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—¿Hay alguna otra clase? —Harrison se echó bruscamente hacia adelante, encolerizado ante la idea de que Vergil intentara despistarle.

—Intrones. Cadenas que no codifican para la estructura de la proteína.

—¿Qué pasa con ellos?

—Estoy trabajando solamente en esas áreas. Y… añadiendo más material genético no reproductivo.

—Todo esto me suena a contradicción conceptual. Vergil. No tenemos pruebas de que los intrones no intervengan para algo en el código.

—Sí, pero…

—Pero… —Harrison levantó una mano. —Todo esto es bastante irrelevante.

Sea lo que sea lo que usted buscaba, el hecho es que estuvo dispuesto a renegar de su contrato, a ir a espaldas nuestras en busca de Bernard, y a intentar conseguir su apoyo para un asunto personal. ¿Cierto?

Vergil no decía nada.

—Presumo que no es usted un tipo muy sofisticado, Vergil. Al menos, no a la manera del mundo de los negocios. Quizá no se daba cuenta de las consecuencias.

Vergil tragó saliva. Tenía todavía la cara roja como un tomate. Sentía la sangre golpear en sus oídos, la enfermiza sensación de vértigo causada por la tensión.

Estornudó dos veces.

—Bien, le explicaré las consecuencias: está usted muy próximo a la defenestración por una patada en el culo —Vergil levantó las cejas con aire reflexivo—. Usted es importante para el proyecto BAM. Si no fuera porque es usted, le echaría de aquí inmediatamente, y me aseguraría personalmente de que no volviera a trabajar en ningún laboratorio privado. Pero Thornton y Rothwild y los otros creen que todavía podemos redimirle. Sí, Vergil, redimirle. Salvarle de usted mismo. No he consultado con Yng sobre esto. No iré más allá. Si se porta bien. — Fijó la vista en Vergil con los ojos entornados—. No siga con sUS actividades extracurriculares. Vamos a dejar su archivo de datos así, pero quiero que termine con todos los experimentos no relativos al proyecto BAM, y que destruya todos los organismos con los que ha estado jugando. Iré personalmente a inspeccionar su laboratorio dentro de dos horas. Si para entonces no ha hecho cuanto le he dicho, se irá a la calle. Dos horas, Vergil. Sin excepciones y sin extrapolaciones.

—Sí, señor.

—Eso es todo.

2

Los compañeros de Vergil habrían tenido motivos para no sentir excesivamente su despido. En sus tres años en Genetron, había cometido muchas faltas contra la normativa del laboratorio. Raras veces lavaba los tubos de ensayo y en dos ocasiones había sido acusado de no limpiar las gotas de bromuro de etidio —un fuerte mutágeno— que caían sobre las mesas del laboratorio. Tampoco era excesivamente cuidadoso con los radionucleidos.

La mayoría de las personas con las que trabajaba no solían dar muestra alguna de humildad. Después de todo eran jóvenes investigadores de primera fila en un campo muy prometedor; muchos esperaban hacerse ricos y estar a cargo de sus propias compañías en el lapso de unos poco años. Vergil, sin embargo, no se ajustaba a ninguno de esos patrones. Trabajaba tranquila e intensamente durante el día, y hacía horas extra por la noche. No era sociable aunque tampoco antipático; simplemente, ignoraba a mayoría de la gente.

Compartía un espacio del laboratorio con Hazel Overton, una investigadora tan meticulosa y limpia como imaginarse pueda. Hazel habría sido quien menos le echara de menos. Quizá era ella quien había violado su archivo. No era torpe con las computadoras, y podía haber estado buscando algo para ponerle en apuros.

Pero no disponía de pruebas, y no tenía sentido ponerse paranoico al respecto.

Al entrar Vergil, el laboratorio estaba en penumbra. Hazel estaba haciendo exploración fluorescente con una matriz electroforésica a la luz de una pequeña lámpara UV. Vergil encendió la luz. Ella levantó la vista y se quitó las gafas, dispuesta a enfadarse.

