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Apartadas de ese área por empresas más antiguas y experimentadas, se habían enganchado al tren de la investigación de biochips. Genetron era la primera firma establecida específicamente para la producción de éstos.

Vergil cogió un trapo y borró lentamente las notas. A lo largo de su vida, los hechos habían conspirado siempre para frustrarle. A menudo, él mismo había atraído el desastre sobre sí. Era lo bastante honesto como para admitirlo. Pero ni una vez había podido llevar un proyecto a término. Ni en su trabajo, ni en su vida privada. Nunca había sido su fuerte el calibrar las consecuencias de sus actos.

Sacó cuatro gruesos cuadernos del cajón cerrado con llave de su escritorio y los añadió al creciente montón de material que tenía que sacar a hurtadillas del laboratorio.

Nada. No tenía a dónde ir. Genetron tenía todo el equipo que él necesitaba, y llevaría meses montar otro laboratorio. Durante ese tiempo, todo su trabajo se desintegraría literalmente.

Vergil franqueó la puerta trasera del laboratorio en dirección al vestíbulo y cruzó un compartimento de lavado de emergencia. Las incubadoras estaban en una habitación aparte, más allá del laboratorio común. Había siete cajas de madera gris esmaltada del tamaño de una nevera junto a una de las paredes; en cada una, los monitores electrónicos mantenían silenciosa y eficazmente la temperatura y la presión parcial de CO2. En la esquina opuesta, entre viejas incubadoras de todas las formas y tamaños (compradas en saldos provenientes de quiebras), se alzaba un modelo de Forma Scientific, de acero inoxidable y esmalte blanco, con su nombre y la inscripción «Uso único» sobre un trozo de cinta adhesiva de uso quirúrgico, a la puerta. Abrió ésta y sacó una hilera de tubos de cultivo.

En cada uno de los recipientes, las bacterias se habían desarrollado en atípicas colonias —burbujas naranja y verde que se asemejaban a mapas aéreos de París o de Washington D.C.—. Unas líneas salían de los centros y dividían las colonias en secciones, de las cuales cada una tenía su propia textura peculiar y —según supuso Vergil— una función específica. Como cada bacteria de los cultivos tenía el potencial de capacidad intelectual de un ratón, era perfectamente posible que los cultivos se hubieran transformado en sociedades simples, y que esas sociedades hubieran desarrollado subdivisiones funcionales. Últimamente no había estado muy al tanto de sus avances, ocupado como estaba con los linfocitos alterados de células B.

Eran como sus hijos, todas ellas. Y habían resultado ser excepcionales.

Sintió una repentina sensación de culpabilidad y, a la vez, de náusea al abrir un quemador de gas y aplicarlo sobre cada recipiente de cultivo E-coli alterado con la ayuda de unas tenacillas.

Volvió a su laboratorio y puso los recipientes de cultivo en un baño esterilizante.

Había llegado al límite. No podía destruir nada más. Sintió hacia Harrison un odio más violento que cualquier sentimiento que hubiera abrigado nunca respecto a otro ser humano. Lágrimas de frustración nublaban su vista.

Vergil abrió el laboratorio Kelvinator y sacó un frasco giratorio y una paleta de plástico blanco que contenía veintidós tubos de ensayo. El frasco giratorio estaba lleno de un fluido de color pajizo, linfocitos en un medio seroso. Se había construido un impulsor a medida para agitar el medio con más efectividad, con menor perjuicio para las células —una barra con varias «velas» de teflón semihelicoidales.

Los tubos de ensayo contenían una solución salina con nutrientes de un suero especial concentrado, para que sirviera de soporte a las células al ser observadas al microscopio.

Extrajo fluido del frasco giratorio y añadió cuidadosamente varias gotas del mismo a cuatro de los tubos de la paleta. A continuación volvió a poner el frasco sobre su base. El impulsor volvió a girar.

Después de templarlo hasta que alcanzó la temperatura ambiente —un proceso que él usualmente impulsaba con un pequeño abanico para echar aire templado sobre la paleta—, los linfocitos de los tubos se reactivaron, reanudando su desarrollo tras haber sido congelados en el refrigerador.

