—Hazla ondear —gruñó John. Enfocó los binoculares y vio el pañuelo rojo haciendo rápidos círculos al extremo del palo: una vez en el sentido de las agujas del reloj, una vez al revés y de nuevo tres hacia la izquierda. Eso significaba que John podía bajar a ver. No había nada peligroso… según le parecía a Jerry.
Levantó sus ciento veinte kilos y se sacudió el polvo de las rodillas de su Levis negro. Con su rizado pelo rojo y su barba brillando a la luz gris del este, saltó la zanja de drenaje y se abrió paso por la verja de alambre de púas, luego por la alambrada y después por la valla del perímetro interior que ya no estaba electrificada.
Luego corrió para deslizarse bajo la grada de siete metros y saltó otra alcantarilla antes de llegar a un pequeño sendero. Encendió un cigarrillo y rompió la cerilla antes de tirarla al suelo. Había quince o veinte coches todavía aparcados junto a los viejos edificios del proyecto de fusión Yin-Yang. Un montículo especialmente impresionante, de unos veinte metros de diámetro, se elevaba de la tierra frente al aparcamiento. Jerry estaba en la cima del montículo. Se había encontrado un pico en alguna parte y estaba balanceándolo por el mango con una expresiva mueca en su cara lampiña.
—Se acabaron los trotadores —dijo mientras John subía al montículo para unirse a él. Llamaban trotadores a algunas de las extrañas cosas que habían visto en Livermore. El nombre parecía apropiado, porque las cosas en cuestión casi siempre corrían; nunca habían visto quieta a una de ellas.
—Me alegro mucho —dijo John—. ¿Cuál es tu plan?
—Cavarme un túnel hasta la China —dijo Jerry, golpeando el montículo—.
¿Sabes lo que quiero decir?
—Lo sé y no lo sé —dijo John—. ¿Qué pasa si estos cerros son algo que los del laboratorio pusieron aquí… ya sabes, Defensa, o quizá un experimento que se les fue de las manos?
—Yo diría que hay un experimento que ya se ha ido de las manos.
—Puede que esto no saliera de aquí.
—Mierda —Jerry hundió el pico en el montículo, hendiendo la ya agrietada tierra y la hierba seca—. ¿Por qué no, y de dónde demonios pudo venir en caso contrario?
—Hay laboratorios en otros sitios.
—Sí, o quizá sean los marcianos.
John se encogió de hombros. Probablemente nunca lo sabrían.
—Cava, entonces.
Jerry levantó el pico y lo hundió en la tierra con habilidad. La punta se adentró en la tierra como un alfiler en una cáscara de huevo, y el mango casi se le escapó de las manos.
—Hueco —gruñó dejándolo ir con algún esfuerzo. Se arrodilló para mirar por el agujero que había hecho el pico—. No veo nada. —Volvió a levantarse y blandió de nuevo la herramienta.
—Golpéalos —dijo John lamiéndose los labios—. Déjame que les golpee.
—No sabemos que haya nada ahí debajo —dijo Jerry apartando el mango de la ancha y gruesa mano de su hermano.
John asintió a su pesar y se metió la mano en el bolsillo. Echó una mirada al sol poniente y sacudió la cabeza.
—No podemos hacerles nada —dijo—. Estamos nosotros solos.
Jerry dio tres golpes en rápida sucesión y abrió un agujero de un metro de ancho. Los hermanos retrocedieron de un salto, luego se alejaron unos cuantos pasos más por si acaso el hueco cedía más. Pero el montículo aguantó. Jerry se agachó sobre las manos y las rodillas y fue gateando hasta el agujero.
—Sigo sin ver nada —dijo—. Vete a por la linterna.
Oscurecía cuando John volvió con una pesada linterna impermeable que había sacado de su camión. Jerry estaba sentado junto al agujero y tiraba dentro la ceniza del cigarrillo que estaba fumando.
—He traído una cuerda también —dijo John dejando caer el rollo junto a la rodilla de su hermano.
—¿Cómo está el pueblo? —preguntó Jerry.
