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—Doktor Heinz Paulsen-Fuchs, bitte.

La mujer no hizo preguntas. Cualquiera que fuera el que podía conectar por esa línea, sería atendido por el doctor. Paulsen-Fuchs se puso al aparato unos minutos después. Bernard miró a su alrededor incómodo, dándose cuenta de que corría algún riesgo por ser observado desde el exterior.

—Paul, soy Michael Bernard. Tengo que pedirle un favor muy delicado.

—¡Herr doktor Bernard, siempre bienvenido, siempre bienvenido! ¿Qué puedo hacer por usted?

—¿Tienen ustedes un laboratorio de total aislamiento en las instalaciones de Wiesbaden que puedan despejar hoy mismo?

—¿Para qué propósitos? Perdóneme, Michael, ¿no es este un buen momento para preguntar?

—No, en realidad no.

—Si se trata de una grave emergencia, en fin, supongo que sí.

—Bien. Necesitaré ese laboratorio, y tendré que utilizar la pista privada de B. K.

Pharmek. Cuando salga del avión, se me tiene que poner un traje de aislamiento y hará falta un camión blindado de transporte biológico para que me lleven allí inmediatamente. Luego mi aparato será destruido en la misma pista de aterrizaje, y toda el área será bañada en espuma desinfectante. Seré huésped de ustedes…

indefinidamente. El laboratorio deberá ser equipado para que pueda vivir allí y realizar mi trabajo. Necesito una terminal de computadora con todos los servicios.

—Usted casi no bebe, Michael. Y nunca ha sido inestable en todo el tiempo que hemos pasado juntos. Esto parece muy serio. ¿Ha ocurrido una catástrofe, Michael? ¿Un escape, quizá?

Bernard se preguntó cómo sabía Paulsen-Fuchs que estaba trabajando en ingeniería genética. ¿Cómo lo había descubierto? ¿O simplemente estaba conjeturando?

—Se trata de una extrema emergencia, Herr Doktor ¿Puede usted asumirlo?

—¿Será explicado todo?

—Sí. Y será ventajoso para usted, y para su nación, el estar al corriente con antelación.

—Todo esto no parece trivial, Michael. Sintió un irracional acceso de ira.

—Comparado con esto, todo lo demás es trivial, Paul.

—Entonces se hará. ¿Cuándo podemos esperarle…?

—En veinticuatro horas. Gracias, Paul.

Colgó y echó un vistazo a su reloj. Dudaba que alguien de Genetron entendiese la magnitud de lo que iba a suceder. Incluso para él era difícil imaginárselo. Pero había una cosa clara. A las cuarenta y ocho horas de que Harrison informase al CDC, la parte norte del continente americano sería puesta en situación de cuarentena total, independientemente de que los oficiales creyesen o no lo que se les dijera. Las palabras clave serían «plaga» y «firma de ingeniería genética». La acción sería plenamente justificable, pero él dudaba que resultase suficiente.

Después serían emprendidas nuevas y drásticas medidas.

No quería estar en el continente para cuando eso sucediera, pero, por otro lado, tampoco quería ser el responsable de la transmisión del contagio. De modo que iba a ofrecerse como espécimen, para que le tuvieran en el mejor centro de investigación farmacéutica de Europa.

La mente de Bernard trabajaba de tal modo que nunca era inquietado por segundos pensamientos o dudas extremas, al menos no en su trabajo. Cuando se trataba de una situación tensa o de emergencia, siempre tenía una solución única, usualmente la acertada. Las soluciones de reserva esperaban en su cerebro, inconscientes o latentes mientras que él actuaba. De modo que siempre había es tado en primera línea de mando, y eso era lo que ocurría ahora. No contemplaba esta facultad suya sin algún pesar A veces le hacía parecerse a un robot, autoconfiado más allá de todo razonamiento. Pero había sido decisivo en su carrera, su éxito en investigación neurofisiológica, y el respeto que le otorgaban sus colegas y el público en general. Volvió a la sala de conferencias y recogió su cartera. La limousine, como siempre, estaría esperándole en el aparcamiento de Genetron, mientras el conductor leía o jugaba al ajedrez con una computadora de bolsillo.

