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Nadie lo hubiera permitido.

Y Michael Bernard conocía demasiado bien los sentimientos de frustración que resultan de que le impidan a uno seguir un prometedor camino en investigación. El podría haber curado a millares de personas de la enfermedad de Parkinson… si tan sólo se le hubiera permitido obtener tejido cerebral de embriones abortados.

En vez de eso, llevados de su fervor moral, individuos con o sin rostro que contribuyeran a detener su trabajo había también contribuido a que miles de personas sufrieran y se degradasen. Cuántas veces había deseado que la joven Mary Shelley no hubiera escrito su famoso libro, o que al menos no hubiera elegido un nombre alemán para su científico. Todas las concatenaciones de principios del siglo xix y hasta mediados del xx, latentes en el pensamiento de la gente…

Sí, sí, ¿y no acababa él de maldecir a Ulam por su brillantez, y no le había cruzado la mente la misma comparación?

El monstruo de Frankenstein. Ineludible. Agobiantemente obvio.

A la gente le asusta tanto lo nuevo, el cambio…

Y ahora también tenía miedo él, aunque admitirlo le resultaba difícil. Era mejor comportarse con racionalidad, presentarse para ser estudiado, un sacrificio humano desinteresado como el del doctor Louis Slotin, de Los Alamos en 1946.

Por accidente, Slotin y otros siete investigadores recibieron una súbita descarga de radiación ionizada. Slotir les ordenó a los otros siete que no se movieran.

Luego dibujó círculos en torno a sus pies y a los de ellos, para dar a sus colegas científicos datos sólidos acerca de las distancias desde la fuente y la intensidad de la radiación sobre los cuales fundamentar sus estudios. Slotin murió nueve días después. Un segundo hombre murió a los veinte días por complicaciones atribuidas a la radiación. Y otros dos sucumbieron de anemia aguda.

Conejillos de Indias humanos. Noble, seguro de sí Slotin.

¿Habían deseado, en aquellos terribles momentos, que nadie hubiera descubierto la escisión atómica?

Pharmek tenía una pista arrendada a dos kilómetros de sus instalaciones, en el campo, fuera de Wiesbaden, para ofrecerla como buen anfitrión a hombres de negocios y científicos, y también para facilitar la recepción y procesado de plantas y muestras de tierra provenientes de equipos de investigación de todo el mundo.

Bernard dio vueltas sobre los bosques y campos a una altura de diez mil pies, mientras el alba se levantaba por el este.

Conectó la radio secundaria al sistema de control de vuelo automático de Pharmek, y dio dos veces la clave por el micrófono para que activaran las luces del área de aterrizaje. La pista surgió bajo él a la débil luz del amanecer, mientras una flecha luminosa le indicaba la dirección del viento.

Bernard siguió las luces y la pista, y sintió las ruedas golpear y silbar contra el cemento; un aterrizaje perfecto el último que haría el jet del ejecutivo en bancarrota.

Del lado de la puerta, pudo ver un gran camión blanco que le esperaba, así como personal vestido con trajes aislantes. Pusieron una brillante antorcha sobre el avión. Les saludó con la mano por la ventanilla y les indicó por gestos que se quedaran donde estaban.

—Hablaremos por la radio —dijo—. Necesito un traje aislante a cien metros del avión. Y el camión tiene que retroceder otros cien metros más lejos de donde está.

—Un hombre, en pie sobre la cabina del avión, le hizo una seña con los pulgares en alto tras escuchar al compañero que estaba sentado dentro. Se le preparó un traje aislante sobre la pista, y camión y personal aumentaron rápidamente la distancia que les separaba del avión.

Bernard apagó los motores y desconectó los interruptores, dejando encendidas solamente las luces de la cabina y el sistema de emergencia de lanzamiento de combustible. Con la caja Jeppescn bajo el brazo, entró en la cabina de pasajeros y cogió una lata de desinfectante de aluminio presurizado del compartimiento de equipajes. Después de respirar hondo, se puso una máscara de filtro de goma en la cabeza, y leyó las instrucciones que venían en la lata. El negro boquerel cónico tenía un pequeño tubo de plástico flexible con un accesorio de bronce. El accesorio entraba por la válvula de la parte superior de la lata, y así ésta quedaba conectada a la máscara.