—Por lo que he visto, lo mismo que antes, sólo que un poco peor.
—¿Quedará algo mañana? John se encogió de hombros.
—Lo que resulte de esto, supongo.
—Vale. Aquí abajo está oscuro, así que da igual que sea de noche. Tú aguanta la cuerda y yo bajaré con la linterna.
—Ni hablar —dijo John—. Yo no me quedo aquí arriba sin luz.
—Entonces baja tú.
John lo pensó un momento.
—Como, no. Ataremos la cuerda a un coche y bajaremos los dos.
—Bien —dijo Jerry. Corrió con la cuerda hasta el coche más cercano, la ató a un parachoques y volvió con el cabo en la mano hasta el agujero. Todavía quedaban unos diez metros de cuerda a partir de allí.
—Yo primero —dijo.
—Valor y al toro, como dicen las vacas. Jerry se puso a bajar por el agujero.
—Luz.
John le pasó la linterna. La cabeza de Jerry desapareció por el borde.
—Esto refleja —dijo. El haz de luz rebotó en el húmedo aire del atardecer y dio a John en la cara, que tenía inclinada para mirar hacia adentro. Cuando tuvo suficiente trozo de cuerda libre, la agarró y siguió a su gemelo.
Su madre les había contado historias pasadas traduciendo de voz los relatos de una abuela que casi sólo hablaba danés, respecto a montículos parecidos llenos de oro, cadáveres, un extraño fuego azul y «murmullos y cantos».
Nunca lo hubiera admitido, pero lo que de verdad esperaba encontrar allá abajo eran duendes.
Los dos hermanos llegaron sudorosos al suelo del montículo. El aire era mucho más cálido y húmedo que en el exterior. El haz de la linterna se abría paso a través de una niebla espesa que tenía un curioso sabor dulce. Sus botas se hundían en una superficie de color púrpura oscuro que resbalaba a cada uno de sus movimientos.
—Mal-di-ciiónn —dijeron al unísono.
—¿Y qué coño vamos a hacer, ahora que estamos aquí? —preguntó John lamentándose.
—Vamos a encontrar a Ruth y a Loren y quizá a Tricia —Tricia había sido la novia de Jerry durante los últimos seis años. No la había visto disolverse, pero era fácil suponer que eso era lo que le había sucedido.
—Se han ido —dijo John en voz baja desde lo profundo de su garganta.
—Y un huevo. Lo único es que los han disuelto y los han traído aquí.
—¿De dónde demonios te sacas esa idea? Jerry sacudió la cabeza.
—Pues o es eso o, como tú dices, se han ido. ¿Te da la impresión a ti de que se hayan ido? John pensó un momento.
—No —admitió. Ambos habían experimentado alguna vez la sensación de que alguien cercano a ellos emocionlmente se había muerto antes de que se lo dijeran—. Pero quizá me estoy engañando.
—Tonterías —dijo Jerry—. Sé que no están muertos. Y si ellos no están muertos, nadie lo está tampoco. Porque tú viste…
—Lo vi —atajó John. El había visto la ropa llena de carne que se disolvía. No había sabido qué hacer. Ya era bien entrada la mañana, y Ruth y Loren habían llegado la víspera afectados ya por lo que parecía ser alguna especie de microbio.
Tenían líneas blancas en sus caras y manos. El les había dicho que por la mañana irían juntos a ver al médico.
El tiempo que había transcurrido entre ver las ropas vacías y la llegada de Jerry estaba todavía en blanco. Había gritado, o había hecho algo para herirse el cuello porque todavía no podía hablar bien.
Jerry se tocó la barriga, tan prominente como la de John.
—Demasiado volumen —dijo. Intentó apartar la niebla con la mano. El haz de luz sólo alcanzaba a iluminar uno o dos metros en cualquiera de las direcciones—.
Jesús, tengo miedo —dijo.
—Me alegro —dijo John.
—Bueno, tú fuiste quien sugirió que bajáramos aquí —contestó Jerry. John lo negó con un gesto—. De modo que di ahora por qué camino hay que ir.