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—¡En! —exclamó desde la puerta del cuarto de estar confusa y molesta—.

Nadie me ha despertado. Voy a llega tarde al trabajo.

Estaba de camarera desde hacía tres semanas en un delicatessen del barrio.

Le gustaba el trabajo —era mucho más interesante y real que trabajar en el economato del Ejército de Salvación— y, además, así ayudaba a su madre con los gastos. Su madre había perdido el trabajo tres meses antes, y vivía de los irregulares cheques de la pensión que le enviaba el padre de Suzy y de sus ahorros, que ya estaban disminuyendo a ojos vistas. Miró el reloj Benrus que había sobre la mesa y sacudió la cabeza. Las diez y media; iba a llegar muy tarde.

Pero eso no le preocupaba, en tanto ninguno de los demás hubiese salido aún.

Discutían frecuentemente, claro, pero eran una familia muy unida —salvo con su padre, a quien ella pocas veces echaba de menos ahora, y poco, de cualquier modo—, y los demás no se habrían ido sin decírselo, sin siquiera despertarla.

Empujó la puerta batiente de la cocina y entró. Al principio no entendió lo que veía: tres formas descolocadas, tres cuerpos, una con un vestido en el suelo, apoyada contra el fregadero, otra en téjanos y sin camisa, sentada en una silla frente a la mesa de la cocina, la tercera con medio cuerpo dentro de la abierta despensa. Eso era todo, sólo tres cuerpos que no podía reconocer.

Al principio estaba muy tranquila. Deseaba no haber abierto la puerta en aquel preciso momento; quizá un poco antes o un poco después todo habría sido normal. De alguna manera, habría sido una puerta diferente —la puerta a su mundo— y la vida hubiera proseguido con el único error de que nadie la había despertado. En vez de eso, nadie la había avisado, y eso no estaba bien, de verdad. Había abierto la puerta en un momento equivocado, y ahora era demasiado tarde para cerrarla.

El cuerpo que yacía contra el fregadero llevaba un vestido de su madre. La cara, brazos, piernas y manos estaban cubiertos de líneas blancas abultadas.

Suzy avanzó dos cortos pasos, con la respiración alterada y desigual. La puerta se escurrió de sus dedos y se cerró. Dio un paso hacia atrás, luego uno hacia un lado, como en una pequeña danza de terror e indecisión. Tendría que llamar a la policía, por supuesto. Quizá a una ambulancia. Pero primero tenía que descubrir lo que había pasado, y todos sus instintos la impulsaban a salir de la cocina y de la casa.

Howard, de veinte años, solía ir en téjanos y sin camisa por la casa. Le gustaba ir con el pecho desnudo para mostrar su musculatura. Ahora su pecho tenía un color rojizo, como el de un indio, y estaba arrugado como una patata frita o como una tabla de lavar anticuada. Tenía la cara tranquila, los ojos y la boca cerrados.

Todavía respiraba.

Kenneth —tenía que ser Kenneth— se parecía más a un montón de pasta para amasar vestido que a su hermano mayor.

Fuera lo que fuera lo que hubiese ocurrido, era completamente incomprensible.

Se preguntó si quizá se trataría de algo que todo el mundo sabía pero que habían olvidado decirle.

No, eso no tenía sentido. La gente casi nunca era cruel con ella, y su madre y hermanos jamás. Lo mejor que se podía hacer era volver a pasar la puerta y llamar a la policía, o a alguien; alguien que supiera lo que hacer.

Se puso a mirar la lista de números que había enganchada sobre el viejo teléfono negro del salón e intentó marcar el número de emergencias. Se puso a temblar, con un dedo intentando alcanzar un agujero de la esfera numerada. Tenía lágrimas en los ojos cuando finalmente consiguió completar los tres dígitos.

El teléfono sonó durante varios minutos sin respuesta. Finalmente se oyó una grabación: «Nuestras líneas están ocupadas. Por favor, no cuelgue o perderá su turno.» Luego más pitidos. Después de otros cinco minutos, colgó, sollozando, y marcó el número de la operadora. Tampoco contestó nadie. Luego se acordó de la conversación que habían mantenido la noche antes, algo acerca de un microbio en California. Lo habían dicho por la radio. Todo el mundo se estaba poniendo enfermo y habían llamado a las tropas. Sólo entonces, al acordarse de esto, fue Suzy Mc-Kenzie a la puerta de la casa para pedir ayuda gritando desde las escaleras.

