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—Todo recto —dijo John—. Y cuidado con los duendes.

—Sí. Jesús. Duendes.

Caminaban lentamente sobre el esponjoso suelo purpúreo. Todavía atravesaron por mucha humedad y tristes minutos hasta que el haz de luz les mostró una superficie frente a ellos. Era una pared que latía rítmicamente, cubierta de tubos irregulares y brillantes moteados de gris y marrón, y de aspecto viscoso.

Hacia la izquierda, los tubos se doblaban alrededor de una curva y desaparecían dentro de un oscuro túnel.

—No puedo creer lo que veo —dijo Jerry.

—¿Y bien? —John señaló hacia el túnel. Jerry asintió.

—Ya sabemos de que va lo peor —dijo.

—Esa es tu opinón —gruñó John.

—Tú primero —le instó Jerry.

—Te amo mucho, yo también.

—¡Venga!

Se metieron por el túnel.

26

Paulsen-Fuchs le dijo a Uwe que se detuviera en la cima de la colina. En el espacio de una semana, el número de manifestantes acampados alrededor de Pharmek se había duplicado. Eran ya alrededor de los cien mil, una mar de tiendas, banderas y estandartes, la mayoría agrupados al lado este, junto a las puertas principales. No parecían formar parte de ninguna organización en particular, lo cual le preocupaba todavía más. No les movían razones políticas, eran sólo una sección transversal del pueblo alemán, y estaban exasperados por un desastre que no podían comprender. Habían venido a Pharmek a causa de Bernard, sin saber muy bien todavía qué hacer. Pero eso cambiaría. Alguien tomaría el mando y les daría directrices.

Algunos de entre los más ignorantes pedían la destrucción de Bernard y la esterilización de la cámara, pero en vano. La mayoría de los gobiernos reconocían que la investigación sobre Bernard era el único medio de estudiar la plaga y descubrir la manera de controlarla.

Europa estaba presa del pánico. Muchos viajeros —turistas, hombres de negocios, incluso personal militar— habían vuelto a Europa desde Norteamérica antes de la cuarentena. Al principio no se les pudo localizar a todos. Algunos fueron encontrados en plena transformación en hoteles, apartamentos y casas.

Casi invariablemente las víctimas eran exterminadas por las autoridades locales, los edificios cuidadosamente incinerados y los sistemas de agua y alcantarillado esterilizados profusamente.

Nadie podía decir a ciencia cierta que esas medidas fueran realmente efectivas.

Mucha gente, en todo el mundo, estaba convencida de que no era más que una cuestión de tiempo.

Después de escuchar las noticias que había recibido esa mañana, él casi esperaba que tuviesen razón. La plaga podía ser preferible al suicidio.

—A la puerta norte —dijo Paulsen-Fuchs, volviendo al coche.

El equipo había llegado finalmente, y ahora casi llenaba la mitad de la cámara de aislamiento. Bernard había reordenado el camastro y el escritorio y estaba al fondo, mirando el compacto laboratorio con satisfacción. Ahora por fin iba a tener algo que hacer. Podría hurgarse y pincharse él mismo.

Habían pasado semanas, y todavía no había sufrido la transformación final.

Nadie de los de ahí fuera podía decirle el por qué; tampoco lograba él explicarse cómo no se comunicaba con los noocitos del modo en que Vergil lo hacía.

Quizá Vergil se hubiese vuelto loco. Tal comunicación podría no ser posible.

Necesitaba mucho más equipo del que cabía en la habitación, pero la mayoría de los análisis químicos que estaba planeando podrían ser efectuados fuera, y la información le sería suministrada a través de la terminal.

Volvía a sentirse un poco como antes, como el viejo Michael Bernard. Tenía trabajo. Descubriría o ayudaría a los otros a descubrir cómo se comunicaban las células, qué leguaje químico utilizaban. Y si no le hablaban a él directamente, él encontraría el modo de hablar con ellas.

Quizá consiguiera controlarlas. Pharmek disponía de toda la experiencia y equipo necesarios, todo lo que Ulam había utilizando y más, y si fuera preciso, podrían repetir los experimentos y empezar desde el principio.

