que otra.

—Aquí Bernard. —La voz del doctor era uniforme y sibilina, en gran parte, pensó Edward, como el resto de su persona.

—Es demasiado tarde, doctor. Le estrechamos a Vergil la mano. Palmas sudadas, ¿se acuerda? Y pregúntese a quiénes ha ido tocando después. Ahora somos los vectores.

—He estado hoy en el apartamento, Milligan —contestó Bernard—. ¿Mató usted a Ulam?

—Sí. Se disponía a dejar salir sus… microbios. Noocitos. Lo que sean, ahora.

—Encontró usted a su novia?

—Sí.

—¿Qué hizo usted con ella?

—¿Que qué hice con ella? Nada. Estaba en la ducha Pero escuche.

—Ya no estaba cuando llegamos nosotros, no encontramos nada más que sus ropas. ¿La mató usted a ella también?

—Escúcheme, doctor. Llevo dentro los microbios de Vergil. Y usted también.

Se produjo un silencio al otro lado, seguido de un profundo suspiro.

—¿Ha encontrado usted alguna manera de controlarlos, me refiero dentro de nuestros cuerpos?

—Sí. —Luego más débilmente—. No, todavía no. Antimetabolitos, terapia de radiación controlada, actinomicina. Aún no lo hemos probado todo, pero… no.

—Pues, entonces, es el final, doctor Bernard. Otra larga pasua.

—Hum…

—Vuelvo con mi mujer ahora, para pasar juntos el poco tiempo que nos queda.

—Sí —dijo Bernard—. Gracias por llamar.

—Voy a colgar ya.

—Claro. Adiós.

Edward colgó y rodeó con sus brazos a Gail.

—Es una enfermedad, ¿verdad? —dijo ella. Edward asintió.

—Es lo que hizo Vergil. Una enfermedad que piensa. No estoy seguro de que se pueda encontrar alguna forma de luchar contra una plaga inteligente.

16

Harrison ojeaba el manual de procedimientos, tomando notas metódicamente.

Yng estaba sentado en una silla de cuero en un extremo, con los dedos de ambas manos juntos formando una pirámide frente a su cara, con su lacio pelo negro cayéndole sobre los ojos y las gafas. Bernard estaba de pie frente a la mesa negra de fórmica, impresionado por la calidad del silencio. Harrison se apoyó en el respaldo del asiento y levantó su bloc de notas.

—En primer lugar, no tenemos responsabilidad alguna en esto. Así es como yo lo entiendo. Ulam llevó a cabo sus investigaciones sin nuestra autorización.

—Pero no le despedimos cuando nos enteramos del asunto —objetó Yng—. Eso va a resultar espinoso ante el tribunal.

—Ya nos preocuparemos de esto después —dijo Harrison con vehemencia—. Lo que sí nos incumbe es dar parte al CDC. No se trata de un derrame de contenedores ni de refrenar un escape del laboratorio, pero…

—Ninguno de nosotros, ni uno siquiera de nosotros, cayó en la cuenta de que las células de Ulam podían ser viables fuera de su cuerpo —dijo Yng retorciéndose nerviosamente las manos.

—Es muy probable que al principio no lo fueran —dijo Bernard, implicado en la discusión a su pesar—. Es obvio que ha habido un gran desarrollo desde los linfocitos originales. Desarrollo autocontrolado.

—Todavía me niego a creer que Ulam creara células inteligentes —intervino Harrison—. Nuestra propia investigación en el cubo ha mostrado las dificultades que el asunto comporta. ¿Cómo pudo él determinar sus inteligencias? ¿Cómo pudo entrenarlos? No… Hay algo…

Yng se rió.

—El cuerpo de Ulam estaba siendo transformado, rediseñado… ¿Cómo podemos dudar que detrás de ese fenómeno había una voluntad inteligente?

—Señores —dijo Bernard con suavidad—. Todo eso es académico. ¿Vamos o no vamos a alertar a los hospitales Atlanta y Bethesda?

—¿Qué demonios les vamos a decir?

—Que estamos todos en los estadios preliminares de una infección muy peligrosa —dijo Bernard—, generada en nuestros laboratorios por un investigador ya fallecido…

—Asesinado —dijo Yng, moviendo la cabeza con incredulidad.

—Y que se extiende a una velocidad alarmante.

—Sí —replicó Yng—, ¿pero qué puede hacer el CDC La contaminación quizá se haya ya extendido por todo el continente.

—No —dijo Harrison—, no tanto. Vergil no tuvo contactos con tantas personas.

Seguramente está todavía confinada al Sur de California.

—El tuvo contactos con nosotros —dijo Yng preocupdo—. ¿Opináis que estamos contaminados?

—Sí —contestó Bernard.

—¿Hay algo que podamos hacer, a nivel personal? Bernard simuló reflexionar, luego negó con la cabeza.

—Si me excusáis, hay cosas que hacer antes del anuncio.

—Abandonó la sala de conferencias y salió por el pasillo interior hacia las escaleras. Había un teléfono público cerca de la fachada del ala oeste. Sacó de su billetero una tarjeta de crédito y la insertó en la ranura para marcar el número de su oficina de Los Angeles.

—Aquí Bernard —dijo—. Voy a llevar mi limousine al aeropuerto de San Diego dentro de un rato. ¿Está George disponible? —La recepcionista hizo varias llamadas y le comunicó con George Dilman, su mecánico y piloto ocasional—.

George, lo siento por avisarte con tan poca antelación, pero es una emergencia. El jet tiene que estar listo dentro de una hora y media, con los tanques llenos de combustible.

—¿Para dónde esta vez? —preguntó Dilman, acostumbrado a enterarse de que tenía que volar largas distancias con casi nula antelación.

—Europa. Te lo diré con precisión dentro de media hora para que puedas registrar el plan de vuelo.

—No es lo corriente, doctor.

—Hora y media, George.

—Estaremos listos.

—Volaré solo.

—Doctor, es mejor que yo…

—Solo, George.

George suspiró con renuencia.

—De acuerdo.

Bajó el interceptor del auricular y luego marcó un número de veintisiete dígitos, comenzando por el código de su satélite y acabando por una serie secreta.

Contestó una mujer en alemán.