La calle estaba desierta. Había coches aparcados a ambos lados — inexplicablemente, porque estaba prohibido aparcar entre las ocho de la mañana y las seis de la tarde todos los días menos los jueves y viernes, y era martes, y la ley era muy estricta. No circulaba ningún coche. No veía nada de tráfico ni transeúntes ni nadie sentado a la ventana. Corrió hacia un extremo de la calle, llorando y gritando primero en son de súplica, luego encolerizada, luego muerta de miedo y después otra vez suplicando ayuda. Dejó de gritar al ver al cartero tendido en la acera entre dos vallas paralelas de hierro. Estaba tumbado sobre su espalda, con los ojos cerrados, y tenía el mismo aspecto que mamá y Howard. Para Suzy, los carteros eran personajes sagrados, siempre se podía confiar en ellos. Se pasó los dedos por la cara como para sacudirse el terror, y se dedicó a intentar concentrarse con los ojos semicerrados.

—Ese microbio está por todos lados —se dijo—. Alguien debe saber lo que hay que hacer.

Volvió a la casa y cogió de nuevo el teléfono. Empezó a llamar a todos los números que recordaba. Algunos sonaron; otros produjeron sólo silencio o extraños ruidos de computador. Nadie contestó a ninguno de los teléfonos que sonaron. Volvió a marcar el número de su novio, Cary Smyslov, y lo oyó sonar ocho, nueve, diez veces antes de colgar. Se paró a pensar un momento y marcó el número de su tía de Vermont.

Al tercer ring, le contestaron.

—¿Hola? —la voz era débil y trémula, pero definitivamente era la de su tía.

—Tía Dawn, soy Suzy, desde Brooklyn. Hay un gran problema aquí…

—Suzy… —parecía que le costaba trabajo recordar el nombre.

—Sí, ya sabes, Suzy. Suzy McKenzie.

—Cariño, no te oigo muy bien. —La tía Dawn tenía treinta y cinco años, no se trataba de una vieja decrépita, pero no parecía encontrarse muy bien.

—Mamá está enferma, quizá se haya muerto. No lo sé, y Kenneth y Howard, y no hay nadie por aquí, o todo el mundo está enfermo, no lo sé…

—Yo no estoy bien tampoco —dijo la tía Dawn—. Me he contagiado de esos microbios. Tu tío se ha ido, o quizá esté ahí afuera en el garage. Bueno, no ha estado aquí desde… —hizo una pausa— desde anoche. Se fue hablando solo.

Todavía no ha vuelto. Cariño…

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Suzy con voz temblorosa.

—Cariño, no lo sé, pero no puedo hablar más, creo que me estoy volviendo loca. Adiós, Suzy.

Dicho esto, increíblemente, colgó. Suzy intentó llamar otra vez, pero no hubo respuesta, y, finalmente, al tercer intento, ni siquiera sonó el teléfono.

Estaba a punto de abrir el listín para empezar a llamar al azar, pero lo pensó mejor y volvió a la cocina, quizá pudiera hacer algo, ponerlos frescos, o abrigarles y llevarles alguna medicina que hubiera en la casa.

Su madre parecía más delgada. Las extrañas arrugas parecían haber desaparecido de su cara y brazos. Suzy se inclinó para tocar a su madre, vaciló, y luego se forzo a hacerlo. La piel estaba caliente y seca, no parecía tener fiebre, parecía bastante normal a pesar de su aspecto, De repente los ojos de su madre se abrieron.

—Oh, mamá —sollozó Suzy—. ¿Qué pasa?

—Bien —dijo la madre pasándose la lengua por los labios—, en realidad es muy bonito. Tú estás bien, ¿verdad? Oh, Suzy…

Y luego cerró los ojos y no dijo nada más. Suzy se volvio hacia Howard que seguía sentado en la silla. Le tiro un brazo y se fue hacia atrás al ver que la piel parecia desinflarse. Entonces reparó en la red de tubos como raices que se extendían por debajo de todo su pantalón, para desaparecer en el ángulo del suelo con la pared.