Había más raíces entre el pulido brazo de Kennett y la despensa. Y detrás de su madre, pasando por su falda hacia dentro del armario de debajo del fregadero, vio como un grueso tubo de carne lívida. Suzy pensó por un momentó en las películas de terror y en los efectos especiales quizá estaban rodando una película y no le habían dicho nada. Se inclinó más para mirar detrás de su madre, no era experta, pero el tubo de carne no era un efecto de maquillaje. Se notaban las pulsaciones de la sangre dentro.
Suzy subió lentamente las escaleras hacia su hábitación. Se sentó sobre la cama, trenzando y destrenzando su largo cabello rubio, luego se tendió y se quedó mirando el viejo linóleo plateado del techo.
—Jesús, por favor, ven en mi ayuda, porque te necesito —dijo—. Jesús, por favor, ven en mi ayuda, porque te necesito ahora.
Siguió así hasta la tarde, hasta que la sed la impulsó a ir al cuarto de baño para beber. Continuó repitiendo su oración entre sorbo y sorbo de agua, hasta que la monotonía y la futilidad de su súplica la silenciaron. Todavía vestida de azul celeste, se quedó junto a la barandilla y empezó a hacer planes. No estaba enferma —al menos por ahora— y por supuesto no estaba muerta.
Así que debía haber algo que pudiera hacer, algún sitio a donde ir.
Y sin embargo, en lo profundo de su mente, esperaba que tal vez al intentar abrir una puerta, o en algún camino que pudiera seguir entre las calles, podría encontrar la manera de regiesar a su viejo mundo. No creía que eso fuese probable, pero tal vez mereciera la pena probar.
Había que tomar algunas decisiones, por difíciles que resultasen. ¿De qué le hubiera servido toda su educación y entrenamiento especial si no podía pensar por sí misma y arrostrar decisiones difíciles? No quería ir a la cocina más de lo preciso, pero allí estaba la comida. Podía tratar de entrar en otras casas, o incluso en el colmado de la esquina, pero sospechaba que encontraría otros cuerpos allí.
Al menos aquellos cuerpos —vivos o muertos— eran de sus familiares.
Entró en la cocina con la cabeza alta. Poco a poco, mientras iba de armario en armario y luego hacia la nevera, fue bajando la mirada. Los cuerpos se habían hundido todavía más; Kenneth parecía poca cosa más que un montón blanco cubierto de filamentos envuelto en ropas arrugadas. Las raíces carnosas que llegaban a la pared iban directamente hacia las tuberías, habían subido al pequeño fregadero y se habían metido por el grifo, así como por el desagüe.
Pensaba que en cualquier momento podía salir algo y atacarla —o que Howard o su madre se convertirían en vacilantes zombies—, y apretó los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas, pero ninguno de ellos se movió. Parecía de hecho que ya no podrían moverse en absoluto.
Salió de allí con una caja llena de conservas que pensó que le harían falta para los próximos días —y con el abrelatas, que casi había olvidado.
Al anochecer, se le ocurrió encender la radio. No tenía aparato de televisión desde que el último se rompió despues de ser reparado por enésima vez; el cacharro estaba en la sala debajo de las escaleras, acumulando polvo entre cajas de revistas viejas. Cogió el transistor que guardaba su madre para emergencias y fue buscando metódicame de de emisora en emisora. Aunque había tenido alguna experiencia como operadora de radio aficionada, no conseguía sintonizar con emisión alguna.
Ni una sola emisora en AM o FM. Encontró señales en la banda de onda corta — lgunas muy claras—, pero ninguna en inglés.
La habitación estaba cada vez más oscura. Le angustiaba el pensar en tener que encender las luces. Si todo el mundo estaba enfermo, ¿habría todavía electricidad?
Cuando el cuarto de estar estuvo totalmente oscuro y no hubo otro modo de evitar el problema —o quedarse sentada en la oscuridad o descubrir si no tenía otro remedio—, levantó la mano hacia la gran lámpara de pie que, había junto al sofá y accionó rápidamente el interruptor.