—Si me necesitáis, estaré en mi oficina —dijo Bernard a Harrison. Yng estaba mirando a la pizarra, que no tenía nada escrito, con las manos a la espalda.

—Acabo de llamar al CDC —dijo Harrison—. Van a contestarnos ahora con instrucciones.

El asunto se sabría inmediatamente en todos los hospitales de la zona.

¿Cuánto tiempo habría antes de que cerraran los aeropuertos? ¿Eran rnuy eficientes?

—Hágamelo saber en seguida —dijo Bernard. Cruzó la puerta y por un momento se preguntó si necesitaba llevarse algo más. Pensó que no. Tenía copias de los chapuceros diskettes de Ulam en la cartera. Tenía los organismos de Ulam en su propia sangre.

Sin lugar a dudas, eso era suficiente para tenerle ocupado bastante tiempo.

¿Gente? ¿A quién debería avisar?

¿A alguna de sus tres ex esposas? Ni siquiera sabía dónde vivían ahora. Su contable les enviaba los cheques de sus pensiones. No había manera práctica de…

¿Había alguien que realmente le importase, o alguien a quién él le importara?

Vio a Paulette en marzo por última vez. La despedida había sido amistosa.

Todo había sido amistoso. Habían dado vueltas el uno alrededor del otro como satélite y planeta, sin tocarse nunca realmente. Paulette había puesto objeciones a ser el satélite, y con mucha razón. Le había ido muy bien en su propia carrera, jefa de citotecnolía en Cetus Corporation, en Palo Alto.

Ahora que lo pensaba, había sido ella probablemente quien primero sugirió su nombre a Harrison, de Genetron. Luego se separaron. Sin duda ella había creído que se estaba comportando de un modo muy abierto y objetivo, ayudando a todos los interesados.

No podía culparla por eso. Pero nada en él le urgía a llamarla, a avisarla.

Simplemente, no era práctico.

En cuanto a su hijo, no había oído de él en los últimos cinco años. Estaba en algún lugar de China, con una beca de investigación.

Apartó esas ideas de su cabeza.

Quizá ni siquiera necesito una cámara de aislamiento pensó. Ya estoy bastante jodidamente aislado de este modo.

17

Estaban moribundos. A los pocos minutos, Edward estaba demasiado débil para moverse. La miró mientras llamaba a sus padres, a distintos hospitales, a su escuela Estaba aterrorizada ante la idea de contagiar a sus alumnos. El se imaginó una ola de noticias, y que los vendrían a buscar. El pánico. Pero Gail se calmó, se puso como aturdida, y se tendió en la cama a su lado.

Ella maldecía y luchaba, como un caballo que intenta rehacerse tras la rotura de una pata, pero el esfuerzo era inútil.

Con sus últimas fuerzas, se acercó a él, e intentaron descansar en los brazos del otro, bañados en sudor. Gail tenía los ojos cerrados, y su cara tenía el color del talco. Parecía un cadáver listo para embalsamar. Durante un momento, Edward creyó que estaba muerta, se encolerizó, odió, se sintió tremendamente culpable de su debilidad, de su lentitud en entender todas las posibilidades. Luego ya no se preocupó. Estaba demasiado débil para parpadear, así que cerró los ojos y esperó.

Había una especie de ritmo en sus brazos y piernas. A cada latido de sangre, un extraño sonido brotaba dentro de él, como si una orquesta estuviera interpretando millares de solos, pero no al unísono; tocando sinfonías completas a la vez. Música en la sangre. La sensación se hizo más coordinada; las cadenas de ondas se acallaron finalmente, luego se separaron en latidos armónicos.

Los latidos se mezclaron con el sonido de su propio corazón.

Ninguno de los dos tuvo sensación alguna del paso del tiempo. Pudieron pasar varios días antes de que recobrara suficiente fuerza para llegar al grifo del cuarto de baño. Bebió hasta que no cupo más en su estómago, y volvió con un vaso de agua. Levantó la cabeza de Gail y le llevó el vaso a los labios. Bebió un sorbo.