Tenía los labios agrietados, los labios inyectados en sangre y surcados de líneas amarillentas, pero su piel había recobrado algo de color.
—¿Cuándo vamos a morir? —preguntó con voz muy débil—. Quiero tenerte en mis brazos cuando muramos.
Unos minutos después él tenía fuerza suficiente como para ayudarla a llegar a la cocina. Peló una naranja y la compartió con ella, sintiendo el pulso del azúcar y el jugo y el ácido bajar por su garganta.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó ella—. Llamé a los hospitales, a los amigos. ¿Dónde están?
La sensación armónica de orquesta volvió, con los latidos coordinados en fragmentos reconocibles, que se enlazaban llegando a un foco significativo, y de pronto…
¿Hay MOLESTIAS?
—Sí.
Contestó automáticamente como si hubiese esperado el intercambio, como si estuviera preparado para una larga conversación.
PACIENCIA. Hay dificultades.
—¿Qué? No entiendo…
Respuesta de inmunidad. Conflicto. Dificultades.
—¡Entonces dejadnos! ¡Ios!
No posible. DEMASIADO INTEGRADOS.
No se estaban recobrando, no en el sentido de que estuvieran libres de la infección. Todo sentimiento de una vuelta a la libertad era ilusorio. Brevemente, diciendo lo que sus fuerzas le permitían, trató de explicar a Gail lo que creía que les estaba sucediendo.
Gail se levantó de la silla y fue hacia la ventana, con la: piernas temblorosas, y miró los verdes patios de uso común y las hileras de apartamentos.
—¿Y qué hay de los demás —preguntó—. ¿Se han contagiado también? ¿Por eso no están aquí?
—No lo sé. Pronto, probablemente.
—Y… la enfermedad. ¿Están hablando contigo? Asintió.
—Entonces no me he vuelto loca. —Se puso a caminar lentamente por la habitación—. ¿Y tú que dices? Tal vez deberíamos escapar.
El tomó su mano y sacudió la cabeza.
—Están dentro, son ahora parte de nosotros. Son nosotros. ¿A dónde vamos a escapar?
—Entonces quiero estar contigo en la cama, cuando ya no nos podamos mover.
Y quiero que me rodees con los brazos.
Volvieron a tenderse en la cama, abrazados.
—Eddie…
Ese fue el último sonido que escuchó. Intentó resistirse, pero olas de paz rodaban sobre él y ya sólo pudo sentir. Flotaba en un ancho mar azul-violeta.
Sobre el mar su cuerpo llevaba trazado un mapa aparentemente ilimitado. Los esfuerzos de los noocitos estaban marcados en él, y no era difícil para Edward entender su progresión Resultaba obvio que su cuerpo era ahora más noocítico que el de Milligan.
—¿Qué va a ocurrimos ahora?
No más MOVIMIENTO.
—¿Nos estamos muriendo?
Cambiando.
—¿Y si no queremos cambiar?
No hay DOLOR.
—¿Y miedo? ¿Ni siquiera nos dejáis tener miedo?
El mar azul-violeta y el mapa se desvanecieron en la cálida oscuridad.
Tenía mucho tiempo para pensar, pero no la suficiente información. ¿Era esto lo que Vergil había experimentado. No es extraño que pareciera volverse loco.
Enterrado en alguna perspectiva interior, y ni en un sitio ni en otro. Sintiendo un aumento del calor, una proximidad y una presencia forzosa.
»Edward…
—¿Gail? Te oigo… no, no te oigo…
»Edward, debería estar aterrorizada. Quisiera estar enfadada pero no puedo.
No es esencial.
»¡Idos! Edward, quiero contraatacar…
—¡Dejadnos, por favor, dejadnos!
PACIENCIA. Dificultades.
Se tranquilizaron y se concentraron simplemente en su mutua compañía. Lo que Edward sentía cerca no era la forma física de Gail; ni siquiera su propia imagen de la personalidad de ella, sino algo más convincente, con toda la fuerza y el detalle de la realidad, pero no del modo en que siempre la había experimentado anteriormente.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
»No lo sé. Pregúntaselo a ellos.