Con el boquerel en una mano y la lata en la otra, Bernard volvió a la carlinga y roció los controles, asientos, techo y suelo, hasta que quedaron empapados del líquido verde lechoso. Luego volvió a la cabina de pasajeros, aplicando la corriente de alta presión sobre todo lo que había tocado y alrededor. Desenroscó el boquerel al terminarse la lata y soltó la válvula de presión, dejando la lata sobre el asiento de cuero. Le dio vuelta a una manivela y la escotilla se abrió, bajando hasta una distancia de escasas pulgadas del cemento.

Se tocó el bolsillo del pantalón con una mano para asegurarse de que la pistola de bengalas seguía allí, así como los seis cartuchos extra, y bajó la escalera hasta el suelo, dejando la caja Jeppesen sobre la pista a unos diez metros de la roja nariz del jet.

Paso a paso, procedía a sabotear su avión; primen soltó y vació los sistemas hidráulicos, luego acuchilló las ruedas para vaciarlas de aire. Rompió con un hacha el parabrisas de la carlinga, y luego las tres ventanillas de pasajeros del lado de la portezuela, subido al ala para poder alcanzarlas.

Volvió a subir las escaleras y entró en la carlinga, e inclinándose sobre los empapados asientos pulsó el interruptor para el vaciado de combustible. Con un fuerte clic el botón accionó la abertura de válvulas. Bernard abandonó rápidamente el aparato, recogió la caja y corrió hacía donde le esperaba el traje de aislamiento.

Los técnicos y el personal de Pharmek no interfirieron en su acción. Bernard sacó la pistola y los cartuchos de bolsillo, se quitó toda su ropa y se vistió el traje presurizado. Luego tiró su ropa al gran charco de combustible que estaba formándose bajo el Falcon. Volvió donde la caja y la abrió para sacar su pasaporte, y luego la metió en una bolsa de plástico. Entonces recogió la pistola.

El cartucho entró suavemente en el cañón. Apuntó con cuidado, esperando que la trayectoria no sería muy curva y disparó hacia lo que había sido su alegría y orgullo.

El combustible se encendió como un infierno. Bernard enmarcado por las llamas y el turbio humo negro, levante su caja y fue hacia el camión.

No era probable que estuviera presente ningún oficial de aduanas, pero, para no salirse de la legalidad, Bernard levantó su pasaporte envuelto en plástico y lo señaló. Un hombre que llevaba un traje aislante como el suyo lo cogió.

—Nada que declarar —dijo Bernard. El hombre se lleve la mano al casco en reconocimiento y dio un paso hacía atrás—. Aplíqueme el vaporizador, por favor.

Pirueteó en la ducha de desinfectante, levantando los brazos. Al subir las escaleras del tanque desinfectante de camión, oyó el débil zumbido del recirculador de aire y vio la luz púrpura de los rayos ultravioleta. La escotilla se cerró tras él, hizo una pausa y luego entró en sus sellos con un leve crujido.

En el camino hacia Pharmek, por una estrecha carretera de dos carriles, Bernard miró a través de la gruesa mirilla hacia la pista de aterrizaje. El fuselaje del jet había cedido, y ahora sólo quedaba su esqueleto ennegrecido. Llamas en un amanecer de verano. La hoguera parecía estar consumiéndolo todo.

19

Heinz Paulsen-Fuchs ojeaba los mensajes telefónicos dispuestos en la pantalla de su teléfono. Todavía era el comienzo. Varias agencias, incluyendo el Bundesumweltamt Agencia Estatal de Vigilancia Ambiental, y el Bundesgesundheitsamt —Agencia Federal de Salud—, se habían dirigido a ellos para indagar sobre el asunto. La Administración del Estado en Frankfurt y Wiesbaden estaba también interesada.