Pero Bernard dudaba de que eso se hiciera. A partir de las varias conversaciones con Paulsen-Fuchs y otros empleados de Pharmek, tenía la impresión de que él se había convertido en el centro de un gran torbellino.

Después de realizar un breve inventario del equipo, se puso a refrescar su memoria sobre los procedimientos a seguir mediante la lectura de los manuales.

Se cansó de esto al cabo de unas horas e hizo una entrada en su «cuaderno de apuntes» de la computadora, sabiendo que no iba a ser privado y que sería leído ahora o más tarde por los de Pharmek o por el personal del Gobierno —quizá por psicólogos, y por los doctores, por supuesto. Todo lo concerniente a él era ahora de la máxima importancia.

No sé de ninguna razón biológica que explique el por qué la Tierra no ha sucumbido todavía. La plaga es versátil, puede transformar todas las formas de vida. Pero Europa sigue libre —salvo por lo que toca a incidentes dispersos— y dudo que sea debido a las medidas extremas que se han adoptado. Quizá la respuesta a por qué soy atípico entre las víctimas recientes —es decir, por qué los cambios que sufro son más parecidos a los de Vergil Ulam— explicaría también este otro misterio. Mañana haré que los expertos cojan muestras de mi sangre y de mis tejidos, pero no todas las muestras serán sacadas de esta cámara. Yo mismo trabajaré con algunas de ellas, particularmente las de sangre y linfa.

Vaciló, con los dedos sobre el teclado, y se disponía a continuar cuando oyó a Paulsen-Fuchs que, en la cámara de observación, tocaba el timbre reclamando su atención.

—Buenas tardes —dijo Bernard, haciendo girar su silla. Según su costumbre de los últimos días, estaba desnudo. Desde el rincón superior derecho de la ventana de triple cristal, una cámara enviaba continuamente los contornos y características de su cuerpo hacia las computadoras para su análisis.

—No son buenas, Michael —contestó Paulscn-Fuchs. Tenía aspecto deprimido, y estaba más ojeroso que nunca—. Como si no tuviéramos bastantes problemas, ahora encaramos la posibilidad de una guerra.

Bernard se acercó a la ventana y echó una rápida mirada al periódico británico que el ejecutivo blandía. Al leer los titulares sintió un fuerte escalofrío.

ATAQUE NUCLEAR RUSO SOBRE PANAMÁ —¿Cuándo? —preguntó.

—Ayer por la tarde. Los cubanos informaron de que una nube radiactiva avanzaba sobre el Atlántico. Los satélites militares de la OTAN precisaron el área.

Supongo que los militares se enteraron antes —deben tener sismógrafos o lo que sea—, pero la prensa no lo ha dicho hasta esta mañana. Los rusos emplearon bombas de nueve o diez megatones, probablemente lanzadas desde submarinos.

Toda la zona del canal está… —sacudió la cabeza—. Los rusos no han dicho nada. Aquí, en Alemania, la mitad de la gente está esperando una invasión para esta misma semana. La otra mitad anda borracha.

—¿Dice algo sobre el continente? —Así era como se referían a Norteamérica los últimos dos días: el continente, el centro real de la acción.

—Nada —dijo Paulsen-Fuchs, dejando caer el periódico sobre la mesa de la cámara de observación.

—¿Piensan ustedes, los europeos, que los rusos invadirán Norteamérica?

—Sí. Ahora ya, en cualquier momento. Dominio eminente, o comoquiera que ustedes los anglohablantes lo denominen. Derecho de salvamento —empezó a reír ahogadamente—. No soy su abogado, pero ya no urdirán la fraseología correcta y se autojustificarán en Ginebra, si es que no bombardean Ginebra también —estaba en pie junto a la mesa con las manos separadas a ambos lados del periódico—. Nadie está en condiciones de discutir qué les ocurrirá a ellos si realmente se lanzan a la invasión. El gobierno de los Estados Unidos en el exilio ha tomado posiciones y ha amenazado con actuar por medio de sus tropas con base en Europa y con la Marina, pero Rusia no se lo ha tomado en serio. Antes de que usted llamara el mes pasado, yo estaba planeando mis primeras vacaciones desde hace siete años. Obviamente, no me las voy a tomar —dijo—. Michael, usted ha traído algo a mi vida que puede matarme. Perdone esta expresión de egocentrismo.