Seguirían aprendiendo, añadiendo nuevos segmentos a las porciones ya revisadas de su ADN. Y cuando, en el curso normal del crecimiento de una célula, el nuevo ADN se transcribiera en ARN, y el ARN sirviese de plantilla para la producción de aminoácidos, y los aminoácidos se convirtiesen en proteínas…

Las proteínas serían más que simples unidades de la estructura celular; otras células podrían decodificarlas. O el ARN sería catalizado para ser reabsorbido y decodificado por otras células. O —y esta tercera opción se presentó después de que Vergil insertara fragmentos de ADN bacteriano en cromosomas de mamíferos— segmentos del propio ADN serían expulsados y marginados.

Su cabeza bullía cada vez que pensaba en los miles de maneras que tienen las células para comunicarse entre sí y desarrollar sus intelectos.

La idea de una célula intelectual le resultaba todavía maravillosamente extraña.

Le hizo detenerse, y se quedó en pie, mirando la pared, hasta que dejó de soñar despierto y se puso a continuar su tarea.

Cogió un microscopio e insertó una pipeta en uno de los tubos. El calibrado instrumento vertió la cantidad marcada de fluido por un fino anillo circular, directamente sobre una plaquilla de vidrio.

Desde el principio, Vergil había sabido que sus intuiciones no eran vagas ni inútiles. Sus primeros tres meses en Genetron, cuando ayudaba a establecer la proteína de silicona corno primer paso para el proyecto biochip, le habían convencido de que los diseñadores de éste habían dejado de lado algo muy obvio y extremadamente interesante.

¿Por qué autolimitarse a la silicona y a la proteína y a biochips de una centésima de milímetro, cuando casi en cada célula viviente había ya funcionando un computador con una enorme memoria? Una célula de mamífero tenía un complemento de ADN de varios billones de pares de bases, cada uno de los cuales actuaba como una pieza de información. ¿Qué era la reproducción, después de todo, sino un proceso biológico computerizado de enorme complejidad y fiabilidad?

En Genetron todavía no se habían dado cuenta, y Vergil había decidido hacía tiempo que prefería que no lo hicieran. El cumpliría con su trabajo creando billones de computadores celulares capaces, y luego dejaría Genetron y establecería su propio laboratorio, su propia compañía.

Tras un año y medio de preparación y estudio, había empezado a trabajar por las noches en la máquina de genes. Utilizando un teclado de computador, construyó cadenas de bases para formar codones, cada uno de los cuales se convertía en fundamento de una tosca secuencia ADN-ARN-proteína.

Había insertado las primeras cadenas biológicas en los cultivos de bacterias Ecoli como plásmidos circulares. Las E-coli habían absorbido los plásmidos y los habían incorporado en su ADN original. Las bacterias se habían luego duplicado y liberado los plásmidos, contagiando el proceso a otras células. En la fase más crucial de su trabajo, Vergil había utilizado transcriptasa reversa vírica para fijar el circuito de retroalimentación entre el ARN y el ADN. Hasta la bacteria más primitiva y más rudimentariamente equipada había empleado ribosomas como «codificadores» y «lectores», y ARN como «impresor». Con la curva de unión en su lugar, las células desarrollaban su propia memoria y la capacidad de procesar y actuar sobre la información ambiental.

La verdadera sorpresa vino cuando examinó sus microbios alterados. La capacidad de registro de un simple fragmento del ADN bacteriano era enorme, comparada con la de la electrónica artificial. Lo único que Vergil tenía que hacer era aprovechar lo que ya estaba allí, simplemente darle un empujoncito, como quien dice.

Más de una vez tuvo la desagradable sensación de que su trabajo era demasiado fácil, de que él era más un criado que un creador… Esto después de haber comprobado cómo las moléculas encajaban en el sitio adecuado o de tal manera que él podía constatar claramente sus propios errores, y de ser así cómo corregirlos.