Todos los vuelos desde y hacia los Estados Unidos habían sido cancelados.
Podía esperar que en el espacio de unas horas llegaran a su despacho funcionarios. Antes de que llegaran, tenía que oír la explicación de Bernard.
No era la primera vez en su vida que sentía acudir en ayuda de un amigo. No era el menor de sus defectos. Era uno de los más importantes industriales de la Alemania de postguerra, y aún mantenía un tono sentimentaloide.
Se puso un impermeable transparente sobre su traje gris de lana y se caló una gorra sobre su blanco cabello. Luego esperó en la puerta principal a que llegara su coche.
—Buenos días, Uwe —dijo al chófer que le abría la puerta del vehículo—. Le prometí esto a Richard. —Se inclinó sobre el asiento y le tendió a Uwe tres libros de misterio. Richard era el hijo de doce años del chófer, y, como Paulsen-Fuchs, era forofo de las novelas de intriga.
—Conduce más rápido de lo acostumbrado.
—Me perdonará usted el que no haya ido a esperarle en la pista —dijo Paulsen— Fuchs—. Estaba aquí, preparándolo todo para su llegada, y luego me llamaron y tuve que salir. Ya hay preguntas por parte de mi gobierno. Lo que está ocurriendo es muy grave. ¿Se da cuenta usted de esto? Bernard se acercó a la gruesa ventana de triple panel que separaba el laboratorio de aislamiento biológico de la cámara de observación adyacente. Levantó la mano, surcada de líneas blancas, y dijo:
—Estoy contagiado.
Los ojos de Paulsen-Fuchs se entornaron, y se llevó dos dedos a la mejilla.
—Aparentemente, no es usted el único, Michael. ¿Qué está ocurirendo en América?
—No he oído nada desde que me fui de allí.
—Sus Centros para Control de Enfermedades en Atlanta han propagado instrucciones de emergencia. Todos los vuelos nacionales e internacionales han sido cancelados Hay rumores que afirman que algunas ciudades no responden a las comunicaciones, ya sea por teléfono o por radio. Al parecer, el caos se está extendiendo con rapidez Ahora, viene usted a nosotros, quema su vehículo sobre nuestra pista, se asegura bien de que será la única persona de su país que sobrevivirá en el nuestro, porque todo le demás será esterilizado. ¿Qué hacemos con todo esto Michael?
—Paul, hay algunas cosas que todos los países deber hacer inmediatamente.
Tienen que poner en cuarentena a todos los viajeros que hayan llegado recientemente de Estados Unidos, México, y posiblemente del resto de Norteamérica. No sé hasta dónde se extenderá el contagio, pero parece que se está moviendo deprisa.
—Sí, nuestro gobierno está trabajando en ese sentido Pero ya sabe usted lo que es la burocracia…
—Eviten la burocracia. Corten todos los contactos físicos con Norteamérica inmediatamente.
—No puedo conseguir que hagan eso con una simple su gerencia…
—Paul —dijo Bernard alzando de nuevo la mano— sólo me queda una semana, menos si lo que dice es exacto. Dígale a su gobierno que esto es más que un simple escape Tengo todos los informes importantes en mi caja de vuelo.
Debo conferenciar con sus más notables biólogos tan pronto haya dormido un par de horas. Antes de que hablen conmigo, quiero que lean los papeles que he traído. No puedo decir más. Desfalleceré si no duermo.
—Muy bien, Michael —Paulsen-Fuchs le miró tristemente, con cara de intesa preocupación—. ¿Se trata de algo que ya imaginamos que pudiera suceder?
Bernard pensó durante un momento.
—No —dijo—. No lo creo.
—Entonces, tanto peor —dijo Paulsen-Fuchs—. Voy a ocuparme de todo. A transferir sus datos. Vaya a dormir.
Paulsen-Fuchs salió y las luces de la cámara de observación fueron apagadas.
Bernard paseó por la superficie de tres por tres metros que constituía su nuevo hogar. El laboratorio había sido construido en los primeros años de la década de los ochenta con vistas a la experimentación genética, que, por aquel tiempo, era considerada potencialmente peligrosa. La cámara interior estaba suspendida dentro de un tanque de alta presión; cualquier rotura de la cámara resultaría en entrada en la atmósfera, no en escape. El tanque presurado podía ser vaporizado con varios tipos de desinfectantes, y estaba rodeado de otro tanque, éste evacuador. Todas las conducciones eléctricas y los sistemas mecánicos que tenían que pasar por los tanques eran cubiertos de soluciones esterilizantes. El aire y los materiales de desecho que salían del laboratorio estaban sujetos a esterilización por alta temperatura y a su cremación; todas las muestras sacadas del laboratorio eran procesadas en la cámara adyacente con las mismas medidas de seguridad. En adelante, y hasta que el problema quedara resuelto, o hasta que muriera, nada proveniente del cuerpo de Bernard sería tocado por ningún otro ser vivo fuera de la cámara.
Las paredes eran de un pálido gris neutro; la luz venía de unos fluorescentes montados en vertical sobre las paredes, y en tres paneles brillantes suspendidos del techo. Las luces podían ser controladas desde el interior y desde el exterior. El suelo era de baldosas negras. En el centro de la habitación, claramente visible desde las dos cámaras de observación, había un escritorio corriente y una silla, y sobre el escritorio un VDT de alta resolución. Una cama sencilla pero de aspecto confortable, sin sábanas ni mantas esperaba en un rincón. Junto a la pequeña puerta de acero inoxidable que daba al pasillo, había una cómoda con varios cajones. Sobre una de las paredes, un ancho panel rectangular constituía la escotilla para la introducción del equipo de robots Waldo, sospechaba. El conjunto se completaba con un cómodo sillón y una ducha acortinada que tenía el aspecto de haber sido aprovechada de un avión o de un vehículo de recreo.
Recogió los pantalones y la camisa que le habían dejado sobre la cama y palpó el tejido con el pulgar y el dice. No habría concesiones a partir de ahora. Ya no era un particular. Pronto sería cableado, probado, inspeccionado por los doctores y en general tratado como un animal de laboratorio.
Muy bien, pensó, tendiéndose en el camastro. Me lo merezco. Sea lo que sea lo que ocurra ahora, lo tengo bien merecido. Mea culpa.
Bernard se quedó quieto sobre la pequeña cama y cerro los ojos.
Oía su pulso cantar en los oídos.
Metafase
Noviembre
20
—¿Mamá? ¿Howard?
Suzy McKenzie se envolvió en el albornoz de franela azul celeste que le había regalado su novio el mes anterior en la celebración de su dieciocho cumpleaños, y salió descalza hacia el vestíbulo. Tenía los ojos turbios de sueño.
—¿Ken?
Normalmente era la última en despertarse. Se llamaba a sí misma «la lenta Suzy», con una secreta sonrisa de autodisculpa.
No tenía relojes en su habitación, pero a juzgar pe la altura del sol que entraba por la ventana del dormitorio debían ser más de las diez.
—¿Mamá? —Llama a la puerta del cuarto de su madre. Sin respuesta.
Seguramente alguno de sus hermanos estaría ya levantado.
—¿Kenneth? ¿Howard?
Se dio la vuelta en mitad del vestíbulo, haciendo crujír el suelo de madera.
Luego se dirigió a la puerta de la habitación de su madre y la abrió.
—¿Mamá?
La cama no estaba hecha; las mantas se habían caído al suelo. Debían estar todos abajo. Se lavó la cara en el cuarto de baño, se miró la piel de las mejillas para ver si 1lehabían salido más pecas, se alegró al no encontrar ninguna, y bajó las escaleras hacia el salón. No se oía nada.