—Llegas tarde —dijo—. Y tu laboratorio parece una cama sin hacer. Vergil, estás…

—Kaput —Vergil acabó la frase por ella, dejando caer su bata sobre un taburete.

—Dejaste un montón de tubos de ensayo sobre la mesa del laboratorio común.

Me temo que se han echado a perder.

—Que les den por el culo. Hazel puso cara de asombro.

—Caramba, no estás de muy buen humor, que digamos.

—Me han parado los pies. Tengo que liquidar todo mi trabajo extracurricular, dejarlo todo, o Harrison me pondrá de patas en la calle.

—Eso es muy propio de ellos —dijo Hazel, volviendo a su trabajo. Harrison le había suprimido uno de sus propios proyectos extracurriculares el mes anterior.

—¿Qué hiciste?

—Si te da igual, preferiría estar solo —Vergil le lanzó una mirada torva desde el otro lado de la mesa de trabajo—. Puedes acabar eso en el laboratorio común.

—Podría, pero…

—Si no lo haces —dijo Vergil hostilmente, tiraré tu trocito de agarosa por el suelo con mi espátula.

Indignada, Hazel le miró un momento y comprendió que no estaba bromeando.

Desconectó los electrodos, recogió su equipo y se fue hacia la puerta.

—Te acompaño en el sentimiento —le dijo.

—Seguro.

Tenía que trazarse un plan. Mientras se rascaba la hirsuta barbilla, intentó pensar en algo para tratar de atajar sus pérdidas. Podría sacrificar ciertas partes del experimentó de importancia menor; los cultivos E-coli, por ejemplo. Había estado mucho tiempo tras ellos. Los había conservado como testimonios de su progreso, y como una especie de reserva para el caso de que el trabajo no hubiera ido bien en las siguientes etapas. El trabajo había ido bien, sin embargo.

No estaba concluido, pero su fin estaba tan cercano que empezaba a percibir el sabor de triunfo como si se tratara de un trago de vino fresco puro.

La parte del laboratorio de Hazel estaba limpia y ordenada. El suyo era un caos de instrumental y recipientes de productos químicos. Una de sus escasas concesiones a la seguridad del laboratorio, un trozo de estera absorbente para enjuagar los derrames, colgaba de la negra mesa, con uno de sus extremos debajo de una jarra de detergente.

Vergil, en pie frente a la blanca pizarra, se rascaba su barba rala y miraba fijamente los crípticos mensajes que había garabateado en ella el día anterior.

Pequeños ingenieros. Son las máquinas más pequeñas del universo. ¡Mejor que los BAM! Pequeños cirujanos. Guerra a los tumores. Computadores con hucapac.

(Computadores spec tumor HA!) Tamaño de volvox.

Sin lugar a dudas, los delirios de un loco, y seguramente Hazel no les había prestado atención. ¿O sí? Era un; práctica común el esbozar cualquier idea salvaje o inspiración o broma en las pizarras, y esperar simplemente ¡ que el siguiente genio las borrara con prisas. Sin embargo…

Las notas podían haber suscitado la curiosidad de alguien tan agudo como Hazel. Especialmente desde que su trabajo sobre los BAM había sido retrasado.

Obviamente, él no se había conducido con la circunspección necesaria.

Los BAM —Biochips de Aplicación Médica— iban a ser el primer producto práctico de la revolución biotecnológica, la incorporación de circuitos moleculares proteínicos a la electrónica de silicona. Los biochips habían constituido un tema de especulación en la bibliografía durante años, pero Genetron esperaba tener los primeros en funcionamiento, listos para los pruebas FDA y aprobados en tres meses.

Se enfrentaban a una competencia intensa. Sólo en lo que estaba empezando a llamarse Enzyme Valley —el equivalente en biochips del Silicon Valley— al menos seis compañías se habían establecido ya en o alrededor de La Jolla. Algunas habían empezado como fabricantes farmacéuticos, en la esperanza de sacar provecho de los productos de la investigación sobre el ADN recombinante.