La luz se encendió, fuerte y firme.
Esto la emocionó de algún modo, y empezó a llorar quedamente. Se balanceaba adelante y atrás sobre sus piernas cruzadas sobre el sofá, como en un pequeño ataque de locura, con la cara húmeda, retorciéndose el cabello con los dedos y usándolo para secarse la cara hasta que le quedo totalmente mojado sobre los hombros. Con la luz de la lámpara cayéndole como un creciente dorado sobre la cara, lloró hasta que le dolió la garganta y no pudo mantener los ojos bien abiertos.
En ayunas, subió las escaleras, encendió todas las luces —cada una era como un milagro— y se metió acurrucada en la cama, donde no pudo dormir, imaginándose que oía a alguien subir por las escaleras o caminar por el vestíbulo hacia la puerta.
La noche duró una eternidad, y durante ese tiempo Suzy se hizo un poco más madura, o un poco más loca, no podía decirlo exactamente. Algunas cosas ya eran bastante indiferentes. Todavía quería, por ejemplo, renunciar a su vida pasada y encontrar una nueva manera de vivir. Tomó esta decisión en la esperanza de que quien estuviera a cargo de las luces iba a seguir haciéndolas funcionar.
Al amanecer era una ruina física —exhausta, hambrienta pero sin querer comer, con todo su cuerpo en tensión y como retorcido por el terror y la espera—. Bebió agua del grifo del cuarto de baño otra vez… y súbitamente se acordó de las raíces que había visto entrar por las tuberías. Desesperada, Suzy se sentó el retrete y vio caer del grifo el agua limpia y clara. La sed la impulsó finalmente a arriesgarse a beber más, pero se hizo la promesa de beber en adelante sólo agua embotellada.
Se preparó una comida fría de judías verdes y un picadillo de carne en conserva en el cuarto de estar, y luego comió una lata entera de ciruelas en almíbar. Había puesto las latas en fila sobre la mesa de café. Se tragó la última ciruela; nunca había probado nada tan bueno.
Volvió al dormitorio y se estiró en la cama, y esta vez durmió durante cinco horas, hasta que un ruido la despertó. Era la caída de algo pesado en el interior de la casa. Con cautela, bajó las escaleras y miró alrededor de la sala y del cuarto de estar.
—La cocina no —dijo, pero inmediatamente adivinó que el ruido había salido de allí. Abrió la puerta batiente poco a poco. Las ropas de su madre yacían en un montón junto al fregadero. Suzy entró y miró hacia donde estaba Kenneth al lado de la despensa. Ropas, pero nada más. Se dio la vuelta.
Los téjanos de Howard colgaban de la silla, que se había volcado hacia un lado.
La pared estaba cubierta de una lámina marrón pálido reluciente, que se abría paso claramente hacia las cornisas y sobresalía ligeramente al recubrir los cuadritos enmarcados.
Cogió la fregona que estaba en el rincón opuesto, detrás de la nevera, y dio un paso hacia adelante con el mango apuntando hacia la lámina. Me estoy comportando de un modo increíblemente valiente, pensó. Golpeó la lámina suavemente al principio, luego se puso a escobarla con la fregona hasta el zócalo y el yeso de debajo. La lámina tembló, pero esa fue su única reacción.
—¡Tú! —gritó. Pasó el mango de la fregona de un lado a otro de la lámina, rasgándola de esquina a esquina—. ¡Tú!
Al ver caer al suelo los jirones y la pared cubrirse de agujeros, dejó caer la fregona y se fue corriendo de la cocina.
Era la una del mediodía, según el reloj de la mesa. Recobró el aliento y dio una vuelta a la casa para apagar las luces. La maravillosa energía podía no durar mucho si la gastaba toda de golpe.
Suzy cogió entonces una agenda de debajo del teléfono de la sala e hizo una lista de lo que tenía y de lo que iba a hacerle falta. Todavía quedaban por lo menos cinco horas más de luz natural. Se puso el abrigo y dejó la puerta del porche abierta tras ella.