No hubo respuesta.
»¿Te lo han dicho?
—No. Creo que en realidad no saben cómo hablarnos… aún no. Quizá todo sea una alucinación. Vergil alucinaba, y quizá sólo estoy imitando los sueños de su delirio…
»Dime quién está alucinando a quién. Espera. Algo viene. ¿Lo ves?
—No veo nada… pero lo siento.
«Descríbemelo.
—No puedo.
»Mira… Está haciendo algo.
De mala gana:»Es bellísimo.
—Es muy… No creo que dé miedo. Ahora está más cerca.
No hay daño. No hay DOLOR. Aprender aquí, adaptar.
No era una alucinación, pero no podía ser puesto en palabras. Edward no luchó cuando se le vino encima.
«¿Qué es esto?
—Es donde vamos a estar durante algún tiempo, creo. «¡Quédate conmigo!
—Claro que sí…
De pronto, había un montón de cosas que hacer y que preparar.
Edward y Gail empezaron a crecer juntos en la cama y la sustancia pasaba a través de sus ropas, la piel se juntaba donde se abrazaban y los labios en donde tocaban.
18
Bernard estaba muy orgulloso de su Falcon 10. Lo había comprado en París al presidente de una compañía de computadores cuya firma se había declarado en bancarrota. Había estado encariñado con el reluciente jet de ejecutivo durante tres años, aprendiendo a volar, y había conseguido su carnet de piloto a los tres meses de «la primera sentada», en palabras de su instructor. Amorosamente, tocó el borde negro del control de mandos con un dedo, luego pasó el pulgar por el suave panel de madera que lo embellecía. Singular el hecho de que, con todo lo que había dejado atrás —y todo lo que había perdido—, el avión pudiera significar tanto para él. Libertad, logro, prestigio… Sin duda, en las próximas semanas, si le quedaba tanto tiempo, experimentaría muchos cambios además de los físicos.
Tendría que luchar a brazo partido con su fragilidad.
El avión había repostado en el aeropuerto de La Guardia sin soltar la carlinga.
Había radiado instrucciones, había ido en taxi hasta el área de servicio aéreo para ejecutivos y encendido los motores. Los asistentes habían hecho su trabajo rápidamente, y él había trazado el plan de vuelo continuado con la torre de control.
No tuvo que tocar carne humana ni una sola vez, ni que respirar el mismo aire que el equipo de tierra.
Una vez en Reikiavik hubo de dejar el aparato y ocuparse él mismo de rellenar los tanques de combustible, pero llevaba una bufanda muy apretada sobre la boca y se aseguró de que no tocaba nada con las manos desnudas.
De camino hacia Alemania su mente pareció aclararse, para alcanzar un agudo estado de incómodo autoanálisis. Ninguna de las conclusiones que se desprendían del mismo le gustaba. Intentó apartarlas de su mente, pero las incidencias del vuelo no eran lo bastante interesantes como para absorber su atención, y las observaciones, las acusaciones, volvían a su cabeza cada pocos minutos, hasta que puso en marcha el piloto automático y se dispuso a darles su merecido.
Iba a morir muy pronto. Era, sin duda, un noble sacrificio, el donar su persona a Pharmek, al mundo que podía no estar contaminado todavía. Pero no tenía nada que ver con lo que él hubiese planeado.
¿Cómo podía imaginárselo?
—Milligan lo sabía —dijo con los dientes apretados—. Malditos sean todos ellos.
Maldito Vergil I. Ulam; ¿pero no se parecía él a Vergil? No, se negaba a admitir eso. Vergil había sido brillante (volvió a ver el cuerpo, enrojecido y cubierto de ampollas, en la bañera) pero irresponsable, ciego a las precauciones que debía haber tomado casi instintivamente. Sin embargo, si Vergil hubiera tomado esas precauciones, nunca hubiese podido completar su trabajo.